Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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lunes, 15 de mayo de 2017

tres apuntes sobre El banquete celestial. Donald Ray Pollock

1) Estamos en una época en la que confluyen un mundo en extinción, el salvaje oeste, y otro que nace, el mundo moderno de la primera guerra mundial, preludio de los locos años veinte, la gran depresión y la segunda guerra mundial. Los tres hermanos Jewett sueñan con el viejo oeste que retrata la única novela que poseen, Vida y época del sanguinario Bill Bucket, imaginan forajidos de leyenda, grandes hazañas y la libertad de los espacios abiertos, una manera de evadirse de su realidad como aparceros en una tierra pobre y bajo la mano férrea y dictatorial de su padre, un hombre que tuvo una revelación en un encuentro con un vagabundo y busca las mayores penurias y el peor de los sufrimientos para alcanzar el banquete especial que espera a aquellos que evitaron tentaciones y vivieron de manera austera. Todo sea por la redención final, ese sueño del paraíso futuro que hace del padre de los Jewett un  hombre difícil y extraño, alguien con un destino que alcanzar y capaz de la mayor mortificación con tal de sentir que está más cerca de él.


1b) Los tiempos han cambiado, dicen los personajes de Peckinpah en Grupo salvaje. En un momento donde quedan pocas carretas o caballos de tiro y aparecen los primeros aviones y se moderniza el armamento de los ejércitos, los hermanos Jewett miran al pasado e imitan a Bill Bucket y se convierten en atracadores de bancos a la usanza del salvaje oeste. Los Jewett son tres quijotes fuera del tiempo: toman como referencia una vieja novela y la consideran un relato veraz de la vida de los forajidos, y se apartan del banquete celestial del que tanto les habló su padre y buscan algo que cambie en sus vidas,  Cane, el mayor, quiere un nuevo lugar donde empezar de cero, Cob, mujeres y dinero, Chimney, el hermano pequeño, comida y amistad. Tres muchachos que leen al anochecer las aventuras del sanguinario Bill Bucket y creen en él y en su mundo desaparecido creen, cada sentencia una forma de vivir, cada gesto algo que aprender. Y, ahí está lo cómico, son capaces de atracar bancos sólo con las pistas que obtienen de la lectura de las aventuras de Bucket.


2) Pero El banquete celestial no se detiene únicamente en las correrías de los hermanos Jewett, sus primeras víctimas y atracos, sus caras en los carteles de se busca, su intento por llegar a Canadá e iniciar una nueva vida. Hay un granjero que busca a su hijo descarriado en un campamento militar, hay un inspector de letrinas, corto de entendederas y con un sexo descomunal, que conoce la intimidad de cada habitante de la ciudad, hay un chulo que se instala con tres mujeres a las afueras de la ciudad y espera hacerse de oro a costa de los soldados de instrucción, hay un vagabundo negro, orgulloso de su bombín, que va de mujer en mujer y vive de ellas hasta que se les acaba el dinero, hay un oficial que busca el amor de otros hombres en un cuartucho encima de un teatro, hay una partida de hombres que rastrean a los hermanos Jewett y crean una estela de violencia a su paso, hay infinidad de personajes secundarios y mínimos, de apenas media página, con los que Donald Ray Pollock crea un microcosmos parecido al de sus relatos de Knockemstiff: historias turbias y violentas y seres desarraigados y perdidos que guardan sueños (de amor, de lucha, de grandeza) que parecen inalcanzables.


2b) Esta abundancia de personajes, con Pollock dando nombre a un centenar largo de ellos y describiendo, a veces a trazos, a veces en detalle, su vida y milagros, hace que la lectura sea repetitiva en algunos capítulos. Como en los relatos de Knockemstiff, Pollock mezcla humor, crueldad, escatología y sordidez: gusanos que salen del interior de los cadáveres, hombres que observan la mierda de sus conciudadanos, mujeres capaces de la mayor perversión sexual, algunos hombres y mujeres andrajosos física y moralmente.


3) La editorial habla de influencias en la novela de Pollock: Faulkner, McCarthy, O´Connor, Peckinpah, Tarantino y los hermanos Coen. Jugando a las comparaciones, yo me quedaría con los westerns de Peckinpah y Sergio Leone y las novelas extrañas y turbias de Erskine Caldwell. Lo mejor de Pollock es que se siente cómodo en el fango, es crudo y brutal y hace que algunos de sus personajes bordeen el abismo, sabedores de su negro destino y que intenten sobrevivir en un mundo violento y descarnado. Sólo la inocencia de alguno de ellos, que alberga el sueño de un hogar más allá del banquete celestial, parece digna de ser salvaguardada.


