Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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domingo, 29 de abril de 2018

4 3 2 1. Paul Auster

A mi lado un hombre lee en el metro las primeras páginas de 4 3 2 1. Por un instante siento el impulso de darle mi opinión y decirle que es una historia plana y sin tensión, que las diferentes vidas posibles de Ferguson se hacen tediosas por momentos, que Auster tiene mejores libros, El palacio de la luna, Leviatán, El país de las últimas cosas, La invención de la soledad, por ejemplo, donde su escritura tiene una mayor profundidad y no hay lugar para el hastío o la trivialidad de su última novela. Podría decirle que esas primeras páginas que lee, la llegada del abuelo de Ferguson a Estados Unidos, la sempiterna tierra prometida, son las mejores, el dibujo del emigrante que tan bien mostraron Malamud o Philip Roth en alguna de sus obras y donde uno siente que coge aire y fuerza ante una novela que presiente titánica. Pero es ahí donde termina toda muestra de obra titánica, diría, en ese primer capítulo que habla de las raíces, y en dejar que crezcan y se mezclen las vidas posibles de Ferguson y lleven diferentes caminos, a veces empujados por ese azar que tanto busca Auster. Y es la idea del azar, como las primeras páginas, lo salvable de 4 3 2 1. La forma del libro es el azar en sí mismo y la especulación sobre los distintos caminos que podrían contener la vida de un ser humano, qué cambios se producirían, qué finales le esperarían, cómo un gesto, por pequeño que sea, contiene un gran cambio y un nuevo rumbo y mundo. Cuatro Ferguson posibles. Le diría a ese hombre que lee en el metro que se encontrará con las coordenadas esperadas en Auster, no sólo está el azar, también las calles de Nueva York y París (París como otra tierra prometida donde vivir la libertad y el arte y la gastronomía y la bohemia), el cine como cicatrizante de heridas profundas (en este caso las películas de el gordo y el flaco), los derechos civiles y las manifestaciones contrarias a la guerra, la visión de una América tan rica como convulsa (el posicionamiento de Auster hacia una política progresista), incluso reaparecen personajes de El libro de las ilusiones o El palacio de la luna, algo que, en apariencia, da una forma de cohesión a la obra de Auster pero que en este caso se ve forzado, no como en anteriores cruces de personajes y libros. Le comentaría a ese lector que eso que acaba de hacer, pasar del capítulo 1.0 al 1.1 e iniciar la primera de las vidas posibles es un pequeño logro, la sensación de dejar la vida de uno de los Ferguson para adentrarse en la de otro Ferguson más triste o feliz o enamorado o desilusionado o roto por alguna muerte, el padre ausente o muerto o un hombre cálido, la madre entre la magia, la calidez y el pragmatismo de sus diferentes encarnaciones, las chicas que se convierten en novias o hermanastras, los amores que basculan entre la inocencia y la crueldad: los mismos personajes en diferentes vidas. Y en el centro, los Ferguson que se dirigen hacia una meta clara: la escritura; ya sea periodística o novelística, alguien que, en sus diferentes encarnaciones, lee sin descanso, que descubre el poder evocador e impulsor de la literatura, la fuerza de las palabras, que hace semblanzas y edita periódicos caseros, que escribe cuadernos con observaciones modestas sobre la rutina para ponerse en forma, que aspira a algo grande, una obra total y propia. Es ese pasar de un capítulo 2.1 a un 2.2, por ejemplo, esos segundos donde cambias de vías de tren para ver qué otra vida posible le espera a Ferguson, segundos que tienen el misterio de los umbrales y las fronteras, donde queda un atisbo de magia y quimera, un atisbo que se desvanece con el avance de los capítulos, que aburre por no profundizar Auster en las posibilidades de ese cruce de vías y dotar a las vidas de Ferguson de algo previsible. Podría hablarle a ese hombre que lee 4 3 2 1 sin levantar la vista al vagón de metro que poco después de Auster leí Solenoide, de Cărtărescu, y que ahí, en esa otra novela-río, sí vi riesgo y diferentes capas de lectura y una escritura a veces febril, a veces realista; que en Solenoide sentía que todo era posible, que todo tenía cabida, la novela social y la ciencia-ficción, el diario y la aventura, el delirio y la cordura. O podría mencionarle La contravida, en la que Philip Roth contrapone las vidas posibles de su alter ego Nathan Zuckerman en una estructura más compleja y valiosa. Y por último, me quejaría de ese final que derrumba lo leído, un final que no le aclararía, pero que sentí extraño e inapropiado. Tantas páginas para las cuatro vidas de Ferguson, páginas que se leen con facilidad, y esa facilidad no es un buen halago en este caso, para llegar a un final que considero desacertado. Pero no digo nada, permanezco a su lado, en silencio, observando cómo el lector pasa las páginas, recordando mi lectura de 4 3 2 1, y me digo que lo que yo veo como aburrido y plano y falto de tensión a otro lector le puede parecer necesario y eléctrico.


