Siberia como sueño por cumplir para la narradora de A Siberia, como lugar donde iniciar otra
vida diferente a la de las granjas de los abuelos, a la carpintería y luego
lechería del padre, a los salmos de la madre, a las carreras del caballo
Lucifer y las piernas colgantes del abuelo suicida, a la mirada de los náufragos
y fantasmas, la idea de Siberia sacada de los libros y que habla del frío, los
samovares, las duras prendas de abrigo, la blancura cegadora, la idea
(platónica) de sentirse y ser otro, de dejar atrás la propia vida.
A Siberia es
una novela intimista, la escritura de Petterson pausada y leve que se centra en
las reflexiones y la mirada de una narradora sin nombre sobre su vida y la de
quienes le rodean, una familia distanciada, los padres que parecen soportarse,
los abuelos tiránicos, los vecinos del pueblo formado por marineros o
borrachos, el hermano como único apoyo junto a los sueños, la hermana que
anhela llegar a Siberia, el hermano que prefiere el sol y el calor de
marruecos. Y es ahí, en esos sueños tan distantes, donde hermana y hermano separan
sus caminos.
Hay algo de pérdida en A Siberia. La narradora tiene a su hermano, su sueño de infancia de
una tierra inhóspita, tiene viejas historias de marineros y la clandestinidad
en tiempos de guerra, tiene la mano de su padre carpintero y la voz cantarina
de su madre, tiene un trabajo en una cafetería y un hombre pelirrojo y tímido
que se sienta junto a la ventana y espera. Pequeños momentos que va perdiendo a
lo largo de vida, y en esa pérdida, el
avance a algo nuevo e inesperado.
La escritura de Petterson me recuerda, por momentos, a
Kawabata, su idea de insinuar más que enseñar, la delicadeza de los trazos, la
lentitud en la voz de la narradora, que se detiene en el miedo a los fantasmas,
la vida tras las ventanas de las tabernas, el sonido del viento en los muelles,
la llegada del ejército alemán al pequeño poblado, la sensación de ultraje y
silencio al caminar entre los soldados alemanes o el paisaje que cambia fuera
de la habitación. A Siberia
transcurre con calma, son más esbozos que escenas detalladas.
Hay un momento de una singular belleza. Es un invierno
duro, el mar está congelado alrededor de las islas cercanas a la costa y
Jesper, el hermano de la narradora, intenta llegar al faro patinando. La
hermana lo espera en la orilla, pero el hermano no regresa. En la noche
cerrada, el mar congelado, el sonido de unos patines que se apagan, la
narradora siente lo frágil de los sueños.
Me encanta cuando es verano y el viento cálido me sube
por los muslos desnudos bajo el vestido, pero no creo que el frío me vaya a
molestar. En Siberia tienen otro tipo de ropa que puedo aprender a usar y las
cosas no serán como aquí, donde solo dispongo de un fino abrigo para protegerme
del viento procedente del mar que separa Dinamarca y Suecia y lo traspasa todo.
Ellos tienen gorros de piel de lobo, grandes chaquetas y botas con forro, y
muchos de los que viven allí tienen aspecto de esquimales. Tal vez encaje, si
me corto el pelo. Además, me montaré en el tren, miraré por las ventanillas y
hablaré con extraños, y ellos me contarán cómo viven y cómo piensan y me
preguntarán por qué he ido allí desde tan lejos, desde Dinamarca. Entonces
responderé: «He
leído sobre vosotros en un libro».
Y beberemos té caliente del samovar y permaneceremos juntos en silencio,
limitándonos a mirar.
***
Llego a la cabaña, la rodeo y alcanzo la puerta de la
parte trasera, que no es una puerta, sino una manta que Jesper ha colgado
delante de la abertura para protegerse de la arena. Nunca está allí en invierno
y el viento suele soplar desde el mar, así que de momento no le hace falta, y
cuando entro de pronto está todo oscuro tras el brillo del sol de fuera. Me
quedo quieta, esperando, y percibo el olor de la sal, de las algas que se secan
al sol y de la brea de los troncos recalentados; todo huele a madera y calor y
Jesper está tumbado sobre un colchón bajo la ventana, inspirando y espirando en
medio de todo aquello. Duerme y lo veo más nítido cada vez que se le eleva el
pecho. Da una impresión desnuda. Está tumbado sobre las mantas y lo veo desnudo
por todas partes a la débil luz de la ventana en la que hemos colgado un
mantelito que bordó mi madre. «Jesús
vive», puso. Es una broma, Jesper y yo no creemos ni en Dios ni en Jesús. Me
quedo inmóvil, conteniendo la respiración, porque nunca he visto así a mi
hermano aunque llevamos años compartiendo cuarto, nunca lo he visto tan nítido
ni tan completo. En su cabello oscuro hay partes descoloridas por el sol y
tiene la piel morena, con una franja clara en torno a las caderas que resplandecen,
y quiero dar media vuelta e irme, porque allí no puedo quedarme. Pero lo veo
todo con claridad en la penumbra; su ropa en el suelo, la caña de pescar en un
rincón y la fotografía de Lenin que ha recortado y colgado en la pared, además
de una fotografía en la que salimos él y yo ante la casa de la tía Else, en
Bangsbostrand. Yo con mi cara redonda y mi gran melena y él con pantalones
cortos, moreno como un árabe, con una pelota bajo un brazo y el otro sobre mis
hombros. Ahora me da la impresión que en esa foto somos muy pequeños, pero me
acuerdo del momento en que la tomaron. Recuerdo el sol contra el que entornamos
los ojos, y mi padre que no sale porque la tía Else le dijo: «Por Dios, Magnus,
¿no podrías sonreír por una vez», y él no quiso hacerlo y se apartó
enfurruñado. Recuerdo el brazo de Jesper alrededor de mis hombros; todavía hoy,
con solo cerrar los ojos, lo recuerdo, aunque ya he cumplido sesenta años y el
lleva muerto más de la mitad de mi vida.
Per Petterson. A Siberia.
Traducción de Cristina Gómez Baggethun.
Random House Mondadori.
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