3b) El banquete celestial no llega al nivel de los relatos de Knockemstiff, es una novela dispersa por momentos y a la que le sobran algunas páginas (y personajes), pero aún así se disfruta del mundo de Pollock con personajes en el extremo y un salvajismo primitivo.








Antes de darse cuenta, Pearl ya le estaba explicando al hombre lo sucedido con Lucille y el gusano y contándole todos los infortunios que habían venido después. Le confesó que incluso estaba empezando a preguntarse si acaso Dios existía, y en caso de que si, por qué trataba a algunos tan mal mientras que a otros no les pedía nada de nada. No tenía lógica. Era imposible que sus irrisorios pecados se correspondieran con las tribulaciones que les había tocado pasar a su familia y a él. Al terminar Pearl, el hombre se pasó mucho rato sentado acariciándose la barba larga y apelmazada. Luego se echó un vistazo a los pies callosos. Se inclinó hacia delante y empezó a tirarse con los dedos nudosos de una de las uñas del dedo gordo del pie. Sin una sola mueca de dolor, se la arrancó y la sostuvo para que Pearl la viera.
-No lo has entendido, amigo -dijo el hombre-. La verdad es que has sido elegido. Dios te está dando la oportunidad de resucitar mejor, igual que se la dio a tu señora. Sin participar uno de la miseria del mundo, no puede haber redención. Ni tampoco habrá gracia. Esto no debería sorprenderte si lo estudias bien. Mira lo que Él dejó que le hicieran los judíos a Su propio hijo. La mayoría de nosotros lo tenemos condenadamente fácil en comparación con el sufrimiento que tuvo lugar aquel día. Pero esos que hoy en día llaman «predicadores» no quieren contarle la verdad a la gente. El viejo Satanás los ha convencido de que la salvación se puede obtener a cambio de casi nada. Caray, hay algunos que hasta van por ahí con su ropa elegante diciendo que el Señor quiere que todos seamos ricos. ¿Cómo duerme alguien así por las noches, contando esas mentiras, usando a Dios para llenarse los bolsillos? Un puro sacrilegio, eso es lo que es. Espera y verás, cuando llegue el Día del Juicio serán esos los que más ardan. Es una lástima que sus rebaños vayan a terminar ardiendo junto con ellos. No, si quieres la redención tienes que dar la bienvenida a todo el sufrimiento que te llegue.
-¿De verdá cree usté eso? -dijo Pearl, mirándole el dedo ensangrentado del pie y acordándose del sombrero de piel de castor y de los guantes de gamuza que el reverendo Hornsby de la iglesia de Hazelwood llevaba con un orgullo un poco excesivo.
-Amigo, usted y esos chavales que tiene podrían ahogarme en ese río ahora mismo y sería lo mejor que me ha pasado en la vida.
-No sé -dijo Pearl-. Entiendo que dormir al raso y pasar hambre de vez en cuando le pueda hacer bien a uno, pero, señor, es que nosotros nos estamos muriendo de hambre.
El ermitaño sonrió.
-Yo no he comido nada en una semana más que unos cuantos renacuajos y las criaturas que me encuentro en la barba. Y no quiero nada más.
-En ese caso -dijo Pearl-, ¿qué gano yo con la redención esa de la que me habla?
-Pues que un día podrás comer en el banquete celestial –dijo el hombre-. Y entonces ya no escarbarás en busca de migajas, te lo garantizo.
-¿El banquete celestial? -repitió Pearl.
Nunca había oído hablar de aquello, y se preguntó si tal vez habría estado dormitando la mañana de domingo en que el reverendo Hornsby había predicado sobre el tema.
-Eso mismo -dijo el ermitaño, tirando la uña al suelo-. Pero acuérdate, solamente se sentarán en él quienes rehúyan las tentaciones de este mundo.
-¿Me está diciendo entonces que los que lo pasan bien aquí abajo no llegan nunca a la Tierra Prometida?
