Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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lunes, 25 de julio de 2016

Mátalos suavemente. George V. Higgins

No es la historia, un robo a una timba de póquer y un ajuste de cuentas, ni los personajes, delincuentes, mafiosos, asesinos a sueldo, lo mejor de los bajos fondos, historia y personajes ya vistos en otras novelas y películas, son los diálogos los que te arrastran por la lectura de Mátalos suavemente, diálogos que más tarde imitaría Tarantino para sus películas y que son duros y directos, que tienen ironía, violencia y pesimismo, que hablan de Vietnam, golpes antiguos, los años de cárcel, la pulcritud en los atracos, recuerdos anodinos o los sueños fuera de los bajos fondos (planes utópicos e irreales de un puñado de personajes que se ven atrapados en la otra cara del sueño americano), diálogos que definen la acción y los personajes, que eliminan a un narrador omnisciente, que son la novela entera.

Como en Los amigos de Eddie Coyle, George V. Higgins lo fía todo a su sorprendente capacidad por construir diálogos memorables, apenas esboza las escenas, un par de frases donde colocar a los personajes, un garito, un motel, un coche aparcado en las afueras, o para remarcar sus palabras. Hay un robo a una timba y la posterior búsqueda de los autores. Higgins hace hablar a un puñado de personajes, los autores del golpe a la timba, perdedores que aceptan cualquier trabajo tras salir de la cárcel o sueñan con el golpe definitivo, algo con lo que salir del atolladero, el encargado de la timba, que timó años atrás al robarse a sí mismo, Cogan, un tipo pulcro y serio al que contratan para buscar a los autores del golpe y eliminarlos, o Mitch, un asesino a sueldo que se gasta su dinero en putas y alcohol en espera de volver a la cárcel. Y Dillon (personaje que ya aparecía en Los amigos de Eddie Coyle), un personaje que está ausente en la novela y nombrado por cada uno de los personajes, alguien a quien temer y de quien huir.

Mátalos suavemente muestra lo que se esconde bajo la apariencia de normalidad en Boston, en la América de los sueños posibles, seres como Dillon que imponen castigos a aquellos quienes se salen de la compleja ética de los bajos fondos, o como Frankie, un muchacho recién salido de la cárcel que quiere algo de dinero y acepta un golpe en apariencia sencillo para poder tener algo de dinero, o Cogan, el encargado de buscar a los culpables tras el golpe y que más parece un directivo o un hombre de negocios que alguien asociado al ambiente mafioso, hombres que se mueven en la sombra, que se reúnen en los suburbios o en bares, que planean el siguiente paso a dar mientras hablan de la familia, cómo dar el siguiente golpe, cómo poner tierra de por medio o de la infidelidad de su mujer mientras una prostituta se viste en la habitación de al lado.

Las novelas negras de Higgins son los diálogos ingeniosos y sarcásticos, los bajos fondos, los golpes y un sentido de justicia ajeno a la sociedad.








