Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

domingo, 31 de enero de 2016

Emily Dickinson en El viento comenzó a mecer la hierba



135

El agua se aprende por la sed;
la tierra, por los océanos atravesados;
el éxtasis, por la agonía.
La paz se revela por las batallas;
el amor, por el recuerdo de los que se fueron;
los pájaros, por la nieve.


Water, is taught by thirst.
Land — by the Oceans passed.
Transport — by throe —
Peace — by its battles told —
Love, by Memorial Mold —
Birds, by the Snow.

***


169

Mirar en la cajita de ébano, con devoción,
cuando los años han pasado,
sacudiendo el aterciopelado polvo
que los veranos han posado.

Levantar una carta hacia la luz,
oscurecida ahora, con el tiempo;
repasar las palabras desvaídas que,
como el vino, un día nos alegraron.

Tal vez, encontrar entre sus cajoncillos
la arrugada mejilla de una flor,
recogida hace mucho, una mañana,
por una galante mano desaparecida.

Un rizo, quizás, de frentes
que nuestra constancia olvidó;
tal vez, un antiguo adorno
de una moda que ya pasó.

Y después, dejarlos reposar de nuevo,
y olvidarnos de ellos,
como si la cajita de ébano
no fuera asunto nuestro.


In Ebon Box, when years have flown
To reverently peer,
Wiping away the velvet dust
Summers have sprinkled there!


To hold a letter to the light —
Grown Tawny now, with time —
To con the faded syllables
That quickened us like Wine!

Perhaps a Flower's shrivelled check
Among its stores to find —
Plucked far away, some morning —
By gallant — mouldering hand!

A curl, perhaps, from foreheads
Our Constancy forgot —
Perhaps, an Antique trinket —
In vanished fashions set!

And then to lay them quiet back —
And go about its care —
As if the little Ebon Box
Were none of our affair!


***


298

No puedo estar sola,
pues me visitan multitudes;
incontables visitantes
que irrumpen en mi cuarto.

No tienen ropas, ni nombres,
ni tiempo, ni país;
tienen casas compartidas,
como los gnomos.

Su llegada puede ser anunciada
por mensajeros, en lo interior;
su partida, no,
pues nunca se marchan.


Alone, I cannot be —
For Hosts — do visit me —
Recordless Company —
Who baffle Key —

They have no Robes, nor Names —
No Almanacs — nor Climes —
But general Homes
Like Gnomes —

Their Coming, may be known
By Couriers within —
Their going — is not —
For they've never gone —


***


335

No es que morir nos duela tanto.
Es vivir lo que más nos duele.
Pero el morir es algo diferente,
un algo detrás de la puerta.

La costumbre del pájaro de ir al Sur
-antes que los hielos lleguen
acepta una mejor latitud-.
Nosotros somos los pájaros que se quedan.

Los temblorosos, rondando la puerta del granjero,
mendigando su ocasional migaja
hasta que las compasivas nieves
convencen a nuestras plumas para ir a casa.


'Tis not that Dying hurts us so —
'Tis Living — hurts us more —
But Dying — is a different way —
A Kind behind the Door —

The Southern Custom — of the Bird —
That ere the Frosts are due —
Accepts a better Latitude —
We — are the Birds — that stay.

The Shrivers round Farmers' doors —
For whose reluctant Crumb —
We stipulate — till pitying Snows
Persuade our Feathers Home.


***


404

¡Cuántas flores mueren en el bosque
o se marchitan en la colina
sin el privilegio de saber
que son hermosas!

¡Cuántas entregan su anónima semilla
a una brisa cualquiera,
ignorantes del cargamento escarlata
que a otros ojos lleva!


How many Flowers fail in Wood —
Or perish from the Hill —
Without the privilege to know
That they are Beautiful —

How many cast a nameless Pod
Upon the nearest Breeze —
Unconscious of the Scarlet Freight —
It bear to Other Eyes —


***


670

No es necesario ser una habitación
para estar embrujada,
no es necesario ser una casa.
El cerebro tiene pasillos más grandes
que los pasillos reales.

Es mucho más seguro encontrarse a medianoche
con un fantasma exterior
que toparse con ese gélido huésped,
el fantasma interior.

Más seguro correr por una abadía
perseguida por las sepulturas
que, sin luna, encontrarse a una misma
en un lugar solitario.

Nosotros tras nosotros mismos escondidos,
lo que nos produce más horror.
Sería menos terrible
un asesino en nuestra habitación.