-Lo tienen prácticamente imposible, pienso yo. Demasiadas manchas en la ropa y demasiados deseos en el corazón.
Pearl cogió un puñado de tierra arenosa y dejó que se le escurriera entre los dedos. Era obvio que el hombre era un pensador.
-Bueno, pues déjeme que le pregunte una cosa -dijo-. ¿Qué pasa con este ruido que oigo en la cabeza? Daría el resto de mi vida por una noche sin oírlo.
-Acércate -le dijo el hombre.
Pegó la oreja a la de Pearl y contuvo la respiración. De lejos parecían dos amantes agotados mirando correr las aguas. Una libélula de alas azules flotó un momento sobre sus cabezas canosas y después salió disparada y se metió en una mata de espadañas marrones.
-Cielos -dijo el ermitaño, después de pasar varios minutos escuchando el zumbido de dentro de la cabeza de Pearl-. Parece que te estés preparando para parir una estrella ahí dentro.
-¿Cree usté que se marchará?
-Oh, ya lo creo -dijo el hombre-. Es lo único bueno que tiene esta vida. Que nada dura mucho. -Luego echó un vistazo al pájaro que estaba en el ciprés y cogió su vara-. Bueno, me ha gustado hablar contigo, hermano, pero veo que mi pequeño amigo está listo para marcharse. ¿Quién sabe? Quizá un día de estos nosotros también tendremos alas.
Justo cuando se estaba poniendo de pie, estalló un estrépito en el río y Cane gritó de alegría y tiró un siluro enorme a la orilla. El hombre negó con la cabeza mientras lo veía dar brincos en el barro.
-Más le vale decirles que lo vuelvan a tirar al agua -le dijo a Pearl.
-No puedo hacer eso, señor. Es su cena.
-Hazme caso -dijo el hombre-. Si les dejas comerse ese bagre, pronto los chavales querrán tenerlo todo fácil.
Luego se metió en el río y empezó a cruzarlo. En el punto más hondo, el agua le cubrió por encima del pecho y de pronto la barba se le puso a flotar delante de la cara como si fuera una boya. Una masa de insectos subió correteando a la parte alta del nido de pelo de su cara para evitar ahogarse, y Pearl vio cómo el pájaro blanco bajaba volando del árbol y se ponía a picotearlos uno a uno y a colocarlos en la lengua extendida del ermitaño.
Nada más desaparecer el hombre entre los árboles del otro lado, el crepitar de la cabeza de Pearl se detuvo con un chisporroteo y no volvió nunca más. Por un breve instante Pearl quedó sumido en un silencio total y profundo, y en ese momento glorioso empezó a ver a Dios bajo una luz nueva. Si la vida iba a ser dura, por lo menos el ermitaño le había dado una buena razón para ello, incluso una razón excelente. A partir de aquel día Pearl pareció seguir deliberadamente el camino que prometía mayor aflicción, y lo único que le causaba satisfacción era el peor de los resultados posibles. Con la esperanza de repetir una vez más aquel momento perfecto, se taponaba los oídos con aserrín, arcilla, tabaco de mascar, piedrecitas y pedazos de madera, pero el mundo exterior siempre conseguía infiltrarse. Hasta se planteó atravesarse los finos tímpanos con una espina, pero le preocupaba que Dios pudiera ver aquel acto egoísta como la execración de un templo sagrado. Despacio, después de incontables experimentos fallidos, por fin se dio cuenta de que no volvería a conocer el gran silencio hasta el momento de bajar a la tumba. Aquel momento en la orilla del río Foggy no había sido más que un vislumbre de la paz eterna que le esperaba si no se apartaba del camino y no flaqueaba.
-Seré redimido –no paraba de repetirse a sí mismo.
Lo deseaba más que nada en el mundo, más que la comida, más que la tierra, el amor o la vida misma.
Donald Ray Pollock. El banquete celestial. Traducción de Javier Calvo. Random House Mondadori.