(coda) Pienso en aquellos días de septiembre donde leí 4 3 2 1, las entrevistas a Auster que hablaba de su obra maestra, de la creencia de estar preparándose toda una vida para este libro y recuerdo mi esperanza por encontrar una página donde sentir que sí, que ahí empezaba un libro monumental, el intento de Auster de escribir la gran novela americana, recuerdo el paso de los capítulos, mi decepción ante un escritor que me había hecho disfrutar tanto en otros libros, el momento donde me quité la venda de los ojos y supe que estaba ante una historia que se me quedaba en la superficie, que Auster no conseguía la fuerza y profundidad suficientes para plasmar aquellos años de luchas por los derechos civiles o contra la guerra y que no insuflaba vida a Ferguson y sus ví(d)as cruzadas, recuerdo cuánto me sorprendió lo descafeinado de su escritura, algo que ya se mostraba en sus últimos libros, pero en los que aún había páginas que conservaban cierta frescura y nervio. Una pena.






Si Chuckie no hubiera llamado al timbre aquella mañana para pedirle que saliera a jugar, aquella idiotez no se habría producido. Si sus padres se hubieran mudado a otro de los municipios en donde estuvieron buscando la casa adecuada, no habría conocido a Chuckie Brower, ni siquiera se habría enterado de su existencia, y tampoco se habría producido aquella estupidez, porque el árbol al que había trepado no habría estado en su jardín. Qué idea tan interesante, dijo Ferguson para sí: imaginar lo diferentes que podían ser las cosas mientras él seguía siendo el mismo. El mismo niño en una casa diferente con un árbol distinto. El mismo niño con otros padres. El mismo niño con los mismos padres que no hacían las mismas cosas que ahora. ¿Y si su padre siguiera siendo cazador de fieras, por ejemplo, y vivieran todos en África? ¿Y si su madre fuera una famosa actriz de cine y todos vivieran en Hollywood? ¿Y si tuviera un hermano, o una hermana? ¿Y si el tío abuelo Archie no hubiera muerto y él no se llamara Archie? ¿Y si se hubiera caído del mismo árbol y se hubiera roto las dos piernas en vez de una? ¿Y si se hubiera roto los dos brazos y las dos piernas? ¿Y si se hubiera matado? Sí, todo era posible, y sólo porque las cosas ocurrían de una manera no quería decir que no pudieran pasar de otra. Todo podía ser diferente. El mundo podría ser el mismo, pero si no se hubiera caído del árbol, el mundo habría sido distinto para él, y si se hubiera caído del árbol y en vez de romperse la pierna se hubiera matado, el mundo no sólo sería diferente, sino que ya no habría mundo para él, y qué tristes estarían sus padres cuando lo llevaran al cementerio para darle sepultura, tan tristes que estarían llorando cuarenta días y cuarenta noches, cuarenta meses, cuatrocientos cuarenta años.

( … )

