Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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jueves, 15 de febrero de 2024

En el sur de Indiana. Frank Bill

Decía Donald Ray Pollock que En el sur de Indiana era uno de los viajes más bestias dentro de un libro. Tenía razón. Al terminar el tercer relato, en un vagón de tren camino del trabajo antes del amanecer, tuve que parar aturdido por su intensidad y brutalidad. Esos tres primeros relatos enlazaban personajes e historias hasta completar los espacios en blanco de los primeros en el último de ellos: del ajuste de cuentas por un intento de robo del primer relato pasamos de un abuelo que vende a su nieta como prostituta en el segundo para terminar con la venganza de esta muchacha hacia un mundo atroz en el tercero —más adelante, en otro de los relatos, otra mujer será la que cumpla venganza, diez años después, de todo el dolor y la violencia sufridas en su niñez. Porque en estos relatos no hay olvido posible de lo que fuimos y vivimos. Porque los personajes parecen atados a una rueda funesta y a las leyes bíblicas del ojo por ojo y desoyen aquello de poner la otra mejilla. El perdón nos es una alternativa en estos relatos y personajes—. 

*

Todo lo horrible cristalizó, dice Frank Bill, y lo horrible son caras desfiguradas por armas de gran calibre; hombres cavando sus tumbas; una muchacha convertida en una luchadora sangrienta y primitiva, un anciano que huye, con los intestinos desgarrados, de su mujer —una enferma anclada a una bombona de oxígeno—; brutales peleas de perros clandestinas; tipos con mono de anfeta que dejan una estela de cuerpos mutilados y ex combatientes con estrés postraumático cortadores de orejas; padres maltratadores y adolescentes atracadores cuya violencia es de un ensañamiento y salvajismo inauditos; maridos que ejecutan a sus amantes por el deseo egoísta de no perder su rutina doméstica y maridos que buscan penitencia en un vagabundeo sempiterno tras claudicar y ayudar a morir a su mujer desahuciada. Puede parecer que estamos ante relatos de violencia gratuita. Y no. Lo que hace Frank Bill es hablar de un lugar, un ambiente y unos personajes que sobreviven en un mundo caótico y furioso y hacen lo que pueden con reglas ancestrales que rigen sus vidas. 

*

No hay un in crescendo en estos relatos, no hay un clímax final o una revelación que convierta el mundo en un lugar comprensible y nítido. Sí hay odio y terror y estremecimiento en las historias de Frank Bill (creo en lo que tiembla, que diría Isabel Bono), y seres de carne y hueso que usan la violencia o se encuentran  ante ella y les muestra la parte sombría o de superviviente de su alma —algunos no tienen escrúpulos y sólo buscan la propia salvación o desencadenan tal grado de violencia que sólo pueden ser vistos como seres degradados—. Pero unos pocos intentan resistir en ese ambiente duro e implacable. 
Uno de mis relatos favoritos, El viejo mecánico, comienza con los recuerdos de niñez de una madre, cuando su hermana y ella estaban ante el televisor, en silencio, mientras su padre apalizaba a su mujer. 

Pero, cuando el Mecánico pegaba a su mujer, los golpes hacían temblar la pared opuesta. El cuerpo de la mujer rebotaba de un tabique a otro como la bola de una máquina de pinball. No resonaban melodías electrónicas por un récord de puntuación. Tan solo las sofocantes peticiones de perdón de ella, sin ninguna piedad por respuesta. Salvajismo puro y duro. Y, con la puerta de la habitación de dos y medio por dos y medio cerrada como una caja, los golpes viajaban a través de los tabiques de pladur, llegaban al salón y lo infectaban. Allí, en un sofá tan desgastado como confortable, los ojos de dos chiquillas se mantenían fijos en la televisión en blanco y negro. Una televisión que decoraba un rincón con Tom y Jerry. Con la adicción a la violencia propia de los dibujos animados, exhibida como entretenimiento infantil. Los respectivos portazos en varias partes del cuerpo. Los platos destrozados en la cabeza del otro. Los mazos de madera al compás de los puñetazos en la habitación de enfrente. 
Era algo que el papel pintado, bonito y brillante, no podía ocultar. Tanta fealdad en el ambiente.