—Cuánto lo siento. Nos gusta que los clientes queden satisfechos.
—El también lo sentirá, cuando se lo diga. Tengo que decírselo.
—Dile lo que quieras, eres su abogado.
—Trattman lo culpa a él. No le he dicho nada a Trattman, claro, pero tú y yo sabemos que no estabas autorizado para pasarte tanto.
—Ya sabes cómo son los chicos: salen a hacer algo y se embalan. Cuando me enteré, llamé a Steve. Me dijo que Barry… Oye, Barry es un bestia ¿entiendes? Es un tipo muy duro. Esos tíos siempre van armados, joder. Siempre se están dando hostias o se meten en peleas y demás. Un tipo duro. Por eso trabaja para mí. Y Steve me contó que, bueno, estaban en ello y todo iba bien, pero de pronto Barry decidió… resulta que Barry está loco por su mujer. No se la puedes ni nombrar. No sé si esa tía es un ángel o qué, según él, sí. Pues bien, todo marcha bien, me cuenta Steve, pero entonces Barry decide que Trattman se ha tirado a su mujer. La mujer de Barry estuvo en casa de su madre, que vive no sé dónde, mientras Barry estaba en Maine metido en un marrón y no sé cómo coño le dio por ahí, ni Steve tampoco. Pero a Barry se le mete esa idea en la cabeza, que Trattman se ha follado a su mujer, y fue entonces cuando le rompió la mandíbula y las costillas. Barry lo pateó. «Y yo también tuve que darle», me dijo Steve. «Me acerqué demasiado y el muy cabrón me potó en los pantalones. Le dije que se fuera a tomar por culo».
—¿Eso es lo que se supone que tengo que decirle? Fui muy claro cuando hablé contigo. El me dijo que lo dejara todo bien claro. Mareadlo un poco, pero no le deis fuerte. Os dije que él no quería que os pasarais con Trattman.
—Oh, vamos. Claro que sí.
—Ya.
—Vosotros siempre estáis igual —dijo Cogan—. Eso ya lo sé. Vosotros, vosotros no sabéis ni cómo romper un huevo. Queréis que las cosas se hagan bien, sabéis lo que queréis, conocéis a los tíos que las harán y conseguís lo que buscabais, pero después siempre decís que no queríais que nadie hiciese esto o lo otro. No me vengas con historias, ¿vale? Ellos saben, saben muy bien quién es Steve. Saben lo que hacen él y Barry. Mierda, esos dos siempre se han movido por aquí, ¿no? Cuando Jimmy el Zorro se puso nervioso porque yo tenía trescientos locales y no quedaba nada para los buenos espaguetis como él, empezó a armar mucho ruido y yo le pasé cuarenta a Steve, sin más. Todos conocen a Steve. Saben lo que hace. El no se entera de nada, es solo un buen chico que corre por ahí y todos han utilizado sus servicios.
—La cuestión es que él no dio el visto bueno —dijo el conductor.
—Lo dio. Te dije quién iba a encargarse. Él lo sabe tan bien como yo. Steve saldrá a hacer lo que cree que tú quieres que haga. Tú le dices lo que quieres, Steve escucha, sale y hace lo que cree que quieres. Me importa un carajo lo que digas. Y sí, dio el visto bueno: te hizo llamar a Dillon y que me vieras. Conque corta el rollo. Además, ahora qué más da. Tenemos que cargarnos a Trattman y él lo sabe.

