La muerte… ¿es un
naufragio?
He visto nacer y morir. He asistido a un enterramiento y a
un parto…
Y me ha parecido siempre que el que llega, llega como
forzado,
que alguien lo empuja por detrás, que lo echan a puntapiés y
puñetazos
de algún sitio y le arrojan aquí… que por eso aparece
llorando.
El comadrón le coge en el aire como un futbolista la pelota…
En cambio,
¿no es verdad que una tumba es una dulce puerta, una mampara
que nos abre en la tierra con cuidado
una mano cumplida y cortesana, una mano que nos indica
reverente: Por aquí, por aquí, pase usted
por aquí; en su despacho,
está el señor Presidente esperándolo?
Y hay hombres que
estuvieron con la puerta entreabierta para pasar y no pasaron;
hombres en agonía que estuvieron casi del otro lado,
hombres en agonía larga, como Lázaro.
Lázaro… también es un lagarto.
Le volvieron al llanto cuando huía, tirándole del rabo…
Porque tal vez nos salvan desde allá… y a los ahogados,
a los definitivamente ahogados,
desde la otra ribera les arrojan un cabo.
¿Se salvan los que mueren?... ¿La vida es un naufragio?
Éste es el reino,
amigos, de la interrogación y del lagarto.
***
Diré algo más de mi
patria
En el mapa de mi
sangre, España limita todavía:
Por el oriente, con la pasión,
al norte, con el orgullo,
al oeste, con el lago de los estoicos
y al sur, con unas ganas inmensas de dormir.
Geográficamente, sin embargo, ya no cae en la misma latitud.
Ahora:
mi patria está donde se encuentre aquel pájaro luminoso que
vivió hace ya tiempo en mi heredad.
Cuando yo nací ya no le oí cantar en mi huerto.
Y me fui en su busca, solo y callado por el mundo.
Donde vuelva a encontrarlo, encontraré mi patria porque allí
estará Dios.
Un día creí que este pájaro había vuelto a España y me entré
por mi huerto nativo otra vez.
Allí estaba en verdad, pero voló de nuevo
y me quedé solo otra vez y callado en el mundo,
mirando a todas partes y afilando mi oído.
Luego empecé a gritar… a cantar.
Y mi grito y mi verso no han sido más que una llamada otra
vez,
Otra vez un señuelo para dar con esta ave huidiza
Que me ha de decir dónde he de plantar la primera piedra de
mi patria perdida.
***
El poeta y el
filósofo
Yo no soy el filósofo.
El filósofo dice: Pienso… luego existo.
Yo digo: Lloro, grito, aúllo, blasfemo… luego existo.
Creo que la Filosofía arranca del primer juicio. La Poesía,
del primer lamento. No sé cuál fue la palabra primera que dijo el primer
filósofo del mundo. La que dijo el primer poeta fue: ¡Ay!
¡Ay!
Éste es el verso más antiguo que conocemos. La peregrinación
de este ¡Ay! por todas las vicisitudes de la historia, ha sido hasta hoy la
Poesía. Un día este ¡Ay! se organiza y santifica. Entonces nace el salmo. Del
salmo nace el templo. Y a la sombra del salmo ha estado viviendo el hombre
muchos siglos.
Ahora todo se ha roto en el mundo. Todo. Hasta las
herramientas del filósofo. Y el salmo ha enloquecido: se ha hecho llanto,
grito, aullido, blasfemia… y se ha arrojado de cabeza en el infierno. Aquí
están ahora los poetas. Aquí estoy yo por lo menos.
Éste es el itinerario de la Poesía por todos los caminos de
la Tierra. Creo que no es el mismo que el de la Filosofía. Por lo cual no podrá
decirse nunca: éste es un poeta filosófico.
Porque la diferencia esencial entre el poeta y el filósofo
no está, como se ha creído hasta ahora, en que el poeta hable con verbo
rítmico, cristalino y musical, y el filósofo con palabras abstrusas, opacas y
doctorales, sino en que el filósofo cree en la razón y el poeta en la locura.
El filósofo dice:
Para encontrar la verdad hay que organizar el cerebro.
Y el poeta:
Para encontrar la verdad hay que reventar el cerebro, hay
que hacerlo explotar. La verdad está más allá de la caja de música y del gran
fichero filosófico.