Con el tiempo, el padre desaparece de la ecuación. Hasta que reaparece como sombra en el día a día de la hija y le pide conocer a su nieto. Ha cambiado, dice la hermana. Y accede. Y en ese día juntos, el nieto aterrorizado por los recuerdos de niñez de su madre, asiste a la confesión de su abuelo: las palizas son el punto final del rencor, horror e inadaptación tras la guerra —de su incapacidad para hablar de toda la violencia experimentada día a día—. Bill no excusa los actos del viejo mecánico, sólo muestra el infierno que la guerra y el silencio hacen anidar en el corazón de un muchacho. 

—Lo único que puedo decir es que pagué con tu abuela mi rabia y mi resentimiento con la vida. No estuvo bien. Sufrió hasta que no pudo más. Fui incapaz de adaptarme a lo que había visto y hecho. Porque, cuando un hombre le quita la vida a otro, la culpa del recuerdo lo atormenta y vivirá para siempre en la oscuridad de los muertos.
El viejo mecánico dobla el cuello. Baja la cara hasta hundirla en las mismas manos que Frank teme. 
En la voz del Viejo Mecánico, todo ímpetu, toda autoridad han desaparecido.

*

Hace un mes de En el sur de Indiana. Y la sensación que me queda de estos relatos es la de estar ante una tormenta desplegándose ante tus narices en un atardecer invernal extrañamente cálido y pegajoso.



Diez años era tiempo suficiente para que los moratones curasen por fuera. No por dentro. Para que los nudillos se le aplanasen por no haber usado protector de manos ni guantes de boxeo. Para que las descamaciones se convirtiesen en cicatrices a causa de los golpes al saco verde militar que un hombre le había colgado a la chica de una viga polvorienta del sótano. Pero ahora esa chica estaba sentada en la oscuridad, mirando a través del parabrisas pringado de mosquitos hacia el edificio de chapa oxidada al otro lado de la carretera. Mientras, esos mismos nudillos comprobaron una vez más el cargador lleno de la Colt del calibre 45.
El hombre que colgó el saco verde militar era el mismo que la había criado. De pequeña le enseñó a cargar, apuntar y disparar un arma. El hombre le enseñó el acervo del Antiguo Testamento. Era algo a lo que la figura sentada a su lado en la oscuridad no había tenido acceso hasta aquella semana de finales de septiembre. Cuando la piel curtida y machacada por el sol del hombre que la había criado pasó a ser plástico derretido de una garrafa de leche. Después de que las heridas sanaran y le dieran el alta en el hospital, aún tendría una condena que cumplir.
La familia de ella lo perdió todo. Se mudaron con su tío abuelo. Pero, durante aquella semana, hubo hombres apaleados y desfigurados y otros que perdieron la vida. Y así empezó todo. Diez años atrás, con una agresión.
Frank Bill. En el sur de Indiana. Traducción de Ce Santiago. Malas tierras 

miércoles, 31 de enero de 2024

2023 en lecturas

Divido los libros en tres columnas sobre la mesa de la cocina. No elijo un orden concreto. No guardan relación entre sí. He elegido estos veinticinco libros entre mis estanterías como rastro de mi año lector. Hay literatura argentina y poesía gallega, hay diarios y relatos cortos, hay memorias en un psiquiátrico y memorias de un lector y sus lecturas, hay literatura oral y mundos febriles e irreales. 
A finales del pasado año, como un juego, hice una foto de estos libros ahora desperdigados por la mesa de la cocina y de los que he vuelto a releer al azar algunas de sus páginas. Elegí cinco de entre ellos como las mejores lecturas de dos mil veintitrés y una lista con los restantes libros como lecturas a recordar y, en un mundo imperfecto de tiempo circular, releer. Estos eran los cinco libros que sobresalieron sobre los demás