El prudente coge un revólver
y empuja la puerta,
sin percatarse de un espectro superior
que está más cerca.


One need not be a Chamber — to be Haunted —
One need not be a House —
The Brain has Corridors — surpassing
Material Place —

Far safer, of a Midnight Meeting
External Ghost
Than its interior Confronting —
That Cooler Host.

Far safer, through an Abbey gallop,
The Stones a'chase —
Than Unarmed, one's a'self encounter —
In lonesome Place —

Ourself behind ourself, concealed —
Should startle most —
Assassin hid in our Apartment
Be Horror's least.

The Body — borrows a Revolver —
He bolts the Door —
O'erlooking a superior spectre —
Or More —


***


791

Dios dio un pan a cada pájaro,
pero solo una migaja a mí.
No me atrevo a comerla,
aunque perezca.

Tenerla, tocarla,
es mi doloroso placer.
Confirmar la hazaña que hizo mío el pedacito.
Demasiado feliz, en mi suerte de gorrión,
para codicia mayor.

Puede haber hambruna en torno mío
que yo no perderé una miguita siquiera.
Tan espléndida mi mesa resplandece.
Tan hermoso mi granero se muestra.

Me pregunto cómo se sentirán los ricos,
los maharajás, los condes. Yo creo
que, con solo una migaja,
soy soberana de todos ellos.


God gave a Loaf to every Bird —
But just a Crumb — to Me —
I dare not eat it — tho' I starve —
My poignant luxury —

To own it — touch it —
Prove the feat — that made the Pellet mine —
Too happy — for my Sparrow's chance —
For Ampler Coveting —

It might be Famine — all around —
I could not miss an Ear —
Such Plenty smiles upon my Board —
My Garner shows so fair —

I wonder how the Rich — may feel —
An Indiaman — An Earl —
I deem that I — with but a Crumb —
Am Sovereign of them all —
Emily Dickinson. El viento comenzó a mecer la hierba. Traducción de Enrique Goicolea. Ilustraciones de Kike de la Rubia. Nørdica libros.

jueves, 28 de enero de 2016

Tzili, la historia de una vida. Aharon Appelfeld

Tzili es una muchacha tranquila, la menor en una numerosa familia judía. Su padre enfermo, su madre dueña de una tienda, sus hermanos estudiosos, Tzili, sin mano para los estudios y relegada a los trabajos caseros, vive al margen de su familia, una especie de sombra dentro de la casa, sólo un viejo maestro le enseña algo de su religión y le hace repetir una oración que recuerda que el hombre es polvo y ceniza. Cuando empiezan las primeras escaramuzas de la guerra, la familia huye y deja atrás a su hija pequeña. Y Tzili, sola, deambulará por un paraje de ensueño, cruzará bosques y estaciones, se encontrará con campesinos hostiles, tendrá hambre, sueño, visiones, sufrirá vejaciones y amenazas, Tzili que intentará sobrevivir y entender el nuevo mundo que le rodea, que buscará un refugio donde pasar el invierno y saldrá en primavera a la luz y los campos, que conocerá el miedo y el amor, la guerra como algo lejano e invisible que afecta a cada paso que da, y se unirá los refugiados que vuelven de los campos de concentración y de sus escondrijos y se tumban en la hierba y juegan a las cartas después del horror y escuchan una palabra, Palestina, que es esperanza y dudas.

Hay elementos comunes entre Tzili, la historia de una vida, y Flores de sombra, un niño como protagonista, la familia desaparecida, las visiones y el peregrinaje por bosques y parajes adversos, el holocausto como algo lejano, invisible y amenazador, la escritura sencilla y directa de Appelfeld, sin  ambages ni experimentos, una escritura a veces lineal y sin sorpresas que se sucede de manera pausada. En Tzili, Appelfeld parece contar un cuento, una historia lejana, una muchacha, un bosque, los monstruos que la acechan, los pequeños instantes de calma y bondad, la supervivencia en medio del caos y el miedo. Tzili observa los ríos y los cambios en la luz de los días, se tumba en la nieve o en los campos de trigo, una comunión con la naturaleza. Y como la naturaleza, asiste a las diferentes estaciones, el frío de la guerra, los golpes y el abandono, la calidez de un amor inesperado, la espera de un tiempo mejor.