De manera que allí estaban, en julio de 1961, a punto de emprender viaje rumbo a Camp Paradise al principio de aquel verano crucial cuando todas las noticias del mundo exterior parecían malas: el muro alzándose en Berlín, Ernest Hemingway volándose la tapa de los sesos en las montañas de Idaho, turbas de racistas blancos atacando a los Pasajeros de la Libertad que recorrían el Sur en autobuses. Amenaza, desaliento y odio, prueba evidente de que el universo no lo regían hombres racionales, y mientras Ferguson se adaptaba al agradable y conocido ajetreo de la vida en el campamento, regateando pelotas de baloncesto y robando bases mañana y tarde, oyendo la cháchara y las chorradas de sus compañeros de cabaña, disfrutando de la ocasión de estar de nuevo con Noah, lo que por encima de todo significaba mantener con él una conversación incesante durante dos meses, bailando al anochecer con las chicas de Nueva York que tanto le gustaban, la animada y pechugona Carol Thalberg, la delgada y pensativa Ann Brodsky y en su caso Denise Levinson, llena de acné pero muy atractiva y de acuerdo con él para perderse la «reunión social» de después de cenar y realizar en cambio intensos ejercicios de lengua en boca en el prado de atrás, tantas cosas buenas que agradecer, y sin embargo ahora que tenía catorce años y la cabeza rebosante de pensamientos que no se le habían ocurrido ni siquiera seis meses antes, Ferguson estaba siempre buscándose a sí mismo en relación con personas desconocidas y distantes, preguntándose, por ejemplo, si no habría besado a Denise en el preciso momento en que Hemingway se volaba la tapa de los sesos en Idaho o si, justo cuando bateaba una doble en el partido de Camp Paradise contra Camp Greylock el jueves pasado, un miembro del Klan de Mississippi no atizaba un puñetazo en la mandíbula a un Pasajero de la Libertad flacucho y de pelo corto procedente de Boston. Uno recibe un beso, otro un puñetazo, o, si no, alguien asiste al entierro de su madre a las once de la mañana del 10 de junio de 1857, y en el mismo momento, en la misma manzana de la misma ciudad, una mujer coge en brazos por primera vez a su hijo recién nacido, el dolor de una persona acaeciendo al mismo tiempo que la alegría de otra, y a menos de ser Dios, que debía estar en todas partes y ver lo que pasaba en todo momento, nadie podría saber que esos acontecimientos estaban ocurriendo a la vez, y mucho menos el hijo de luto y la madre feliz. ¿Era por eso por lo que el hombre había inventado a Dios?, se preguntaba Ferguson. ¿A fin de superar los límites de la percepción humana mediante la reivindicación de la existencia de una todopoderosa inteligencia divina que todo lo abarcaba?
Paul Auster. 4 3 2 1.  Traducción de Benito Gómez Ibáñez. Seix Barral.

sábado, 21 de mayo de 2016

Francamente, Frank. Richard Ford

Richard Ford recupera a Frank Bascombe, y lo hace con una fórmula nueva, cuatro relatos cortos que se alejan, en la longitud, de las tres novelas que tuvieron a Bascombe como protagonista. Si en El periodista deportivo, Ford pone las bases del personaje, en El día de la independencia y Acción de gracias desarrolla de manera exhaustiva las ideas y venidas de Bascombe, sus intentos por definir sus etapas vitales, de encarar de la mejor posible su presente y buscar una especie de redención y paz con su pasado (su hijo muerto de forma prematura, su posterior divorcio, la aceptación por las grietas en su vida y por el paso del tiempo). Ford escoge fechas significativas, festividades clave dentro de la sociedad, y hace deambular a su personaje por las calles y las casas de su vecindad, atento a cada gesto, a cada cambio, tanto de las personas que lo rodean como de la política y economía del momento e, incluso, de los cambios en su ciudad, Bascombe que conduce por barrios nuevos o viejas casas reformadas, que reflexiona sobre los nuevos y viejos tiempos de la sociedad estadounidense, que intenta mirar con una distancia justa su propia vida e integrar su mundo interior en el exterior.

En los cuatro relatos de Francamente, Frank, Ford recupera algunos elementos de sus novelas sobre Bascombe, una fecha significativa, los días previos a la Navidad, sus viajes por las calles de la ciudad, su mirada atenta a cada persona, casa o gesto, las reflexiones y recuerdos de su propia vida. Bascombe tiene sesenta y ocho años, está jubilado, ha superado el cáncer de próstata y las heridas en el pecho de Acción de gracias, sigue leyendo en la radio para los ciegos y visita a los soldados recién llegados de las zonas de combate para intentar ayudarles a pasar por el regreso a una vida normal. La idea central de Bacombe es el tiempo, la vejez, la cercanía de la muerte, intentar cerrar algunos puntos de su pasado, sabiendo que, como las dos novelas que escribió en otros tiempos (en tiempos lejanos), no hay un final cerrado, sólo la sensación de haber dicho aquello que es necesario.