sábado, 9 de abril de 2016

A Siberia. Per Petterson

Siberia como sueño por cumplir para la narradora de A Siberia, como lugar donde iniciar otra vida diferente a la de las granjas de los abuelos, a la carpintería y luego lechería del padre, a los salmos de la madre, a las carreras del caballo Lucifer y las piernas colgantes del abuelo suicida, a la mirada de los náufragos y fantasmas, la idea de Siberia sacada de los libros y que habla del frío, los samovares, las duras prendas de abrigo, la blancura cegadora, la idea (platónica) de sentirse y ser otro, de dejar atrás la propia vida.

A Siberia es una novela intimista, la escritura de Petterson pausada y leve que se centra en las reflexiones y la mirada de una narradora sin nombre sobre su vida y la de quienes le rodean, una familia distanciada, los padres que parecen soportarse, los abuelos tiránicos, los vecinos del pueblo formado por marineros o borrachos, el hermano como único apoyo junto a los sueños, la hermana que anhela llegar a Siberia, el hermano que prefiere el sol y el calor de marruecos. Y es ahí, en esos sueños tan distantes, donde hermana y hermano separan sus caminos.

Hay algo de pérdida en A Siberia. La narradora tiene a su hermano, su sueño de infancia de una tierra inhóspita, tiene viejas historias de marineros y la clandestinidad en tiempos de guerra, tiene la mano de su padre carpintero y la voz cantarina de su madre, tiene un trabajo en una cafetería y un hombre pelirrojo y tímido que se sienta junto a la ventana y espera. Pequeños momentos que va perdiendo a lo largo de  vida, y en esa pérdida, el avance a algo nuevo e inesperado.

La escritura de Petterson me recuerda, por momentos, a Kawabata, su idea de insinuar más que enseñar, la delicadeza de los trazos, la lentitud en la voz de la narradora, que se detiene en el miedo a los fantasmas, la vida tras las ventanas de las tabernas, el sonido del viento en los muelles, la llegada del ejército alemán al pequeño poblado, la sensación de ultraje y silencio al caminar entre los soldados alemanes o el paisaje que cambia fuera de la habitación. A Siberia transcurre con calma, son más esbozos que escenas detalladas.

Hay un momento de una singular belleza. Es un invierno duro, el mar está congelado alrededor de las islas cercanas a la costa y Jesper, el hermano de la narradora, intenta llegar al faro patinando. La hermana lo espera en la orilla, pero el hermano no regresa. En la noche cerrada, el mar congelado, el sonido de unos patines que se apagan, la narradora siente lo frágil de los sueños.







Me encanta cuando es verano y el viento cálido me sube por los muslos desnudos bajo el vestido, pero no creo que el frío me vaya a molestar. En Siberia tienen otro tipo de ropa que puedo aprender a usar y las cosas no serán como aquí, donde solo dispongo de un fino abrigo para protegerme del viento procedente del mar que separa Dinamarca y Suecia y lo traspasa todo. Ellos tienen gorros de piel de lobo, grandes chaquetas y botas con forro, y muchos de los que viven allí tienen aspecto de esquimales. Tal vez encaje, si me corto el pelo. Además, me montaré en el tren, miraré por las ventanillas y hablaré con extraños, y ellos me contarán cómo viven y cómo piensan y me preguntarán por qué he ido allí desde tan lejos, desde Dinamarca. Entonces responderé: «He leído sobre vosotros en un libro». Y beberemos té caliente del samovar y permaneceremos juntos en silencio, limitándonos a mirar.

***

Llego a la cabaña, la rodeo y alcanzo la puerta de la parte trasera, que no es una puerta, sino una manta que Jesper ha colgado delante de la abertura para protegerse de la arena. Nunca está allí en invierno y el viento suele soplar desde el mar, así que de momento no le hace falta, y cuando entro de pronto está todo oscuro tras el brillo del sol de fuera. Me quedo quieta, esperando, y percibo el olor de la sal, de las algas que se secan al sol y de la brea de los troncos recalentados; todo huele a madera y calor y Jesper está tumbado sobre un colchón bajo la ventana, inspirando y espirando en medio de todo aquello. Duerme y lo veo más nítido cada vez que se le eleva el pecho. Da una impresión desnuda. Está tumbado sobre las mantas y lo veo desnudo por todas partes a la débil luz de la ventana en la que hemos colgado un mantelito que bordó mi madre. «Jesús vive», puso. Es una broma, Jesper y yo no creemos ni en Dios ni en Jesús. Me quedo inmóvil, conteniendo la respiración, porque nunca he visto así a mi hermano aunque llevamos años compartiendo cuarto, nunca lo he visto tan nítido ni tan completo. En su cabello oscuro hay partes descoloridas por el sol y tiene la piel morena, con una franja clara en torno a las caderas que resplandecen, y quiero dar media vuelta e irme, porque allí no puedo quedarme. Pero lo veo todo con claridad en la penumbra; su ropa en el suelo, la caña de pescar en un rincón y la fotografía de Lenin que ha recortado y colgado en la pared, además de una fotografía en la que salimos él y yo ante la casa de la tía Else, en Bangsbostrand. Yo con mi cara redonda y mi gran melena y él con pantalones cortos, moreno como un árabe, con una pelota bajo un brazo y el otro sobre mis hombros. Ahora me da la impresión que en esa foto somos muy pequeños, pero me acuerdo del momento en que la tomaron. Recuerdo el sol contra el que entornamos los ojos, y mi padre que no sale porque la tía Else le dijo: «Por Dios, Magnus, ¿no podrías sonreír por una vez», y él no quiso hacerlo y se apartó enfurruñado. Recuerdo el brazo de Jesper alrededor de mis hombros; todavía hoy, con solo cerrar los ojos, lo recuerdo, aunque ya he cumplido sesenta años y el lleva muerto más de la mitad de mi vida.
Per Petterson. A Siberia. Traducción de Cristina Gómez  Baggethun. Random House Mondadori.