***

—¿Está limpio? ¿Lo estáis los dos? —preguntó Amato.
—Frankie, ¿te has metido algo? —dijo Russell.
—Cállate de una puta vez, Russell —dijo Frankie—. Sí, estoy limpio. Solo priva desde que salí. Y tampoco demasiada. Cerveza, casi siempre. Esperaba a cobrar para pasarme al whisky.
—Te van las pastillas —dijo Amato—. Te van las pastillas, te he visto, no lo olvides. En el talego te ponías ciego de nembutal.
—John, por allí corría el nembutal. No vi a nadie sirviendo cerveza. Yo solo cogí lo que había. No me he metido nada de eso desde que salí del trullo.
—¿Y él?
—Dios, yo no me metería nada, Ardilla —dijo Russell—. Hummm… a lo mejor unos litros de vino y un poco de hierba, puede que alguna que otra papela, una o dos veces, pero solo esnifo. No me estoy chutando nada. Voy a los scouts, ¿sabes? Allí te cachean antes de enseñarte a hacer nudos y demás.
—Jaco —dijo Amato a Frankie. Frankie se encogió de hombros—. Te digo que busques a alguien, que tengo un asunto y todo lo que hay que hacer es hacerlo y nos sacamos una buena tajada. Solo hay que buscar a dos tipos capaces de hacer algo muy fácil sin cagarla y esto es lo mejor que encuentras. Un yonqui de mierda. Y se supone que tengo que dejaros hacerlo sabiendo que lo joderéis todo, un trabajo que no volverá a presentarse ni en un millón de años. No quiero complicaciones por haber pillado a un tío que parecía legal pero luego dio el palo colocado hasta las cejas. Quiero el puto dinero. Eso es lo que quiero.
—Ardilla —dijo Russell—, cuando era crío me metía cheracol y nunca me pasó nada. Cuando curraba para el tío Sam, tuve que meterme en agujeros por él, ¿lo sabías? Me tiznaba la cara con carbón, me metía en el agujero con una 45 en la mano y un cuchillo en los dientes y bajaba a los túneles. Me metía en esos túneles de mierda todos los días. Si en el túnel no había nada, ese era un buen día. Los días no tan buenos, encontrabas una puta serpiente bien gorda o algo que quería comerte. Los días más bien malos, había un charlie flacucho que quería liquidarte. Los días malos del todo eran cuando el tipo lo conseguía o cuando había por ahí un cable que no veías, no te fijabas, conectado a algo que estallaba a toda hostia, o una puta estaca de bambú bien afilada y pringada de mierda vietnamita: si te la clavabas, pillabas una infección de la hostia.
»Yo no tuve días malos. Me pasé casi dos años metido en esos túneles y no tuve días malos. No me compré un montón de Mustangs ni enseñé a conducir a unos niñatos de mierda, pero tampoco tuve días malos.
»El asunto es, Ardilla, que entonces era imposible saber si ibas a tener un mal día, ¿comprendes? —siguió Russell—. Yo arrancaba, pensando que todo era una cuestión de huevos. Y no quiero ofenderte, pero siempre he tenido huevos. Y tampoco me parecía tan mal, porque si era una cuestión de huevos y yo tenía, ¿cuál era el problema? Pero un día vi que sacaban de los túneles a un par de tipos en carretilla y los metían en bolsas verdes. Y luego vi a otros dos que al salir ya no tenían huevos, ni polla tampoco, una cuestión de mala suerte, había sido un día de esos. El puto camuflaje de carbón no sirve de nada si te rajan. Las putas trampas de estacas lo atraviesan como si nada.
»Y eso me hace pensar. Pensar no se me da muy bien, pero eso me hace pensar y veo que estoy metido en la mierda y que no puedo hacer nada. Lo único que puedo hacer es tener huevos y suerte, pero yo solo entiendo de huevos. Lo importante es no tener días malos, pero no sé cómo montármelo. Conque sigo saliendo de los túneles, sé que al día siguiente tendré que volver a entrar y lo único que pienso es: un día menos. Nada más. Entonces empecé a fumar. Y ayudó.
»Luego me dio por fijarme en los otros. Los miro, yo sigo pensando, y veo que todos, la mayoría, como mínimo fuman. María. Le dan mucho a la hierba y se vuelven lentos. Yo aún controlaba, pero vi lo que me pasaría, vi lo que les estaba pasando a ellos. Yo fumaba poco y vi que ellos cuando empezaron, al principio, también habían fumado poco. Se te empiezan a olvidar las cosas. Eso es todo lo que quieres, olvidar, todo te importa un carajo, ¿entiendes? Muy raro. Y también algunos, los más viejos, privan de la hostia. Y se ponen muy enfermos. Muy chungo. Les tiemblan las manos, están agilipollados. Pero si te metes ahí abajo y te encuentras con un cable, un puto charlie o lo que sea, tendrás mucho tiempo para pensar o no tendrás nada de tiempo, nada. No puedes amuermarte.
»Así que probé el caballo. Algo hay que meterse. Me agencié unos polvitos blancos y lo que hacía era colocarme después, siempre después de salir del túnel. Yo no tenía que volver a meterme de noche. Al principio, esnifaba. Luego, un par de veces, lo otro, pero casi siempre esnifaba. Pero sí, me metía. Y me gustaba.
»Y sí, te hace sentir de puta madre pero tampoco arregla nada, cuando estás ahí abajo no te protege. Pero has entrado en el túnel y has vuelto a salir y tendrás que volver a entrar y no quieres pensar en eso, en que igual no vuelves a salir, en que volverás a entrar y habrás gastado toda tu suerte pensando. Por eso el jaco está muy bien. No te amuerma, solo te hace sentir bien, que era lo que yo quería. 
George V. Higgins. Mátalos suavemente. Traducción de Magdalena Palmer. Libros del Asteroide.

viernes, 1 de abril de 2016

notas sobre Los amigos de Eddie Coyle. George V. Higgins

Eddie Coyle no quiere ir a la cárcel. Coyle es un delincuente de poca monta, trapichea con armas, da información innecesaria a la policía, conoce a traficantes, mafiosos, asesinos a sueldo, esos amigos que menciona el título de la novela, se mueve por garitos y callejones de Boston y lleva marcados los nudillos por un asunto que salió mal. Coyle está asustado por su condena y busca a quién delatar entre sus “amigos”, una manera de evitar la cárcel, de seguir con sus trapicheos en la calle. Habla con traficantes, vende pistolas que serán usadas en varios atracos, da chivatazos a un agente de policía, se mueve de forma extraña y despierta las sospechas y las dudas en su entorno de amistades. Coyle agarrado a su única esperanza de librarse de unos años de encierro, su instinto que lo ayuda tanto como lo lleva a un destino del que no podrá librarse, un antihéroe que no busca la redención o una epifanía sino la calle y la supervivencia. Y es en esos días donde Coyle trapichea y decide qué hacer y a quién delatar donde se mueve la novela de Higgins, la tensión al seguir los pasos de Coyle, las líneas secundarias que se centran en atracos a bancos, encargos a asesinos a sueldo y las decisiones de los amigos de Coyle que lo conducen a un callejón sin salida. Eddie Coyle como un personaje de la calle en una lucha desigual, inútil.

