Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

lunes, 9 de octubre de 2023

Los lunes de Anay. Escondites...

Es la primera vez que me siento en esta mesa junto a la ventana a escribir una carta. Hace una semana
no había apenas muebles, sólo un colchón en el suelo, bolsas semicerradas, mochilas y cajas de libros. Se hacía difícil ubicarse en este desorden y sentir apego hacia una casa que estaba tan vacía como llena, que era espejismo e imaginación. Hoy, diez días después, empieza a haber un orden y crece, día a día, la sensación de hogar —el desorden aún anida, pausado, en la habitación pequeña. Estanterías vacías, una treintena de cajas de libros, bolsas con recuerdos, una butaca deshilachada por nuestras gatas—. Mientras preparaba la mudanza, me sorprendió la cantidad de objetos pequeños que guardamos, postales, retratos en sepia, piedras de nuestras playas recurrentes, de nuestros caminos recurrentes, colgantes, miniaturas de animales o robots de cine, hojas secas para marcapáginas, tres relojes parados en tres horas diferentes, pequeños altares. Lo minúsculo se hace visible.

Te escribo junto a un ventanal de cinco metros, sin persianas. Abarca la cocina y el salón. A veces bromeo y digo que vivimos en una casa sin paredes ni pasillos. Ha cambiado el paisaje, ahí fuera. O ha girado. Porque nos hemos movido apenas doscientos metros de nuestra antigua casa. Ahora el horizonte se ha agrandado y el cielo se ha abierto sobre los árboles junto al río y los tejados al otro lado del río. Nada nos tapa la mirada. En esta hora de la tarde, con esta luz de octubre, con esta pausada luz de otoño, elijo la silla esquinada que da hacia las sombras y la última luz del atardecer sobre unos modestos montes, en vez la que elijo en las últimas horas de la madrugada, cuando desayuno frente a mi reflejo incrustado en la noche, ahí fuera —tengo tres miradas posibles—.

Desde niño me han llamado las ventanas grandes. Me permiten mirar sin tiempo hasta que lo observado se desvanece por entero —como al repetir hasta el infinito la misma palabra hasta descubrir que ha perdido cualquier significado—. Elijo las cafeterías por sus ventanales —como aquella en un parque del norte argentino que daba a los cerros y veía, al atardecer, las hogueras de los vagabundos para pasar los noches de un agosto invernal—, elijo las ventanas de las cocinas: para escribir, como en la de mis padres, desde donde se escuchaba el fragor del parque de juegos y el brillo del sol sobre los ladrillos rojos del barrio; para esperar, como en la enrejada de mis abuelos, que daba a un camino blanco en el que aparecía mi padre con una cesta de mimbre y una caña de pescar, la camisa abierta, el cuerpo un árbol erguido.

—ahora, una pareja se ha detenido, a medio centenar de metros de estas nuevas casas, no todas ocupadas. Señalan esta ventana, imagino sorprendidos por su tamaño, por la ausencia de persianas. Soy quien mira y quien es observado, ahora—.


Leo, desde el inicio de esta mudanza, la trilogía Cegador de Cărtărescu donde Mircea escribe sobre mundos febriles, infinitos, oníricos y translucidos, sobre insectos, miradas vueltas hacia el centro del cerebro, la eterna pregunta de quién soy yo o qué es la existencia, junto a varias ventanas. Una de ellas es un tríptico, como la nuestra, pero a través de ella Mircea ve Bucarest y un mundo de estatuas. Yo veo, ahora, nubes delgadas, la línea de sombra que traza una frontera en una campa, los árboles junto al río, una bandada de gorriones, la luz de otoño.   

Intento guardar las emociones de estos primeros días, los cambios alrededor en esta construcción de un hogar. Dentro de unos años me sorprenderán los cambios en el paisaje de esta ventana, las transformaciones invisibles en nuestro hogar.


Los lunes de Anay. Escondites…

"como un poema enterado
 del silencio de las cosas
 hablas para no verme"

                                ALEJANDRA PIZARNIK


APRENDIZAJE

Un centenar de veces rebatido,
cercado, corregido, matizado,
advertido por sabios, castigado,
quemándome los ojos
entre esos tecnicismos
intraducibles, griegos, alemanes.
Y a pesar de esas cosas
todo lo que uno sabe
lo supo ya de niño.
Para entender
hace falta orinar en una esquina.
Hace falta quebrarse una muñeca.
Hace falta batirse con espadas de palo.
Hace falta haber roto un cristal a patadas.
Ya ves, al fin y al cabo
la infancia deja surcos
por los que transitar continuamente.
Y son los mismos surcos,
que se inundan a veces,
que se embarran a veces.

                                      MARIO CUENCA SANDOVAL



https://www.youtube.com/watch?v=oLF2AEXe190


Feliz lunes.

Un beso,

Anay

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