jueves, 17 de septiembre de 2015

leyendo La conjura contra América. Philip Roth



Los resultados de las elecciones de noviembre ni siquiera estuvieron igualados. Lindbergh consiguió el cincuenta y siete por ciento del voto popular y, con un triunfo aplastante, ganó en cuarenta y siete estados. Los únicos donde perdió fueron Nueva York, el estado natal de FDR, y, tan solo por dos mil votos, Maryland, donde la gran población de funcionarios federales votó abrumadoramente por Roosevelt, mientras que el presidente pudo retener —como no le fue posible en ningún otro lugar por debajo de la línea Mason-Dixon— la lealtad de casi la mitad de los votantes demócratas del viejo sur. Aunque a la mañana siguiente a las elecciones predominaba la incredulidad, sobre todo entre los encuestadores, el día después todo el mundo pareció entenderlo todo, y los comentaristas de radio y los columnistas de la prensa presentaron la noticia como si la derrota de Roosevelt hubiera estado predeterminada. Según sus explicaciones, lo ocurrido era que los norteamericanos no habían sido capaces de romper con la tradición de los dos mandatos presidenciales que George Washington había instituido y que ningún presidente antes de Roosevelt se había atrevido a cuestionar. Por otro lado, después de la Depresión, la renaciente confianza tanto de jóvenes como mayores se había visto estimulada por la relativa juventud de Lindbergh y su aspecto elegante y atlético, en tan marcado contraste con los serios impedimentos físicos con los que FDR cargaba como víctima de la poliomielitis. Y estaba también el prodigio de la aviación y el nuevo estilo de vida que prometía: Lindbergh, que ya era el dueño del aire y había batido el récord de vuelo de larga distancia, podía conducir con conocimiento de causa a sus compatriotas al mundo desconocido del futuro aeronáutico, al tiempo que les garantizaba con su conducta puritana y anticuada que los logros de la ingeniería moderna no tenían por qué erosionar los valores del pasado. Los expertos llegaron a la conclusión de que los norteamericanos del siglo XX, cansados de enfrentarse a una crisis cada década, ansiaban la normalidad, y lo que Charles A. Lindbergh representaba era la normalidad elevada a unas proporciones heroicas, un hombre decente con cara de honradez y una voz normal y corriente que había demostrado al planeta entero, de un modo deslumbrante, el valor para ponerse al frente, la fortaleza para moldear la historia y, naturalmente, la capacidad de trascender la tragedia personal. Si Lindbergh prometía que no habría guerra, entonces no la habría: para la gran mayoría de la población era así de sencillo.
Peores aún para nosotros que el resultado de las elecciones, fueron las semanas que siguieron a la toma de posesión, cuando el nuevo presidente norteamericano viajó a Islandia para entrevistarse personalmente con Adolf Hitler y, tras dos días de conversaciones «cordiales», firmar un «acuerdo» que garantizaba unas relaciones pacíficas entre Alemania y Estados Unidos. Hubo manifestaciones contra el Acuerdo de Islandia en una docena de ciudades norteamericanas, y discursos apasionados en la Cámara Baja y el Senado pronunciados por congresistas demócratas que habían sobrevivido a la aplastante victoria republicana y que condenaban a Lindbergh por tratar con un tirano fascista asesino como su igual y aceptar como lugar de su reunión un reino insular históricamente fiel a una monarquía democrática cuya conquista los nazis ya habían llevado a cabo, una tragedia nacional para Dinamarca, claramente deplorable para el pueblo y su rey, pero que la visita de Lindbergh a Reykjavik parecía aprobar tácitamente.