    • Cuerpo vítreo — Aurora Freijo Corbeira
    • El libro vacío/ Los años falsos — Josefina Vicens
    • La luna y las fogatas — Cesare Pavese
    • Aguamala — Nicola Pugliese
    • Diario de una soledad — May Sarton



*

En este mundo de aplicaciones que cuentan pasos y tiempo ante pantallas móviles y pulsaciones, yo sólo sumaría el tiempo dedicado a la lectura para saber cuántos días entre señales y huellas y  ficciones ajenas. Porque salgo de las páginas de un libro con cierta desorientación y despiste. Durante veinte minutos o dos horas he sido testigo de otra escritura y otra naturaleza, he abandonado mis sombras interiores para adentrarme en otras sombras, he debatido en silencio con escritores ya muertos o escritoras rebeldes sobre la inconsistencia de los recuerdos y el valor de la soledad, sobre el infierno propio, los miedos y las crueldades, sobre preguntarse por el ser y la muerte mientras sólo hay temblor; he leído a excombatientes cuyos recuerdos de guerra los convierten en seres ajenos a la comunidad y a un hombre que (d)escribe la vida cotidiana en un campo de prisioneros de manera humanista; he visitado la Jerusalén dividida entre distintas religiones y gestos ancestrales, los cronorrefugios para aquellos agotados y desilusionados por el presente, las calles bucarestinas donde subterráneos y estatuas gigantes y universos infinitos ubicados en las patas de un ácaro y las ruinas alemanas tras la segunda guerra mundial. He sido parte y estela. 

*

Este ha sido un año donde las editoriales modestas han ganado presencia en mis lecturas. Cada tarde de librería, ya buscara un título concreto o dejarme encontrar, los libros de altamerea, Malas tierras, Gallo Nero o Dirty Works (y tránsito, Pepitas de Calabaza, Chai, Automática y…) eran una promesa de algo inefable, de camino escondido. Apenas ha habido decepciones con los autores de estas editoriales y sí  colisiones vonnegutianas, hallazgos, lucha, discusión y asombro. He leído de tres en tres a May Sarton, Cărtărescu, Pavese, Gospódinov o los relatos cortos de Bonnie Jo Campbell donde las mujeres dejan sacar un mundo salvaje oculto y se cuestionan hasta dónde permitirán llegar su dolor, y he terminado cuatro de los libros de Chivite, una forma de ver las repeticiones, cadencias e intereses que habitan en otras escrituras. Olga Novo me ayudó a aquietarme en la mudanza de septiembre, cuando todo eran columnas de cajas y mochilas, y a descansar de la trilogía Cegador y sus mundos oníricos y turbados. Descubrí el humanismo de Guareschi en un campo de prisioneros —hay ternura y dolor y humor en sus páginas, y tristeza e inteligencia. En más de una página me he visto sonriendo (y, a la siguiente, el estupor ante el horror)— y el surrealismo de Pugliese y la voz poética y litúrgica de Gómez Arcos. Volví a la escritura fragmentada y rabiosa de Drndić en su estudio sobre la memoria y la culpa de nuestro último siglo y a la prosa despojada, dolorosa y bella de Aurora Freijo Corbeira. En sus relatos, Dubus parece hacer un tratado sobre la infelicidad personal y matrimonial, sobre nuestros miedos y vulnerabilidades, sobre expectativas que se apagan de a poco. Son tristes estos relatos, y duros y conmovedores. Y están tan bien escritos. El libro vacío fue una de las mayores sorpresas lectoras de los últimos años, un libro sobre un hombre que renuncia a escribir pero necesita escribir esa negación, dejar constancia de ella.