El huracán Sandy ha azotado la costa de Nueva Jersey. La gente se prepara para la Navidad. Bascombe, jubilado, regresa a su antigua casa de la costa, devastada por el huracán, se encuentra con la antigua moradora de su actual casa, que intenta volver para cerrar la historia que vivió en ella, visita a su primera mujer en una residencia de lujo o a un viejo conocido de los tiempos del divorcio. Ford parece entrecerrar historias dentro de Francamente, Frank, regresa a Bascombe para hablar de los tiempos políticos, de la búsqueda de una falsa seguridad y espiritualidad, de una sociedad que no sabe cómo integrar a las diferentes razas y creencias, del paso y el peso del amor, de la vejez como un lugar donde soltar lastre y quedarse con lo mínimo para aprovechar el momento. La conocida voz de Bascombe no ha perdido fuerza ni exhaustividad,

Los relatos de Ford, sólidos, reflexivos, se centran en encuentros donde hay una verdad que se atisba por el rabillo del ojo, una verdad a punto de ser revelada y que queda en el aire. Bascombe mira al escritor, periodista deportivo y agente inmobiliario, al marido y padre que fue, el intento por encontrar un equilibrio, el recuerdo de su hijo muerto, que tendría 43 años y del que se separó demasiado pronto, sigue reflexionando sobre su primer matrimonio, si hubo suficiente amor, qué fue lo adecuado, dónde estuvieron los fallos, sobre los hijos, sobre el poco tiempo que le queda por delante. En cada uno de los encuentros de Bascombe hay una búsqueda y cierta decepción, un intento de ajuste de cuentas, de solucionar el pasado, de cerrar historias, el propio Bascombe que intenta mostrar su “yo por defecto”, una imagen no del todo idealizada, no del todo completa, de sí mismo.

Estos relatos, sin llegar a la maestría de Rock Springs, son el reencuentro con un personaje y una forma de narrar que han formado parte de mis lecturas de los últimos años. Hay algo agridulce en ellos, se echa de menos una mayor extensión y profundidad. Todo regreso tiene algo de incompleto.







Lo que he intentado con mis visitas, y lo que una vez más trato de conseguir esta noche, es ofrecer a Ann lo que considero mi «Yo por Defecto», y ello procurando darle lo que creo que más quiere de mí: la verdad esencial. Lo hago presentándole el yo que me gustaría que los demás pensaran que soy, y que en el fondo soy: una persona que no miente (o rara vez), que no presupone nada del pasado, que siempre emprende el camino más fácil y optimista (cuando lo hay), que no prevé el futuro, que estiliza sus palabras (sin adornos), y en todos los casos se comporta como es debido. En mi opinión, ese yo representa de forma verosímil la mitad de la venturosa unión de dos almas buenas que todo casamiento promete sellar pero no logra realizar en la mayor parte de los casos, como ocurrió con nosotros tanto tiempo ha. Prosigo con esto por la posibilidad de que largos años de divorcio, más la aparición de la vejez y el valor agregado de la enfermedad mortal, ponga al fin algo de esa ventura a nuestro alcance. Ya veremos. (El cumpleaños de Sally Caldwell, su sexagésimo quinto, es mañana, y esta misma noche, pase lo que pase, me la llevo a cenar a Lambertville para celebrarlo, y después a renovar nuestras propias y venturosas promesas de segundas nupcias. Esta noche no voy a quedarme mucho tiempo en Carnage Hill).
La preocupación de Ann por la verdad esencial es, por supuesto, lo que acosa a la mayor parte de los divorciados, en especial si el cónyuge desechado sigue vivo. El punto de vista de Ann es fundamentalmente esencialista, según lo denominan los casuistas en el Seminario. Hace años, cuando nuestro hijo Ralph murió tan joven y durante una temporada yo anduve perplejo por las cosas de la vida, la mala suerte y un desconsuelo de grado casi manicomial, con la consecuencia de que nuestro matrimonio se precipitó por la pendiente, Ann llegó a convencerse de que yo, en esencia, no la quería lo suficiente. De otro modo habríamos seguido casados.
Arraigada en ese convencimiento está la milenaria búsqueda del filósofo de lo que es real y lo que no, con el matrimonio como un terreno de pruebas semejante a Arenas Blancas. Si Ann (éste es mi punto de vista sobre su punto de vista) lograra hacerme reconocer que sí, es cierto, realmente no la quería —o si la quería, en aquella época no la quise lo suficiente—, entonces ella estaría en condiciones de una vez por todas, antes de morirse, de saber algo verdadero, algo en lo que podría confiar plenamente: mi perfidia. Mientras que su propia esencia es, desde luego, lo contrario de la perfidia —bondad fundamental—, ya que está convencida de que con toda seguridad me quería lo suficiente.
Sólo que yo no lo reconozco. Con lo que Ann se pone quisquillosa, empieza a dar vueltas al problema y me lo restriega como un herida que no acaba de curarse. Aunque se curaría si dejara de irritarla de una vez.
Mi opinión es que en aquellos atroces días de hace tanto tiempo yo quería a Ann con todo el amor que cabía en mí. Si no era suficiente, al menos reventó las costuras. Por aquel entonces, lo realmente esencial (nunca me ha gustado el sonido de «realmente»; me gustaría sacarla a patadas de la lengua junto con otras muchas palabras) era su propia necesidad insaciable de estar… ¿cómo? ¿Segura de sí misma? ¿Afirmada? ¿Atendida? Todo lo cual es «amor», según su definición.
La deplorable muerte de nuestro pobre hijo y mis perplejas incoherencias fueron tristes contribuciones al fin de nuestro matrimonio: no hay discusión en eso. Culpable de lo que se me imputa. Pero es precisamente el ansia y la carencia que había en ella lo que, durante todos estos años, la ha dejado con una inquietante y fastidiosa sensación de la falsedad de la vida y el fracaso de no encontrar su debida esencia. Puede que Ann sea republicana en el fondo de su ser.
Richard Ford. Francamente, Frank. Traducción de Benito Gómez Ibánez. Anagrama.