***

Al final de Los amigos de Eddie Coyle, un abogado y un fiscal hablan sobre Jackie Brown un delincuente de veintisiete años, traficante de armas, la posibilidad de dejarlo libre si delata a sus clientes, el abogado cansado de tener que defender a la misma morralla y preguntándose cuándo se acabará esa mierda, el fiscal que responde que las cosas cambian cada día, algunos mueren y otros envejecen. Y es eso lo que muestra George V. Higgins, un mundo poblado de delincuentes de medio pelo, traficantes, soplones, mafiosos y atracadores sin un código de honor ni lealtad, como tampoco lo tienen abogados o policías, la frontera entre víctima y verdugo, entre delito y ley difuminada por un puñado de personajes que harán cualquier cosa por sacar tajada de sus negocios ilegales, cada uno de ellos prescindible, su ausencia ocupada por otro igual o peor que él.

***

En Los amigos de Eddie Coyle hay tensión, crudeza y escenas cortas y directas. La acción transcurre en garitos de mala muerte, coches detenidos en la calle, aparcamientos, los encuentros son rápidos, violentos, una venta de armas, una conversación privada con la policía, cada personaje que busca su beneficio sin importar a quién arrastra con sus decisiones, personajes fuera de límite, asesinos que se toman su trabajo como si fueran obreros, atracadores de gatillo fácil, policías que acosan y retuercen la realidad. No hay buenos ni malos en la novela de Higgins, todos se mueven por una fina línea gris.

***

Los diálogos de Higgins. De los mejores dentro de la novela negra. Ágiles, rudos, irónicos, retorcidos, inteligentes. Los diálogos que son la novela entera, que definen a los personajes y sus acciones, que te mantienen en vilo y te hacen pensar que Tarantino debió estudiar sus novelas para películas como Pulp Fiction o Reservoir Dogs, diálogos de supervivientes, de tipos sin entrañas, de policías que buscan una detención sin importar las consecuencias, de barmans que esconden una crueldad fría y metódica, diálogos escritos en estado de gracia, diálogos como estos…