*

Me gustaría recordar cada una de mis sesenta y siete lecturas —y recordar es volver a pasar por el corazón—. O, al menos, los relatos de Maria Messina en sus Muchachas sicilianas, su lenguaje sencillo y profundo para detallar vidas al margen o vidas silenciadas y que me recordaron a aquellas mujeres gallegas con su sempiterno luto y su espera. O los reportajes de Dagerman en la Alemania de la posguerra, su afán por mostrar y ser testigo de la destrucción, la pobreza y el dolor de un pueblo derrotado —sin olvidar de dónde venía ese pueblo—. O el regreso imposible del narrador de La Luna y las fogatas a otro pueblo de la posguerra, en esta ocasión el italiano y la pregunta de Pavese sobre qué queda de nuestro pasado. O ese recorrido de Ayestarán a través de la Jerusalén de hoy y ayer, porque, como decía Heródoto, hay que ir a la causa primera para comprender los entresijos del presente. O al inolvidable Piotr Niewiadomski de La sal de la tierra, un hombre tierno y humilde que se ve desnortado ante una guerra que no entiende. O los parajes y personajes áridos y telúricos de Con otro sol de Angelino y Enero de Sara Gallardo, que da voz a una muchacha violada en el campo argentino. O las memorias de Bette Howland en un pabellón siquiátrico, donde se hace a un lado para observar a sus compañeros de pabellón y retratarlos con humanidad, comprensión y compasión. O la pregunta ¿cómo no temblar? en Cuerpo vítreo —y yo, como dice un verso de Isabel Bono, creo en lo que tiembla—, y la soledad y las despedidas y el abismo de la ceguera como alumbramiento de aquello que nos ocultamos. O las voces de veteranos de guerra en ese ejemplo de literatura oral que es Nam, donde asistí asombrado, una vez más, a la vida cercada de horror, las ideas confusas por las que se alistaron, la realidad inverosímil que les rodeaba y arraigó en su pecho, la violencia en el corazón de cada uno de ellos, el regreso al hogar convertidos en fantasmas o espíritus derrotados. O este poema de Leire Bilbao

Y TE PRONUNCIO

El significado de cada palabra 
contiene una interpretación subjetiva, 
una memoria lejana del edificio 
que sustenta la palabra: 
por eso articulo tu nombre 
tan descarnadamente como el día en que naciste para mí.

En el camino que me llevó a ti tragué 
piedras matorrales y clavos, 
y a pesar de atascárseme en la garganta 
te pronuncio 
desde el momento en que dejamos de ser uno. 

Te has convertido en un grito en la calle: 
en mi boca 
susurro de ríos secos, 
retumbar del silencio.

La naturaleza ha decidido por mí; 

nadie dirá tu nombre 
mejor que mi cuerpo.

*

Como en los últimos años, no me marco objetivos para un dos mil veinticuatro que empecé con Vonnegut, Kaurismaki, Shepard y Wenders. Tal vez adentrarme en la otra cara del mito de la frontera estadounidense y leer Las guerras apaches y Enterrad mi corazón en Wounded Knee. Tal vez las mil páginas de la Exégesis de Dick, un diario atormentado de cuando creía recibir mensajes del logos/universo a través de un rayo rosa que le hablaban de habitar una realidad ficticia y mecánica. Tal vez más poesía y ensayo. Tal vez.