La pequeña Tzili deambula por bosques y campos, consigue borrar sus huellas y no parecer judía, se convierte en una muchacha que crece y aprende a sobrevivir, los campesinos una amenaza tan real como el hambre y el miedo. Tzili vive con antiguas prostitutas y campesinas en invierno, vuelve al bosque en el verano, conoce a Mark, un judío que se esconde en la montaña, un hombre que pelea contra sus fantasmas, cómo dejó atrás a su familia para escapar de la persecución nazi, un hombre destruido física y moralmente que ataca a los árboles y grita por la noche, que ve en Tzili primero una aparición y luego una mujer real, alguien en quien cobijarse y descansar. Es esta relación entre Tzili y Mark un punto interesante de la novela, dos supervivientes que se cruzan e intentan crear un refugio en el que resistir a la guerra y el pasado, la culpabilidad de Mark, la búsqueda de Tzili de provisiones, las rápidas conversaciones con los campesinos que le hablan del final de los judíos y cómo recupera las viejas palabras que había olvidado por la soledad y el abandono. Mark y Tzili un oasis.



–Dudaba de que fueras judía. ¿Qué has hecho para cambiar?
–Nada.
–¿Nada? Pero ¿qué dices? Yo no volveré a cambiar nunca. Soy demasiado mayor para cambiar y, a decir verdad, no sé si lo deseo. –Luego preguntó–: ¿Por qué callas?
Ella se estremeció con la pregunta. Había perdido las viejas palabras, las palabras familiares. Nunca había tenido un rico vocabulario, y los días pasados con los campesinos habían arrancado de su interior las raíces de las palabras. Ahora, aquel forastero le había devuelto el aroma de la casa, que más que asustarla la alteraba.


La novela avanza de manera pausada, como la escritura de Appelfeld, no hay cambios de ritmo ni tono, la historia avanza sin grandes cambios, es un cuento que habla de bosques y monstruos sólo que, al final, desaparecen bosques y monstruos y queda una masa gris que se dirige hacia el mar. Y es ahí, en la aparición de los supervivientes (de los campos de concentración o de los que estuvieron escondidos durante la guerra), donde encuentro la mejor parte del libro, los refugiados que salen de sus escondrijos y llenan los caminos, que intentan volver a la rutina tras el horror y buscan un lugar donde quedarse y Tzili que se une a ellos por inercia, refugiados que se tumban en la hierba y juegan a cartas y parecen hipnotizados, fuera del mundo, y se adivina el horror sufrido y lo difícil que es regresar a la vida.







El otoño se volvió más luminoso y un sol frío y puro brilló sobre su morada provisional. El ánimo turbio de Mark se despejó y dejó de maldecir. Realmente no abandonó la bebida, pero por aquellos días no le volvía irascible. A veces decía: «Se me ha olvidado lo que quería decir». Una débil sonrisa iluminaba su rostro sombrío. Asuntos lejanos, olvidados y dolorosos, seguían preocupándole, pero ya no de una forma tan lamentable como antes. Ahora hablaba con delicadeza de la necesidad de estudiar idiomas, de tener una profesión liberal y salir de provincias, pero ya no la reprendía.
Hablaba del próximo invierno como de una frontera y decía que al otro lado había esperanza. Tzili sentía que Mark estaba absorto en sí mismo. De cuando en cuando concluía: «Hay esperanza, la hay».
Aharon Appelfeld. Tzili, la historia de una vida. Traducción de Raquel García Lozano. Galaxia Gutenberg.

lunes, 25 de enero de 2016

La isla. Giani Stuparich

Un vapor se adentra en un archipiélago adriático (el mar convertido en un lago entre diferentes tierras) y se acerca a una de las islas. En su cubierta, un padre y un hijo miran tanto hacia la tierra en la que desembarcarán (las casas abandonadas y semiderruidas en lo alto del pueblo, el café y los pequeños pesqueros en el puerto), como lo que acaban de dejar atrás, la noticia de un cáncer terminal del padre y su deseo de volver al lugar donde nació en compañía de su hijo, una última mirada compartida al pasado, la tierra y la luz.

La isla es la vida y la espera de la muerte, es el encuentro con las raíces y con una parte desconocida dentro de nosotros, es un padre y un hijo que se rondan y se buscan e intentan asumir el final que está por llegar y encararlo de la mejor manera posible. Y, también, es la isla misma, una presencia que mezcla pasado y presente, pérdida y espera, recuerdos y reflexiones y una luz brillante, la isla erosionada por los vientos que acoge tanto ruinas como lugares secretos donde encontrar comunión y fuerza, miedo y ternura, la tierra a veces árida que recorren padre e hijo y que miran alrededor y encuentran rastros de su pasado y sombras, los últimos instantes compartidos, la sensación de un final y una pérdida, de algo que no sabemos cómo dejar.