El tipo mazas estaba sentado frente a Jackie Brown y dejaba que se le enfriara el café.
—No sé si esto me gusta —dijo—. No sé si me gusta comprar material del mismo lote que otra persona, porque no sé qué hará con él, ¿comprendes? Si otra persona compra pipas del mismo lote y eso causa problemas a mi gente, también me los causará a mí.
—Comprendo —dijo Jackie Brown.
La gente que salía temprano del trabajo aquella tarde de noviembre pasaba ante ellos con paso apresurado. El tullido vendía el Records, molestando a la gente con sus gritos desde la plataforma rodante.
—No lo comprendes de la misma manera que lo comprendo yo —dijo el mazas—. Tengo ciertas responsabilidades.
—Mira —dijo Jackie Brown—, te digo que lo comprendo. ¿Sabes cómo me llamo o no?
—Lo sé —replicó el mazas.
—Pues ya está —dijo Jackie Brown.
—De ya está, nada —dijo el mazas—. Ojalá me hubieran dado cinco centavos por cada vez que he sabido cómo se llamaba alguien, de veras. Mira esto. —El mazas extendió los dedos de la mano izquierda sobre la mesa de fórmica de motas doradas—. ¿Sabes qué es esto?
—Tu mano —le espetó Jackie Brown.
—Espero que examines las pistolas con más atención que esta mano —dijo el mazas—. Mírate la tuya, maldita sea.
Jackie Brown extendió los dedos de la mano izquierda.
—Sí —dijo.
—Cuenta cuántos nudillos tienes, joder —dijo el mazas.
—¿Todos? —preguntó Jackie Brown.
—Oh, Dios —exclamó el mazas—. Cuenta todos los que te dé la gana. Yo tengo cuatro más. Uno en cada dedo. ¿Sabes cómo me salieron? Compré material a un menda, del que también sabía cómo se llamaba, y el material fue rastreado y al tipo lo condenaron a entre quince y veinticinco años. Los cumple en la cárcel de Walpole, Massachusetts, y sigue allí, pero tenía amigos, y ellos me hicieron unos nudillos nuevos. Me metieron la mano en un cajón y, luego, uno de ellos cerró el cajón de una patada. Me dolió del carajo. No tienes idea de lo que me dolió.
—¡Jesús! —dijo Jackie Brown.
—Lo que hizo que me doliera más —dijo el mazas—, lo que empeoró el dolor, fue saber lo que iban a hacerme, ¿comprendes? Estás allí y ellos te dicen que has cabreado a alguien, que has cometido un gran error y que ahora hay alguien chupando talego por ello y que no es nada personal, entiéndelo, pero tiene que hacerse. Ahora pon la mano ahí. Y tú piensas en no hacerlo, ¿sabes? Cuando era pequeño, iba a la catequesis y la monja me decía «Pon la mano», y las primeras veces que lo hice me pegó en los nudillos con una regla de borde metálico. Como lo oyes. Conque un día, cuando me dijo «Pon la mano», yo le dije «No». Y entonces me pegó con esa regla en la cara. Pues esa vez igual, salvo que estos tíos no están cabreados, no se cabrean contigo, ¿entiendes? Son tipos a los que ves constantemente, tipos que a lo mejor te caen mal o que no te caen mal, con los que has tomado una copa o has salido a buscar tías. «Eh, Paulie, escucha, no es nada personal, ¿sabes? Has cometido un error. La mano. No quiero tener que pegarte un tiro, ¿vale?» Así que pones la mano, la que tú quieras, yo puse la izquierda porque soy diestro y porque, como ya he dicho, sabía lo que iba a pasar, y entonces ellos te ponen los dedos en el cajón y uno de los mendas lo cierra de una patada. ¿Has oído alguna vez el ruido que hacen los huesos cuando se rompen? Es como cuando alguien parte una tablilla. Duele del carajo.
—¡Jesús! —dijo Jackie Brown.
—Exacto —dijo el mazas—. Llevé escayola casi un mes. Y cuando el tiempo es húmedo, todavía me duele. No puedo doblar los dedos. Así que no me importa cómo te llames ni quién me lo haya dicho. Del otro tipo sabía el nombre y mis dedos no ganaron nada con eso, maldita sea. El nombre de uno no basta. A mí me pagan para que sea cuidadoso. Lo que quiero saber es, ¿qué ocurre si se le sigue el rastro a una de las otras pistolas de este lote? ¿Tendré que empezar a mirar precios de muletas? Esto es un trato serio, ¿sabes? No sé a quién le has vendido antes, pero el menda dice que tienes armas para vender y yo necesito armas. Lo que hago es protegerme, ser astuto. ¿Qué pasa si el hombre que tiene cuatro le da una a alguien para que mate a un policía, joder? ¿Tendré que largarme de la ciudad?
—No —respondió Jackie Brown.
—¿No? —repitió el mazas—. De acuerdo, espero que no te equivoques en eso. Voy corto de dedos. Y si tengo que largarme de la ciudad, amigo, tú tendrás que largarte de la ciudad. Eso lo entiendes. Me lo harán a mí y lo que te hagan a ti será peor. Eso ya lo sabes.

***

—Una de las primeras cosas que aprendí fue no preguntarle a un hombre por qué tiene prisa —respondió el mazas—. El tío dice que tiene prisa y yo ya le he dicho que puede confiar en mí porque tú me dijiste que podía confiar en ti. Ahora las cosas están saliendo de otra manera y uno de nosotros tendrá un problema serio. Y voy a decirte algo, chico —prosiguió el mazas—. Es otra cosa que te enseño: cuando uno de nosotros tenga un problema, ese serás tú. Con esto queda todo dicho.
—Escucha... —dijo Jackie Brown.
—Ni escucha ni nada —dijo el mazas—. Me estoy haciendo viejo. He pasado toda la vida sentado en un antro cutre tras otro con una pandilla de pringados como tú, bebiendo café, comiendo carne estofada y viendo a otros volar a Florida mientras yo me devano los sesos preguntándome cómo demonios pagaré al fontanero la semana próxima. He estado en el talego y lo he resistido, pero no puedo correr más riesgos. Tú puedes venirme con los cuentos que quieras, que si esto, que si lo otro y blablablá. Pero tú, tú todavía eres un chaval y vas por ahí diciendo «Bueno, yo soy un hombre, puedes confiar en lo que digo y lo tendrás. Sé lo que hago». Pues bien, chico, tú también vas a aprender algo y te aconsejo que lo aprendas ahora, porque cuando dices eso, cuando me haces salir solo ahí fuera porque me fío de lo que dices, será mejor que tú también respondas. Porque si dices que vas a cumplir, tendrás que cumplir de verdad, joder, porque si no cumples, se te quedará enganchada la polla en la cremallera de mala manera. Ahora no quiero que me vengas con mandangas ni palabrería. Quiero comprarte diez pistolas y tengo el dinero para pagarlas y las quiero para mañana por la tarde en el mismo sitio y yo estaré allí y tú estarás allí con las malditas pistolas. Porque si no estás, iré a buscarte y te encontraré, porque no seré el único que te busque y nosotros sabemos encontrar a la gente.