    • La ventana inolvidable - Menchu Gutiérrez. Galaxia Gutenberg 
    • Muchachas sicilianas - Maria Messina. Trad. Raquel Olcoz. Altamarea ediciones 
    • Diario clandestino 1943-1945 - Giovannino Guareschi. Trad. Manuel Manzano. La fuga ediciones 
    • El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes - Tatiana Ţibuleac. Trad. Marian Ochoa de Eribe. Impedimenta 
    • Reflejos en un ojo dorado - Carson McCullers. Trad. María Campuzano. Austral 
    • Pájaro de celda - Kurt Vonnegut. Trad. José M. Álvarez y Ángela Pérez. Argos Vergara
    • El diablo en las colinas - Cesare Pavese. Trad. Víctor Olvina. Stirner 
    • ¡Vivir! - Yu Hua. Trad. Anne-Hélène Suárez Girard- Seix Barral
    • El comunista y la hija del comunista - Jane Lazarre. Trad. Blanca Gago. Las afueras
    • El hombre que cayó a la tierra - Walter Tevis. Trad. José María Aroca. Alfaguara
    • Otoño alemán - Stig Dagerman. Trad. José María Caba revisada por Jesús García Rodríguez. Pepitas de calabaza
    • Una infancia. Biografía de un lugar - Harry Crews. Trad. Javier Lucini. Acuarela & A. Machado 
    • El fondo del puerto - Joseph Mitchell. Trad. Álex Gibert. Anagrama 
    • El secreto de Joe Gould - Joseph Mitchell. Trad. Marcelo Cohen. Círculo de lectores (relectura)
    • El pabellón 3 - Bette Howland. Trad. Lucía Martínez Pardo. Tránsito 
    • Hotel Splendid - Marie Redonett. Trad. Rubén Martínez Giráldez. Malas Tierras 
    • Un hombre inútil - Sait Faik Abasıyanık. Trad. Mario Grande Esteban. Gallo Nero
    • La fortaleza - Mesa Selimović. Trad. Miguel Roán. Automática editorial
    • Enero - Sara Gallardo. Malas Tierras
    • La luna y las fogatas - Cesare Pavese. Trad. Carlos Clavería Laguarda. Altamarea Ediciones
    • Elogio del caminar - David Le Breton. Trad. Hugo Castignani. Siruela 
    • Aguas madres - Leire Bilbao. Trad. Ángel Erro. La Bella Varsovia 
    • El río del olvido - Julio Llamazares. Seix Barral 
    • Aguamala - Nicola Pugliese. Trad. José Moreno. Acantilado
    • El camino a Wigan Pier - George Orwell. Trad. María José Martín Pinto. Akal 
    • Jerusalén, santa y cautiva - Mikel Ayestarán. Península 
    • Mujeres y otros animales - Bonnie Jo Campbell. Trad. Tomás Cobos. Dirty Works 
    • Vuelos separados - Andre Dubus. Trad. David Paradela López. Gallo Nero 
    • Espacio vital - James Alan McPherson. Trad. Gemma Deza Guil. consonni 
    • Desguace americano - Bonnie Jo Campbell. Trad. Tomás Cobos. Dirty Works 
    • Cuerpo vítreo - Aurora Freijo Corbeira. Anagrama 
    • La muerte de Vivek Oji - Akwaeke Emezi. Trad. Arrate Hidalgo. consonni 
    • Madres, avisad a vuestras hijas - Bonnie Jo Campbell. Trad. Tomás Cobos. Dirty Works 
    • El libro vacío/Los años falsos - Josefina Vicens. Tránsito 
    • Diario de una soledad - May Sarton. Trad. Blanca Gago. Gallo Nero 
    • El libro del verano - Tove Jansson. Trad. Carmen Montes Cano. Minúscula 
    • La zona - Serguéi Dovlátov. Trad. Ana Alcorta y Moisés Ramírez. Ikusager 
    • Ferdy el viejo - Fernando Luis Chivite. Papeles mínimos 
    • Anhelo de raíces - May Sarton. Trad. Mercedes Fernández Cuesta. Gallo Nero 
    • La casa junto al mar - May Sarton. Trad. Blanca Gago. Gallo Nero 
    • Mi padre, el pornógrafo - Chris Offutt. Trad. Ce Santiago. Malas Tierras 
    • Las tempestálidas - Georgui Gospodínov. Trad. María Vútova y César Sánchez. Fulgencio Pimentel 
    • El Museo de la Rendición Incondicional - Dubravka Ugrešić. Trad. M.ª Ángeles Alonso y Dragana Bajić. Impedimenta 
    • Física de la tristeza - Georgui Gospodínov. Trad. María Vútova y Andrés Barba. Fulgencio Pimentel 
    • Novela natural - Georgui Gospodínov. Trad. María Vútova. Fulgencio Pimentel 
    • Sebas Yerri (Retrato de un suicida) - Fernando Luis Chivite. Pamiela 
    • El invernadero - Fernando Luis Chivite. Baile del sol 
    • El nombre del mundo - Denis Johnson. Trad. Rodrigo Fresán. Literatura Random House 
    • Cada cuervo en su noche - Fernando Luis Chivite. Pamiela 
    • Los náufragos de las Auckland - François Edouard Raynal. Trad. Pere Gil. Jus, libreros y editores 
    • La sal de la tierra - Józef Wittlin. Trad. Jerzy Sławomirski y Anna Rubió. Editorial Minúscula 
    • La filial - Serguéi Dovlátov. Trad. Tania Mikhelson y Alfonso Martínez Galilea. Fulgencio Pimentel 
    • El ala izquierda. Cegador I - Mircea Cărtărescu. Trad. Marian Ochoa de Eribe. Impedimenta Relectura
    • Felizidad - Olga Novo. Trad. Xoán Abeleira. Olifante ediciones de poesía 
    • El cuerpo. Cegador II - Mircea Cărtărescu. Trad. Marian Ochoa de Eribe. Impedimenta 
    • Diario de un peón - Thierry Metz. Trad. Vanesa García Cazorla. Editorial Periférica
    • El ala derecha. Cegador III - Mircea Cărtărescu. Trad. Marian Ochoa de Eribe. Impedimenta
    • Nam. La guerra de Vietnam en palabras de los hombres y mujeres que lucharon en ella - Mark Baker. Trad. Elena Masip y Darío M. Pereda. Contra editorial
    • La casa en la colina - Cesare Pavese. Trad. Carlos Clavería Laguarda. Altamarea 
    • ¿Hay alguien ahí? - Peter Orner. Trad. Damián Tullio. Chai editora 
    • Belladonna - Daša Drndić. Trad. Juan Cristóbal Díaz. Automática editorial 
    • Ana no - Agustín Gómez Arcos. Trad. Adoración Elvira Rodríguez. Cabaret Voltaire 
    • Sigo sin saber de ti - Peter Orner. Trad. Damián Tullio. Chai editora 
    • Kallocaína - Karin Boye. Trad. Carmen Montes. Gallo Nero 
    • Con otro sol - Diego Angelino. Malas tierras 
    • Todo está iluminado - Jonathan Safran Foer. Trad. Toni Hill. Debolsillo 
    • El país del humo - Sara Gallardo. Malas tierras 