viernes, 20 de mayo de 2016

leyendo Francamente, Frank. Richard Ford

El martes pasado leí un artículo en el New York Times sobre cómo sería verse lanzado al espacio exterior. Era un pequeño recuadro en la parte izquierda de una de las páginas interiores del suplemento de Ciencias de los martes, uno de esos artículos que rara vez se adentran en ese aspecto interesante, personal, de las cosas: el asunto que un relato breve de Philip K. Dick o Ray Bradbury trata a fondo con profundas (aunque absolutamente irrelevantes) consecuencias morales. En realidad, esos artículos del Times están sólo destinados a facilitar a los directivos de inferior rango de Schwab y a los aprendices de Ernst & Young con salario de esclavos temas descabellados que les hagan parecer muy cultos ante sus colegas-competidores durante los primeros minutos de calentamiento de cada mañana, y a que puedan sevirles de tema toda la jornada. («Cuidado, Gosnold, si no quieres que lance inmediatamente al espacio exterior todo ese análisis de mercado y a ti junto con él…». Fugaces movimientos de cejas, sonrisas por todas partes).
No hay nada tan sorprendente en verse lanzado al espacio exterior. La mayoría de nosotros no tardaría más de quince segundos en perder la conciencia, de manera que toda consideración sensorial y anímica resulta claramente irrelevante. El articulista del Times, sin embargo, observaba que los más saludables de entre nosotros (astronautas, pescadores de perlas de las Fiji) podrían, de hecho, permanecer con vida y conscientes durante más de dos minutos, a menos que contuvieran el aliento (yo no lo haría), en cuyo caso les estallarían los pulmones; aunque no la piel, eso es interesante. Los datos no eran muy precisos en lo que se refiere a la calidad de conciencia que persistiría: cómo se sentiría uno o lo que podría pensar en esos últimos y delicados momentos, la misma cantidad de tiempo que tardo en cepillarme los dientes o (a veces, según parece) en echar una meada. No es difícil, sin embargo, imaginar que uno se pondría a pensar en las musarañas dentro de la burbuja del casco, tratando de asimilarlo, no queriendo desperdiciar los últimos y preciosos momentos presurizados cayendo en un pánico absurdo. Interesándose probablemente en lo que estuviera al alcance de la vista: las estrellas, los planetas, la esfera verdiazul de la lejana Tierra, el curioso aspecto de la cercana, aunque tan lejana, nave nodriza, blanca y acerada, con «Old Glory» pintado en la proa; la atracción del abismo propiamente dicho. Resumiendo, uno intentaría pasar su breve y último intervalo de vida de una manera agradable no prevista de antemano. Aunque también cabe imaginar que esos dos últimos minutos pareciesen una vida exageradamente prolongada. (Gran parte de lo que leo y veo en la tele estos días, tengo que decir, parece encaminado a apartarme de la escena humana de la forma más rápida e indolora posible: haciendo que lo desconocido no sea tan penoso. Aun cuando el hecho de que las cosas tengan un final es a menudo lo más interesante que tienen, en la medida en que en su mayor parte las cosas no parecen acabar, ni mucho menos, con la suficiente rapidez).
Richard Ford. Francamente, Frank. Traducción de Benito Gómez Ibánez. Anagrama.