Cuando sentimos que se rompe el cerebro y se quiebra en
grito el salmo en la garganta, comenzamos a comprender. Un día averiguamos que
en nuestra casa no hay ventanas. Entonces abrimos un gran boquete en la pared y
nos escapamos a buscar la luz desnudos, locos y mudos, sin discurso y sin
canción.
Además, los poetas sabemos muy poco. Somos muy malos estudiantes, no somos
inteligentes, somos holgazanes, nos gusta mucho dormir y creemos que hay un
atajo escondido para llegar al saber.
Y en vez de meditar como el filósofo o de investigar como
los sabios, ponemos nuestros grandes problemas en el altar de los oráculos o
dejamos que los resuelva aleatoriamente una moneda de diez centavos.
Y decimos, por ejemplo: Puesto que no sé quién soy… que lo
decida la suerte.
¿Cara o cruz?
***
¿Cara o cruz? ¿Águila
o sol?
Filósofos,
para alumbrarnos, nosotros los poetas
quemamos hace tiempo
el azúcar de las viejas canciones con un poco de ron.
Y aún andamos colgados de la sombra.
Oíd,
gritan desde la torre sin vanos de la frente:
¿Quién soy yo?
¿Me he escapado de un sueño
o navego hacia un sueño?
¿Huí de la casa del Rey
o busco la casa del Rey?
¿Soy el príncipe esperado
o el príncipe muerto?
¿Se enrolla
O se desenrolla el film?
Este túnel
¿me trae o me lleva?
¿Me aguardan los gusanos
o los ángeles?
Mi vida está en el aire dando vueltas.
¡Miradla, filósofos, como una moneda que decide! ¿Cara o
cruz?
¿Quién quiere decirme quién soy?
¿Oísteis?
Es la nueva canción,
y la vieja canción,
¡nuestra pobre canción!
¿Quién soy yo?... ¿Águila o sol?
–Mirad. Perdí… Filósofos, perdí.
Yo no soy nadie.
Un hombre con un grito de estopa en la garganta
y una gota de asfalto en la retina.
Yo no soy nadie.
Y no obstante, estas manos, mis antenas de hormiga,
han ayudado a clavar la lanza en el costado del mundo
y detrás de la lupa de la luna hay un ojo que me ve como
a un microbio royendo el corazón de la Tierra.
Tengo ya cien mil años y hasta ahora no he encontrado
otro mástil más fuerte que el silencio y la sombra
donde colgar mi orgullo;
tengo ya cien mil años y mi nombre en el cielo se escribe
con lápiz.
El agua, por ejemplo, es más noble que yo.
Por eso las estrellas se duermen en el mar
y mi frente romántica es áspera y opaca.
Detrás de mi frente –filósofos, escuchad esto bien–,
detrás de mi frente hay un viejo dragón:
el sapo negro que saltó de la primera charca del mundo
y está aquí, aquí, aquí,
agazapado en mis sesos,
sin dejarme ver el Amor y la Justicia.
Yo no soy nadie, nadie.
Un hombre con un grito de estopa en la garganta
y una gota de asfalto en la retina… Yo no soy nadie,
filósofos…
Y éste es el solo parentesco que tengo con vosotros.
***
Tampoco soy el gran
loco
Ya no hay locos, amigos, ya no hay locos. Se murió aquel
manchego,
aquel estrafalario fantasma del desierto
y… ni en España hay locos. Todo el mundo está cuerdo,
terrible, monstruosamente cuerdo.
Escuchadme, loqueros:
El sapo iscariote y ladrón en la silla del juez repartiendo
castigos y premios,
en nombre de Cristo, con la efigie de Cristo prendida del
pecho,
y el hombre aquí, de pie, firme, erguido, sereno,
con el pulso normal, con la lengua en silencio,
los ojos en sus cuencas y en su lugar los huesos…
El sapo iscariote ladrón repartiendo castigos y premios,
y yo, callado aquí, callado, impasible, cuerdo…
¡cuerdo! sin que se me quiebre el mecanismo del cerebro.
¿Cuándo se pierde el juicio? (yo pregunto, loqueros)
¿Cuándo enloquece el hombre? ¿Cuándo, cuándo es cuando se
enuncian los conceptos absurdos y blasfemos
y se hacen unos gestos sin sentido, monstruosos y obscenos?
¿Cuándo es cuando se dice por ejemplo:
No es verdad, Dios no ha puesto
al hombre aquí en la Tierra, bajo la luz y la ley del
universo;
el hombre es un insecto
que vive en las partes pestilentes y rojas del mono y del
camello?