domingo, 31 de diciembre de 2023

hoy mañana el primer ayer

Dice Bobin, amor, gozo, lentitud. Vonnegut sólo conoce una regla, maldita sea, hay que ser amables —Vonnegut también nos dice que hemos venido a hacer el ganso—. Y en noviembre de mil novecientos noventa y uno, una lectora anónima escribió en un libro de Banana Yoshimoto la siguiente frase en francés: escribe lo esencial en la arena. Podría ser un buen deseo para el nuevo año, amor, gozo, lentitud, amabilidad y escribir lo esencial en la arena.

*

Este año tiene como centro nuestra mudanza a una nueva casa —donde el ventanal triple de cinco metros, como aquel de Cărtărescu en Cegador, me permite seguir el cambio de luz sobre los tejados al

otro lado del río y el vuelo negro de los cormoranes al atardecer, la niebla y la escarcha desvaneciéndose tras la salida del sol, el cielo cambiante, mi mirada en silencio—. Aún quedan cuatro cajas por abrir. Libros, discos, figuritas —recuerdo el tiempo empaquetando mis libros y el tiempo aún mayor abriendo cada caja y rehaciendo mi biblioteca en esta casa, la sensación de caos y estar perdido inicial y este sentimiento presente de hogar—. Una mudanza también podría ser una buena metáfora de cambio de año. Nos llevamos parte de lo vivido e intentamos desechar lo molesto o agotador a un nuevo lugar del que desconocemos todo.