Cuando el presidente regresó a Washington desde Islandia (una formación de vuelo de diez grandes aviones de patrulla de la armada que escoltaban al nuevo Interceptor Lockheed bimotor que él mismo pilotaba), el discurso que dirigió a la nación constó solo de cinco frases. «Ahora está garantizado que este gran país no participará en la guerra en Europa.» Así comenzaba el histórico mensaje, y proseguía hasta su conclusión del modo siguiente: «No nos uniremos a ningún bando bélico en ningún lugar del globo. Al mismo tiempo, seguiremos armando a Estados Unidos y adiestrando a nuestros jóvenes de las fuerzas armadas en el uso de la tecnología militar más avanzada. La clave de nuestra invulnerabilidad es el desarrollo de la aviación norteamericana, incluida la tecnología de los cohetes. De este modo, nuestros límites continentales serán inexpugnables a los ataques desde el exterior, mientras mantenemos una neutralidad estricta».
Diez días después, el presidente firmó el Acuerdo de Hawai en Honolulú con el príncipe Fumimaro Konoye, primer ministro del gobierno imperial japonés, y con Matsuoka, el ministro de Asuntos Exteriores. Como emisarios del emperador Hirohito, ambos habían firmado ya en Berlín, en septiembre de 1940, una triple alianza con los alemanes y los italianos, un acuerdo en el que los japoneses refrendaban el «nuevo orden en Europa» establecido bajo el liderazgo de Italia y Alemania, que, a su vez, refrendaba el «Nuevo Orden en el Gran Este Asiático» establecido por Japón. Asimismo, los tres países prometieron ayudarse militarmente en caso de que alguno de ellos fuese atacado por una nación no comprometida en la guerra europea o en la sino japonesa. Al igual que el Acuerdo de Islandia, el Acuerdo de Hawai convertía a Estados Unidos en un miembro, en todos los aspectos salvo el nombre, de la triple alianza del Eje, al extender el reconocimiento norteamericano a la soberanía de Japón en Asia oriental y garantizar que Estados Unidos no se opondría a la expansión japonesa en el continente asiático, incluida la anexión de las Indias holandesas y la Indochina francesa. Japón prometió reconocer la soberanía de Estados Unidos en su propio continente, respetar la independencia política de la mancomunidad norteamericana de las Filipinas (programada para que entrara en vigor en 1946) y aceptar los territorios norteamericanos de Hawai, Guam y Midway como posesiones estadounidenses permanentes en el Pacífico.
En el período subsiguiente a los acuerdos, se alzaron por doquier los gritos de norteamericanos que decían: «¡No a la guerra, no a que los jóvenes luchen y mueran, nunca más!». Decían que Lindbergh podía tratar con Hitler, que este le respetaba por ser quien era, que Mussolini e Hirohito le respetaban por ser quien era. Los únicos que estaban contra él, afirmaba la gente, eran los judíos. Y, en efecto, así era en Norteamérica. Todo lo que los judíos podían hacer era preocuparse. En la calle, nuestros mayores especulaban sin cesar acerca de lo que nos harían, y en quién podíamos confiar para que nos protegiera y cómo podríamos protegernos a nosotros mismos. Los niños como yo volvíamos a casa de la escuela asustados y perplejos, incluso llorosos, debido a lo que los chicos mayores comentaban entre ellos, lo que, durante sus comidas en Islandia, Lindbergh le había dicho de nosotros a Hitler y lo que este le había dicho a Lindbergh de nosotros. Uno de los motivos por los que mis padres decidieron mantener los planes, trazados mucho tiempo atrás, de visitar Washington fue el de convencernos a Sandy y a mí, tanto si ellos mismos se lo creían como si no, de que no había cambiado nada aparte de que FDR ya no era el presidente. Estados Unidos no era un país fascista y no lo sería, al margen de lo que Alvin había predicho. Había un nuevo presidente y un nuevo Congreso, pero uno y otros estaban obligados a respetar la ley tal como figuraba en la Constitución. Eran republicanos, eran aislacionistas y, entre ellos, sí, había antisemitas (como también los había entre los sureños del propio partido de FDR), pero había una gran distancia entre eso y la condición de nazi. Además, uno solo tenía que escuchar a Winchell los domingos por la noche, cuando arremetía contra el nuevo presidente y «su amigo Joe Goebbels», o escuchar su enumeración de los terrenos que el Departamento de Interior estaba considerando para levantar en ellos campos de concentración (terrenos situados principalmente en Montana, el estado natal del