La música excesivamente alta desde una ventana abierta, el
retumbo de un helicóptero sobre la carretera nacional y los montes alrededor,
los saludos y las conversaciones de quienes se cruzan en la calle, el ladrido
de los perros. Hace calor desde el amanecer, el cielo azul, la luz ahora
intensa al otro lado de la ventana, las sombras alargadas e imprecisas de un
puñado de corredores, ciclistas y paseantes en apenas un centenar de metros.
Una vecina regresa de la compra y advierte a otra que se encontrará con un
maratón cerca del supermercado. Debo cerrar los ojos y concentrarme, en la luz
de la mañana, para escuchar el gorjeo de los pájaros y desligarlo de los ruidos
que han vuelto con el primer día de ejercicio al aire libre para los adultos. De
repente, tanta gente —tanta
luz, tantas sombras—,
ahí fuera.
Veo, en la televisión, el cierre del hospital de campaña en
Madrid. Acudieron políticos, periodistas, sanitarios, los últimos pacientes
dados de alta. Las imágenes del círculo de micrófonos alrededor de la
presidenta de la comunidad, las conversaciones cara a cara, las caricias, los
abrazos, el reparto de bocadillos del alcalde, las manifestaciones de los
sanitarios, el estar juntos, cuerpo a cuerpo, las sonrisas primeras y las miradas
de preocupación últimas, escenas de antes
de que parecen delirantes y peligrosas hoy, que muestran lo férreo de
nuestra inercia, cómo recuperamos, inconscientemente, la forma primigenia.
Llega e. de su primer paseo. Necesitaba pisar tierra, dice.
Ha salido a un parque cercano donde un pequeño lago, patos, caminos de asfalto
y tierra. Me dice que anduvo más rápido de lo normal por la tensión de verse
entre tanta gente, que vuelve cansada e inquieta, que consiguió subir al lago
para caminar sobre tierra y no asfalto, que ahí apenas paseantes.
Las diez de la mañana. Se han retirado los deportistas y
paseantes, ahí fuera. Vuelven el trino de los gorriones, el polen ascendente,
el lugar de las sombras sobre las calles vacías.
—Salgo tras los aplausos —apenas resuenan ya a
ambos lados del río, han perdido su fuerza en este principio del fin de nuestro
encierro—. Decido
tomar el camino al trabajo, mi límite del mundo en estas semanas. Busco un
momento simbólico: atravesar una frontera física y emocional y abrir una brecha
en la barrera invisible. Dejo atrás el pabellón postal —nada y el silencio—, cruzo el puente sobre las vías del tren —una luz rojiza de
atardecer sobre las vías metálicas y mudas— y entro en el parque donde un pequeño lago, patos,
caminos de asfalto y tierra. La hierba crece salvaje y se inclina sobre los prados—no hay sendas de hierba
pisada fuera del camino, aquellos atajos entre pendientes y lomas para llegar hasta los caminos de tierra
y piedras, no hay sendas de hierba pisada y pienso en este tiempo sin seres
humanos donde el vuelo de los cuervos y patos bajo un cielo puro y el florecer
y marchitar secreto de las plantas y la lluvia de polen en las tardes de abril
y las corrientes subterráneas desaguando entre las grietas de la tierra—.
Somos una multitud en el camino dividida en dos columnas y un pequeño vacío
entre ambas, el ruido de los pasos y las conversaciones y los gritos: partículas
empujadas por una antigua inercia. Nuestras sombras no tocan el camino, caen de
quienes nos anteceden a nuestro rostro. Me siento arrastrado hacia un lugar
desconocido, a punto de ser absorbido por el movimiento de la multitud. Entonces,
doy media vuelta, apenas veinte minutos fuera, y llego a casa tras romper el
límite invisible del pabellón y no sentir más que confusión por el eco
distorsionado de una primera palabra.
***
Semprún tardó dieciséis años en poder hablar sobre su
llegada y sus días en el campo de Buchenwald, necesitó silencio para poder olvidar
y así, luego, poder recordar. El largo viaje fue el resultado de aquel proceso de silencio. En La escritura o la vida se pregunta cómo
acercarse al horror de los campos de exterminio:
—¿Cómo contar una historia poco creíble, cómo suscitar la
imaginación de lo inimaginable si no es elaborando, trabajando la realidad,
poniéndola en perspectiva? ¡Pues con un poco de artificio!
Hablan todos a la vez. Pero una voz acaba sobresaliendo,
imponiéndose en el guirigay. Siempre hay voces que se imponen en los guirigays
de esta índole: lo digo por experiencia.
—Estáis hablando de comprender… ¿Pero de qué tipo de
comprensión se trata?
Miro a aquel que acaba de tomar la palabra. Ignoro su
nombre, pero lo conozco de vista. Ya me había fijado en él algunos domingos por
la tarde, paseando por delante del bloque de los franceses, el 34, con Julien
Cain, director de la Bibliothéque Nationale, o con Jean Baillou, secretario de
la École Nórmale Superieure. Debe de ser un universitario.
—Me imagino que habrá testimonios en abundancia… Valdrán lo
que valga la mirada del testigo, su agudeza, su perspicacia… Y luego habrá
documentos… Más tarde, los historiadores recogerán, recopilarán, analizarán
unos y otros: harán con todo ello obras muy eruditas… Todo se dirá, constará en
ellas… Todo será verdad… salvo que faltará la verdad esencial, aquella que
jamás ninguna reconstrucción histórica podrá alcanzar, por perfecta y
omnicomprensiva que sea…
Los demás le miran, asintiendo con la cabeza, aparentemente
sosegados viendo que uno de nosotros consigue formular con tanta claridad los
problemas.
—El otro tipo de comprensión, la verdad esencial de la
experiencia, no es transmisible… O mejor dicho, sólo lo es mediante la
escritura literaria…
Se gira hacia mí, sonríe.
—Mediante el artificio de la obra de arte, ¡por supuesto!
Jorge Semprún. La
escritura o la vida. traducción de Thomas Kauf. Tusquets editores.
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