*


Esta mañana, mientras amanecía y llovía ahí fuera, terminé el libro de relatos El país del humo, de Sara Gallardo. Mi lectura número sesenta y siete. Durante un par de días anduve en paisajes con una mitología diferente, una especie de reverso del paraíso en el que tierra y animales tenían una voz propia, ajena a la humana, y los seres humanos se desvanecían como el humo de una hoguera —y en el que me reencontré, en un par de páginas, con mis días argentinos de lapachos, morochos y sulkys—. En uno de sus últimos relatos escribe Gallardo: Desde hoy todo es ayer. Podría ser una sentencia importante en este último día del año que nos recordase la fugacidad del tiempo y la locura y el vértigo de nuestras ansias, promesas y deseos —y todos los yoes dentro de nosotros desde el primer ayer—.

*

Ahora hace sol, ahí fuera, las aceras están secas de la lluvia matinal, las sombras se alargan y las nubes pasan —como nubes—, tengo unos seiscientos libros por empezar y más de mil por releer, la ausencia de mi padre seguirá siendo una presencia clara —sobre todo cuando me descubro replicando sus gestos y sus palabras y su humor— y el encogimiento gradual de mi madre seguirá abrigando en mí el deseo de cobijarla entre mis brazos. Quedan cajas por abrir, en nuestro nuevo hogar, en el nuevo año, hoy, mañana, ayer. 



lunes, 13 de marzo de 2023

Los lunes de Anay. Búnker...

Maravilloso, me dijo la librera cuando me vio con Hotel Splendid en la mano. Es la cadencia en la escritura, puntualizó. Me siento con el libro junto a la ventana de mi habitación. Ahí fuera, una carrera de patines y en los árboles la señal del viento. Dejo que entre la luz  en la habitación donde leo por primera vez a Redonnet —dejo que entre una voz que llega con frases cortas, distantes y austeras sobre un hotel en un pantano y la construcción de unas vías de ferrocarril y un cementerio anegado y tres hermanas (la brillantez pasada del hotel, la corrupción de los sueños de las hermanas y la negación de nuevos tiempos del pantano)—. Es una escritura cortante la de Redonnet, las frases cortas como cuchilladas. Me detengo cada pocas páginas para calibrar el mundo nuevo en derrumbe ante el que me encuentro. Hay un momento donde juego con el libro y lo inclino para buscar una línea diagonal que separe la página en mitades idénticas de luz y sombra —la sombra arranca en el inicio de la página e invade la luz hasta hacerse completa en el margen final—. Intento encontrar un significado a esa línea fronteriza de penumbra, como  intento ver significados en las sombras alargadas, perfectas y negras de los árboles sobre los edificios al atardecer o en los reflejos de las calles en ríos o las imágenes proyectadas fuera de las ventanas del tren, en el paisaje. Camino en la fina línea entre certeza e invención. 


Los lunes de Anay. Búnker…

"Mira tú qué gozada tenerte que aguantar"

                                                            CARMELO GUILLÉN ACOSTA


enhebrar, rebaja tras rebaja, una factura
de alquiler a medias, copagos,
transacciones médicas, hacer el amor
cuando la ansiedad lo permite.

ahora que hemos confirmado un estatus,
una pared donde asusta colgar diplomas,
una tragedia hilvanada con esquirlas
de animal antibiótico, potentes virutas,
    a veces nos miramos:
         te quiero
y casi parece una consigna soviética
o una declaración de impuestos.

                                               AZAHARA PALOMEQUE






Feliz lunes,

Un beso,

Anay