***

—Bien —replicó Dillon—, pues vuelve y dile que has hablado conmigo. El me conoce, sabe quién soy, dile: «Dillon se encargará, pero lo hará bien, lo hará de modo que no haya mil seiscientos tíos mirándolo cuando lo haga». Dile eso.
—Tendrás que ir con cuidado —dijo el hombre— o pondrán precio a tu cabeza.
—Puedes apostar el culo a que iré con cuidado —dijo Dillon—. Pido un precio justo. Cinco de los grandes por anticipado. Por cierto, ¿dónde están?
—Ahora no tengo el dinero —dijo el hombre—. Haz el trabajo y te lo daré.
—¡Vaya! —dijo Dillon—. Un coche grande y moderno de judío rico, un traje de cuatrocientos dólares, zapatos caros y todo lo demás, y quiere que trabaje para él a crédito. Déjame que te diga una cosa, monada. No va a ser así. Empiezo a preguntarme si realmente te envió el jefe. No lo he visto nunca trabajar así. Siempre es muy cuidadoso, hace las cosas como es debido. Nada que ver con esto. Él no es de esos que se dejan tomar una foto mientras echa una meada, con una mano en la polla y sujetándose los pantalones con la otra. ¿Qué coño pasa con vosotros, tíos? ¿Habéis perdido los papeles?
—Pero, escucha... —dijo el hombre.
—Ni escucha ni nada —dijo Dillon—. Si trato a un hombre con respeto, espero que él también me trate con un poco de respeto. El sabe cómo trabajo, lo que hago, y por eso me quiere a mí. Conmigo, hay que poner la pasta por delante. Si no hay dinero, no hago el trabajo. No acepto tarjetas de crédito de ninguna clase. Y ahora, haz una cosa. Ve a ver al jefe y le dices «Dillon lo está preparando todo, el coche, la pistola, todo. Lo tendrá todo dispuesto para actuar en cuanto tú aprietes el botón». Dile eso. Y no vuelvas a verme sin el dinero. Estoy dispuesto a hacer un favor a quien sea, pero también tengo que pensar en otras cosas. Hay maneras correctas y maneras incorrectas de actuar. A menos que quieras que detengan a Coyle o algo así. Eso podría hacerlo hoy mismo y gratis.
—No me tomes el pelo —dijo el hombre—, no me vengas con tonterías de que lo harás detener. Si llega el momento de que el jefe quiere dejar de serlo, ya te lo haremos saber. Tú ya sabes cómo manejar esos asuntos.
—Pues sí —replicó Dillon—. Y precisamente por eso me cuesta tanto entender qué carajo ocurre aquí. Me parece que aquí hay algo raro, no sé. Ya sabes dónde ponerte en contacto conmigo. Lo prepararé todo, pero no me moveré hasta que tenga la pasta, ¿entendido?
—Al jefe no le va a gustar —dijo el hombre.
—Ha sido él quien ha venido a buscarme —dijo Dillon—. Supongo que eso significa que quiere que haga algo, que lo haga yo. Me ha pedido que hiciera cosas difíciles y las he hecho y nadie ha salido herido salvo el tío que tenía que salir herido. En todo lo que he hecho, nadie ha terminado en la morgue, y no puedo decir lo mismo de algunos que conozco.
George V. Higgins. Los amigos de Eddie Coyle. Traducción de Montserrat Gurguí y Hernán Sabaté. Libros del Asteroide.