vicepresidente partidario de la «unidad nacional» de Lindbergh, el demócrata aislacionista Burton K. Wheeler) para no tener duda del entusiasmo con que la nueva administración estaba siendo escrutada por los reporteros favoritos de mi padre, como Winchell, Dorothy Thompson, Quentin Reynolds y William L. Shirer, y, desde luego, por la redacción de PM. Incluso yo esperaba mi turno para echar un vistazo a PM cuando mi padre lo traía a casa por la noche, y no solo para leer la tira cómica de Barnaby u hojear las páginas de fotografías, sino para tener en mis manos una prueba documental de que, pese a la increíble rapidez con que parecía estar alterándose nuestra condición de norteamericanos, seguíamos viviendo en un país libre.
Después de que Lindbergh jurase su cargo el 20 de enero de 1941, FDR regresó con su familia a la finca de Hyde Park, Nueva York, y desde entonces no se le había vuelto a ver ni escuchar. Puesto que fue en la casa de Hyde Park, en su infancia, donde empezó a interesarse por el coleccionismo de sellos (cuando su madre, según se decía, le dio sus propios álbumes de cuando era niña), yo le imaginaba allí dedicando todo su tiempo a ordenar los centenares de ejemplares que había acumulado durante los ocho años pasados en la Casa Blanca. Como sabía cualquier coleccionista, ningún presidente anterior había encargado la emisión de tantos sellos nuevos, corno tampoco había habido ningún otro presidente involucrado de una manera tan estrecha con el Departamento Postal. Prácticamente, mi primer objetivo cuando tuve mi álbum fue acumular todos los sellos de los que me constaba que FDR había intervenido en su diseño o sugerido personalmente, empezando por el de tres centavos de Susan B. Anthony, emitido en 1936, que conmemoraba el decimosexto aniversario de la enmienda que autorizaba el voto a las mujeres, y el de cinco centavos de Virginia Dare, emitido en 1937, que señalaba el nacimiento en Roanoke trescientos cincuenta años atrás del primer inglés nacido en Norteamérica. El sello del día de la Madre, emitido en 1934 y diseñado originalmente por FDR, en cuyo ángulo izquierdo figuraba la leyenda «En memoria y honor de las madres de América» y, en el centro, el célebre retrato de su madre realizado por el artista Whistler, me lo dio mi propia madre en una hoja de cuatro para contribuir al avance de mi colección. Ella también me había ayudado a comprar los siete sellos conmemorativos que Roosevelt aprobó durante su primer año en la presidencia, y que yo deseaba tener porque en cinco de ellos destacaba la cifra «1933», el año en que nací.
Antes de partir hacia Washington, pedí permiso a mis padres para llevarme el álbum de sellos. Ella se negó al principio, por temor a que lo perdiera y luego me sintiera desolado, pero luego se dejó convencer cuando insistí en la necesidad de llevar por lo menos los sellos del presidente, es decir, la serie de dieciséis que poseía desde 1938 y que progresaba secuencialmente y por valor desde George Washington hasta Calvin Coolidge. El sello dedicado al Cementerio Nacional de Arlington, de 1922, y los del Lincoln Memorial y los edificios del Capitolio, de 1923, eran demasiado caros para mi presupuesto, pero de todos modos ofrecí como una razón más para llevarme la colección en el viaje el hecho de que los tres famosos lugares estaban claramente representados en blanco y negro en la página del álbum reservada para ellos. La verdad es que tenía miedo de dejar el álbum en el piso vacío debido a la pesadilla que había tenido, temeroso de que, ya fuese porque no había extraído el sello de correo aéreo de diez centavos en el que figuraba Lindbergh, ya porque Sandy había mentido a nuestros padres y sus dibujos de Lindbergh seguían intactos debajo de la cama, o porque una traición filial conspiraba con la otra, durante mi ausencia se produjera una maligna transformación y mis desprotegidos Washingtons se convirtieran en Hitlers y hubiera esvásticas impresas sobre mis parques nacionales.
Philip Roth. La conjura contra América. Traducción de Jordi Fibla. Random House Mondadori