Al llegar a la otra vertiente del istmo, lo embistió de golpe toda la potencia del viento, que no habría imaginado que fuera tan fuerte. Enseguida sintió la humedad de la sal en la boca y en toda la piel. Su mirada se perdió por la infinita extensión rizada de crestas espumeantes. Lo envolvió el sonoro alboroto de las olas que rompían contra la escollera. Dio algunos pasos y las salpicaduras del agua llegaron hasta él.
Qué contraste más inmediato entre la placidez del golfo, protegido por todas partes, que inducía a una abrigada pereza, y esta espalda expuesta a la omnipotencia del mar. Aquí se tenía una clara impresión de la tenaz y valiente sustancia de la que estaba hecha la isla: un puñado de tierra, en medio de la furia y de los caprichos de un elemento indomable, en constante peligro de que se agrietara, de que se le arrancara de su fondo y se la arrastrara alegremente como una osamenta porosa.


Stuparich da voz a ambos personajes, el punto de vista que cambia del padre enfermo y con una vitalidad inaudita y el hijo que deja su hogar en las montañas para volver al mar y la isla y ve el desgaste y cansancio en el cuerpo de su padre y se pregunta por la vejez y la muerte. Padre e hijo se buscan en sus días en la isla, van a pescar o se sientan en calas escondidas, duermen en habitaciones contiguas, se ven rodeados por una luz diferente, tan brillante que, por momentos, les impide ver el contorno de las cosas, están juntos y en silencio. Y, en ese silencio, los monólogos interiores donde decir al otro lo que sienten, fortuna, miedo, pérdida, amor, el padre un hombre sin sensación de hogar hasta que lo descubre en su hijo pequeño, el hijo que ve en su padre la libertad y la puerta abierta a la edad adulta. Entre ambos, la muerte como forma clara y cercana.

Lo mejor de La isla es el regreso de los dos personajes a una tierra que les es propia y la isla como un personaje más, las referencias al pasado compartido, los viajes del padre y sus ausencias primeras, el recuerdo alegre del abuelo, la corta vida de los marineros, el reencuentro con viejas presencias y la pérdida tangible del hijo (una pérdida casi del pasado, el padre y con él la isla). La escritura bascula entre la prosa poética algo rimbombante de las emociones de los personajes y de las descripciones con diálogos sencillos y naturales entre padre e hijo donde se recuerda y se celebra la vida.







Se sentía ligado a aquel hijo, que había descubierto como por casualidad: y era como si hubiera descubierto alguna cosa de sí mismo que desconocía.
Habían transcurrido muchos años desde entonces; su hijo era un niño cuando, en uno de sus fugaces retornos al hogar familiar, se encontró con él cara a cara. En una cocina muy grande, bajo una lámpara de petróleo fuliginosa, aquel niño con los ojos asustados y suplicantes le había sorprendido.
Hasta entonces había creído no estar ligado a nadie. En sus relaciones con la familia había imperado siempre una recíproca indiferencia. Como un marinero, por costumbre, volvía de vez en cuando, tras largos viajes, a casa, donde le parecía haber dejado algún que otro efecto personal, algún que otro recuerdo, pero nada que estuviera vivo, que fuera inseparable de él. Y un día se dio cuenta de que entre los ojos asustados y suplicantes de aquel niño y el fondo mismo de su alma había una corriente que ya no podía ignorar ni mucho menos cortar sin envilecer su más íntima esencia. Y entonces primero había cogido a aquel niño en sus entrañas y lo había tomado luego de la mano y le había enseñado a caminar por la vida.

***

Antes de ver, ahora ya con luz, por encima de la jaula del aparato, el rostro consumido de su padre, había experimentado un sentimiento de terror en las raíces: como una planta joven que pudiera advertir en sus raíces un deterioro mortal. En aquella suspensión del tiempo, fuera de las contingencias, había vivido con horror, en una lúcida parálisis de todo su ser, la muerte: en aquella pantalla había visto una parte de sí mismo.
Giani Stuparich. La isla. Traducción de J. A. González Sainz. Editorial Minúscula.