¿Cuándo si no es ahora (yo pregunto, loqueros),
cuándo es cuando se paran los ojos y se quedan abiertos,
inmensamente abiertos,
sin que puedan cerrarlos ni la llama ni el viento?
¿Cuándo es cuando se cambian las funciones del alma y los
resortes del cuerpo
y en vez de llanto no hay más que risas y baba en nuestro
gesto?
Si no es ahora, ahora que la Justicia vale menos,
infinitamente menos
que el orín de los perros;
si no es ahora, ahora que la Justicia tiene menos,
infinitamente menos,
categoría que el estiércol;
si no es ahora… ¿cuándo, cuándo se pierde el juicio?
Respondedme, loqueros,
¿cuándo se quiebra y salta roto en mil pedazos el mecanismo
del cerebro?
Ya no hay locos, amigos, ya no hay locos. Se murió aquel
manchego,
aquel estrafalario fantasma del desierto
y… ¡ni en España hay locos! ¡Todo el mundo está cuerdo,
terrible, monstruosamente cuerdo!...
¡Qué bien marcha el reloj! ¡Qué bien marcha el cerebro!,
este reloj, este cerebro —tic… tac, tic, tac…
es un reloj perfecto…m perfecto…, ¡perfecto!
***
La ventana
Diré algo más de la Poesía. Diré que la Poesía es una
ventana. La ventana. La única ventana de mi casa.
Por esta ventana irrumpe la luz e ilumina todo lo que yo
escribo en las paredes.
Y también entra el Viento. El Viento entra y sale por la
venta y un día se lo lleva todo: las paredes, las palabras escritas y este yo
que tiene una orgullosa cola de renacuajo y que también parece torpe y lento
gusano que camina movido por el hilo viscoso de su baba. Prefiero la metáfora
del gusano.
Diré entonces que este yo, el pronombre personal que he
escrito tantas veces en la paredes, es un gusano nada más.
Diré también que el viento es un gigante burlón que se lleva
los sueños, como los huevos de la perdiz y que los acuesta en lechos blandos y
propicios.
Y diré que la luz puede abrir las cajas fuertes de los
Bancos, derribar las presas, romper las cuerdas de los paquetes certificados y
hacer juegos asombrosos de prestidigitación.
Diré algo más de la luz. La luz puede ablandar y descerrajar
los sueños. ¿He dicho sueños o huevos? Porque un huevo es un sueño y un gusano
es un sueño que camina.
Yo sé además que entre el Viento y la luz hay ciertos
planes.
He oído decir que entre el Viento y la Luz pueden convertir
a un gusano en mariposa. Y ¿quién sabe lo que serán capaces de hacer algún día
con el hombre?...
Pero… ¡Silencio!... que no se entere la policía porque
podrían cerrarme la ventana.
***
Me voy porque la
Tierra y el Pan y la Luz ya no son míos
Volveré mañana en el corcel del Viento.
Volveré. Y cuando vuelva, vosotros os estaréis yendo:
Vosotros, los alcabaleros de la muerte, los centuriones en
acecho
bajo la gran ojiva de la puerta, los constructores de
ataúdes que al medir el cuerpo
amarillo de los que se van, con la cinta de metro y medio
de los alfayates, decís siempre: ¡Cómo crecen los muertos!
¡Oh, sí! Los muertos crecen. El último traje que se
hicieron,
al amortajarlos, ya les viene pequeño.
Crecen. Y apenas los entierran, rompen los tablones de pino
y los catafalcos de acero;
crecen después en la tumba, fuera de la caja, abren las
tierra como las semillas del centeno
y ya, bajo el sol y la lluvia, en el aire, sueltos,
y sin raíces, siguen y siguen creciendo.
Yo me voy a crecer con los muertos.
Volveré mañana en el corcel del Viento.
Volveré ¡y volveré crecido! Entonces vosotros que os
estaréis yendo
no me conoceréis. Mas cuando nos crucemos
en el puente, yo os diré con la mano:
¡Adiós, alcabaleros,
centuriones,
sepultureros!...
A crecer, a crecer,
a la tierra otra vez…
al agua,
al sol, al Viento… al Viento…
¡Otra vez al Viento!
León Felipe. Ganarás
la luz. Editorial Cátedra.
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