Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
Mostrando entradas con la etiqueta Doris Lessing. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Doris Lessing. Mostrar todas las entradas

sábado, 23 de mayo de 2020

-04. Lessing


El polen ondea entre los árboles junto al río. Pequeños y leves, los copos níveos, ascienden hacia el cielo antes de caer al otro lado del puente. Es un camino blanco el que me señalan. Como aquel de mis veranos al que vuelvo en estos días donde lejos la mirada del tiempo, un camino blanco que se convertía en promesa cuando dejaba atrás los últimos graneros de la aldea de casas de piedra y tejados de pizarra y se adentraba en bosques y montes, donde mis huellas dejaban una estela de polvo y cambiaban la forma del camino, aquel camino que, una vez, intentamos amansar y del que quitamos pedruscos incrustados y rellenamos los huecos con tierra y piedras pequeñas, aquel camino donde la escuela en ruinas, su tejado hundido en el suelo un grito congelado en una boca al cielo, y los recuerdos de mi padre en las noches de su infancia, cuando aprendía a leer y escribir tras los días en el campo o cavando en el monte, aquel camino donde el lavadero de piedra abandonado entre zarzas y la imagen de un santo en la penumbra de la ermita siempre cerrada, aquel camino en el que sobresalían las gruesas raíces de los árboles y un carballo era la última frontera en la noche entre la luz de los faroles a nuestra espalda y la oscuridad amenazante en la que el camino se apagaba. Hoy, que me siento a escribir en confinamiento, descubro que aquel camino blanco por el que vagaba de muchacho era un camino entre pasado, presente y futuro, ahí las huellas de quienes me precedieron, mis recuerdos cálidos y dolorosos, un camino blanco donde los vivos y los muertos, donde los ancestros y los porvenires, donde la pérdida y el sueño. Ningún hoy lo ha olvidado.

Cruzo el puente. El sol me da en la cara. El calor de la luz no ha dejado este mundo, pienso. Sigo el mismo camino los días de compra. Apenas quinientos metros. Desde el primer día, como un hilo invisible que tirase de mí, reproduzco incansable el recorrido de la puerta de casa a la del supermercado líneas que se asemejarían a escalones descendentes a vista de pájaro. No alargo el camino. Ni lo atajo. La repetición en los pocos gestos del día ha borrado mi percepción del tiempo. No hay marcas o señales que lo diferencien, es una masa de espacio, como esta habitación de cuatro paredes. Y, como en esta habitación, como cada objeto que se perpetúa inmóvil en ella, así los días.
Enciendo la televisión mientras descargo la compra. Cuentan los muertos de las últimas horas. Hablan de porcentajes y estadísticas. Me repito, en el silencio y la quietud de la mañana, que cada uno de esos más de seiscientos muertos y aquí la incredulidad y el horror— no son números sino caminos. Y en cada camino, otras huellas, encrucijadas, sendas: caminos que llevan a algún sitio.

(coda) Lejos la mirada del tiempo, lejos la mañana y la niebla, lejos la primera oscuridad de mi recuerdo.

Leo.


***

Dejo el libro de Lessing en el suelo, junto a la ventana, y hago un par de fotografías. Es un mundo de percepciones más que decertidumbres, escribí en mi intento de reseña hace un par de años. Un país donde el gobierno ha colapsado, la población huye en caravanas hacia una esperanza incierta, lo salvaje ha tomado los edificios de la ciudad y los gestos de los más pequeños, huérfanos que no conocieron el mundo antes de. Una mujer observa el caos circundante desde su habitación y da cuenta del equilibro precario en el que vivimos.


Creo que este es el lugar indicado para decir algo más acerca de «ello». Aunque no hay, desde luego, un lugar o un momento «indicado», ya que no hubo un momento determinado que marcase —entonces, no ahora— su comienzo. A pesar de todo hubo un período en el cual todo el mundo hablaba de «ello» y sabíamos que hasta poco antes no lo habíamos hecho. Un ingrediente distinto había aparecido en nuestras vidas.
Tal vez habría sido mejor comenzar esta crónica intentando describir de forma completa este «ello». ¿Es posible, no obstante, escribir la crónica de cualquier cosa sin que este «ello», bajo una u otra forma, sea el principal tema? Tal vez, el «ello» sea verdaderamente el tema de toda la literatura y la historia, como una escritura con tinta invisible entre líneas, que surge con nítidos contornos negros para atenuar las viejas líneas impresas que conocíamos tan bien, de la misma manera que la vida, personal o bien pública, se desarrolla de pronto para hacernos presenciar algo que nunca habríamos creído posible; vemos el «ello» como el fondo agitado de los hechos, de la experiencia… Muy bien, entonces, ¿qué era «ello»?… Estoy segura de que desde que existieron hombres en la tierra se ha hablado del «ello», precisamente en estos términos, en épocas de crisis, puesto que es en la crisis donde el «ello» se vuelve visible y nuestra soberbia se derrumba frente a su fuerza. «Ello» es, en efecto, una fuerza, un poder, que toma la forma de terremoto, de cometa aparecido de pronto, cuya malignidad se aproxima cada vez más, noche tras noche, deformando todas las ideas mediante el temor… «ello» puede ser, ha sido, la peste, la guerra, la alteración del clima, la tiranía que deforma la mente de los hombres, el salvajismo de una religión.
«Ello», en resumen, es la palabra que describe la ignorancia impotente, o bien la conciencia impotente. ¿Será la palabra que describe lo inadecuado que es el hombre?
—¿Has oído algo nuevo sobre ello?
—Tal y Tal dijeron por último que ello…
Peor aún es cuando se llega a la etapa de «Has oído algo nuevo», cuando «ello» lo ha absorbido todo, y nadie se refiere a otra cosa cuando se pregunta qué mueve nuestro mundo. Ello. Solo ello, palabra mucho peor que «ellos», porque «ellos» al menos también son humanidad, pueden ser movidos, son impotentes, como nosotros.
«Ello» era, tal vez, en este punto de la historia sobre todo, la comprensión de que algo tocaba a su fin.
Doris Lessing. Memorias de una superviviente. Traducción de Mireia Bofill. Debolsillo.

viernes, 22 de junio de 2018

Memorias de una superviviente. Doris Lessing

Es un mundo de percepciones más que de certidumbres. El gobierno, la ley, la sociedad en su totalidad se han convertido en esbozos y gestos apenas entrevistos tras su derrumbe por algo desconocido —“ello”, una fuerza subterránea que se hace con la vida de la comunidad, destruyendo unos valores en apariencia arraigados con una potencia devastadora—. Sólo queda observar y sobrevivir. Y es lo que hace la narradora de estas memorias. Desde la ventana de su piso vigila la calle y ve pasar a grupos de hombres y mujeres que abandonan la ciudad y parten en busca de un refugio ante la caída del gobierno. Grupos que se asemejan a salvajes que adoran a un dios extraño y sangriento, que se han desprendido de todo aquello que los definía años atrás y han vuelto a un primitivismo olvidado. La narradora, una mujer madura testigo de los avances del caos, el abandono y la violencia en la ciudad, aún conserva recuerdos de una época distinta donde nada hacía prever el trastorno actual. Mira a través de la ventana, y ese gesto inocente la lleva a la inmovilidad, a describir aquello que se despliega ante ella pero sin darse realmente cuenta de la inercia y la peligrosidad de los cambios de una ciudad y una sociedad que se colapsan. Sólo la llegada de una niña de doce años a su apartamento y sus incursiones en un mundo onírico dentro de la pared del salón, poblado de habitaciones, familias desconocidas e imágenes añejas, rompen con su vigilancia de la anarquía y el salvajismo del otro lado de la ventana.

Hasta aquí un intento de reseña.

Lessing crea una obra perturbadora y hermosa en Memorias de una superviviente. Muestra el final de una comunidad, un apocalipsis del que desconocemos su inicio y del que sólo vemos las consecuencias: ruina, salvajismo y abandono. Todo aquello que definía a la comunidad, el gobierno, las leyes, las reglas sociales, aparecen apagados, apenas sombras que desaparecen poco a poco hasta que el caos se hace con la ciudad. Niños salvajes que viven en el metro y con un lenguaje compuesto de gruñidos en un regreso simbólico a las cuevas prehistóricas, edificios que se agrietan y arruinan lentamente, rumores que sustituyen a los canales de noticias, la humanidad que huye mientras la naturaleza recupera su lugar entre el cemento. No sabemos nada del colapso y aún así lo sentimos posible, una amenaza real, un primer gesto que se convierte en inercia y que acaba en el caos y el desorden. Hay palabras que pierden su significado: familia, burocracia, política, el lenguaje se degrada y los habitantes de la ciudad se escudan en la esperanza, vacua e inmadura, de que todo volverá a ser como antes de manera milagrosa. La narradora habla de aquella época de anarquía, la suponemos en un presente donde todo aquello pasó, donde hay una salvación o, al menos, un refugio. Pero sólo es una intuición, no una certeza. La voz que le otorga Lessing a esta mujer/testigo es profunda, inteligente, sorprendida. Y conmovida. A través de la ventana de su piso ve los cambios sin asumirlos (o sin saber cómo hacerlo), se pregunta si las migraciones al norte tendrán algún sentido, ya que nadie ha vuelto para decir qué hay allí, es la observadora inmóvil por la curiosidad, por descubrir cuál será el siguiente paso, qué será lo próximo que se apague. Pero no es este caos el que mueve a la narradora, sino la llegada de una niña de doce años de la que se hace cargo y sus incursiones dentro de la pared del salón, donde asiste a un mundo fértil compuesto por otras habitaciones, jardines y tiempos. Entonces, Lessing despliega una historia política, social y feminista. Es Emily, la niña de doce años, la protagonista de esta historia, su madurez temprana y la mujer en la que se convierte de manera prematura. La narradora se adentra en el mundo irreal tras la pared poblado por docenas de habitaciones desconocidas, ve la infancia de Emily junto a sus padres y hermano y los roles familiares enraizados en la cultura pasada y lo compara con la nueva época donde la burocracia, el orden, las viejas costumbres y el gobierno son líneas difusas. Emily pasa de la niñez a la edad adulta en apenas unos meses, tendrá el papel de madre y cuidadora, se enamorará de un muchacho que aspira a liderar y salvar a los niños salvajes del metro, se sentirá fatigada, sufrirá por un amor que “no era una puerta hacia nada, sino una puerta en sí misma” y tomará conciencia de una nueva naturaleza. Emily, la niña que llora como mujer (“que es como decir que la tierra está sangrando”), que se considera “fuente”, como la define la narradora, porque así la ven los hombres y los muchachos, que vive en los nuevos tiempos sin recordar aquellos años lejanos de bienestar y que asume el dolor atávico de las mujeres . Lessing consigue equilibrar el lenguaje poético de las incursiones tras la pared blanca de la narradora, donde cada paso está teñido de imágenes oníricas, con el tono reflexivo de una mujer que ve el mundo derrumbarse sobre sus cimientos y se pregunta por lo ocurrido, los cambios que están trasformando una comunidad y qué se puede esperar de esos cambios, su mirada certera y crítica hacia los años de pretendida prosperidad y las reflexiones sobre cómo reanudar la sociedad y la política tras el caos y transformarlas en una luz que alumbre un nuevo camino. Memorias de una superviviente, una novela política, revolucionaria, apocalíptica, surrealista.

Una última idea: la tentación de unir lecturas e iniciar una línea que empezase en Memorias de una superviviente y continuase por El muro de Marlen Haushofer y El cuento de la criada de Margaret Atwood, tres escritoras que imaginan el fin de una época de manera reflexiva y aguda, y donde lo importante es el papel de la mujer tanto en el mundo extinto como en el nuevo mundo. Mujeres que narran los cambios brutales e inesperados de una comunidad a través de sus diarios o sus memorias y hablan de una regresión a un pasado brutal, como Lessing o Atwood, o imaginan una reentrada en el paraíso (vallado con un muro invisible), donde la mujer se convierte en una solitaria Eva capaz de hacer suyo un mundo, en un inicio, inhóspito. Tres voces lúcidas, impetuosas e inteligentes.







Emily, con los ojos cerrados, las manos sobre los muslos, se meció hacia atrás y hacia delante y de un lado a otro, y lloró como llora una mujer, lo que es como decir que la tierra está sangrando. Estuve a punto de decir «como si la tierra hubiese decidido llorar a su antojo», pero esto restaría eficacia al hecho. Al escucharla, no podía hacer menos, sin duda, que rendir homenaje a la cualidad profunda del llanto de una mujer adulta cuando llora.
Quién más es capaz de llorar así. La mujer de edad, no. Las lágrimas de la anciana pueden ser dolorosas, pueden ser abyectas, tan terribles como podamos imaginar. Sin embargo, son lágrimas en las que la experiencia impide clamar pidiendo justicia, pues han aprendido demasiado y carecen de esa calidad abismal que recuerda un desangramiento. Un niño pequeño puede llorar como si toda la angustia y soledad del universo le pertenecieran exclusivamente, mas no es el dolor del llanto de una mujer lo que importa, no, es lo definitivo de esa aceptación de un mal. Allí estaba, como en aquel momento y como estaría siempre en el futuro, con los ojos cerrados, de los que caían lentamente las lágrimas, el cuerpo que se movía con lentitud, el pesar… el acto del duelo, eso es. Se ha enfrentado a un enemigo, se ha trabado lucha con él, pero se ha perdido una batalla, todo se ha derrumbado, todo se ha agotado, no queda nada, no cabe esperar nada… sí, a pesar mío, todo lo que escribo en este instante bordea la farsa, se oye con frecuencia una carcajada que es tan intolerable como las lágrimas. Seguí sentada mientras contemplaba a Emily, la mujer eterna, en su tarea de llorar. Hubiera querido poder alejarme, sabía que no tenía importancia alguna para ella que yo estuviese allí o no. Hubiera querido darle algo, reconfortarla, ofrecerle unos brazos abiertos, o… ¿una buena taza de té? (a su debido tiempo se la ofrecería). No, debía escuchar. Escuchar ese pesar, esa expresión de lo intolerable. «Qué cosa en el mundo —se habría preguntado quien la observara en aquel momento, marido, amante, madre, amigo, aun alguien que en un momento determinado hubiese llorado esas mismas lágrimas, pero en particular, desde luego, un marido o un amante— ¿qué puedes haber esperado de mí, de la vida, por Dios, que ahora lloras así? ¿No ves que es imposible, que eres imposible, que nadie podría haber recibido promesas suficientes como para justificar, siquiera, tales lágrimas… no lo ves?» Pero es inútil. Los ojos ciegos miran a través de uno, están viendo un enemigo ancestral que no es, gracias a Dios, uno mismo. No, es la vida, el azar, o el destino, una fuerza de este tipo, que ha golpeado a la mujer en lo más profundo del corazón, y allí permanecerá sentada siempre, balanceándose en su dolor arcaico y terrible, y los sollozos que desgarran su ser son uno de los pilares sobre los que debe descansar todo. Nada menos podría justificarlos.

( ... )

Estaba viendo a una mujer madura, una mujer que lo ha recibido todo hasta sentirse colmada, pero de quien se sigue pidiendo, exigiendo, a quien se sigue persuadiendo para que dé. Semejante mujer es en verdad generosa, sus fuentes y reservas están siempre repletas y siempre dispuestas a dar. Ama… sí, pero en alguna parte de su interior hay una inmensa fatiga. Lo ha conocido todo y no quiere nada más… pero ¿qué puede hacer? Se reconoce —los ojos de los hombres y de los muchachos se lo dicen— como fuente. Si no puede ser esto, no es nada. Por ello todavía piensa, porque todavía no se ha despojado de esa ilusión. Da, da, pero con el cansancio contenido y controlado… Por ello seguía acariciando la cabeza de Hugo, haciéndole el amor a sus orejas, murmurando palabras afectuosas pero sin sentido. Por encima de la cabeza de Hugo, la mirada de Emily se cruzó con la mía. Eran los ojos de una mujer madura, de unos treinta y cinco o cuarenta años… Nunca sufriría voluntariamente lo que había sufrido ya. Como la mujer de nuestra civilización extinguida, conoció el amor como una fiebre que era necesario sufrir, pasar. «Enamorarse», enfermedad que había que pasar, una trampa que podía llevarla a traicionar su propia naturaleza, su sentido común, sus verdaderas aspiraciones. No era una puerta hacia nada, sino una puerta en sí misma; como no era tampoco una norma para la existencia, era un estado, una condición, suficiente en sí misma, casi independiente de su objetivo… «estar enamorada». Si hubiese hablado de ello, lo habría hecho en términos semejantes a los que he utilizado. El hecho es que no deseaba hablar. Brotaba de ella la fatiga, la disposición a dar si era absolutamente necesario, a dar, pero sin convicción. Gerald, a quien había adorado, su «primer amor» acorde con la tradición, a quien había esperado, por quien había sufrido, pasado noches sin sueño, Gerald, su amante, ahora la necesitaba y la deseaba, por haber vivido ya el ciclo de sus propias necesidades; pero ella no tenía ahora la energía para levantarse y salir a su encuentro.
Doris Lessing. Memorias de una superviviente. Traducción de Mireia Bofill. Debolsillo.