Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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domingo, 21 de febrero de 2016

Desde ahora te acompañaré a casa. Kjell Askildsen

Askildsen es la palabra exacta y la frase precisa. En sus relatos cortos deambulan muchachos que descubren el sexo, se enfrentan a la figura paterna o se esconden para mirar sin ser vistos, padres perdidos por una ciudad desconocida y que ven en su hijo a un extraño, parejas que siguen adelante por inercia, a pesar de la tensión, el odio y los celos y tratan de que todo siga como antes, instantes donde algo está a punto de revelarse, una verdad última, una renuncia o la perdición y que deja a los personajes y la acción en suspenso. Askildsen sugiere más que describe, se detiene en un momento concreto y significativo y lo muestra de manera sencilla, desarrolla la historia y los personajes hasta que quedan desnudos y desprotegidos.

Los relatos de Desde ahora te acompañaré a casa tienen una estructura sencilla y clara, los primeros centrados en la adolescencia y el misterio del sexo y la amistad, los centrales en las relaciones entre padres e hijos y los finales en el complejo mundo de las relaciones amorosas. Si en los primeros relatos, los muchachos y muchachas sienten el sexo como algo puro, primigenio y enigmático, un camino para entender la vida y el mundo adulto, en los finales las parejas están hastiadas, llenas de rabia contenida y celos, una evolución que muestra la pérdida de la inocencia inicial y las relaciones como un sentimiento deteriorado y decaído, una lucha por el poder entre dos personas que bascula entre la necesidad y el odio.

De los primeros relatos, quedarse quieto y enmudecido ante la primera relación sexual, acercarse a un acantilado y sentir el vértigo y la cercanía de la muerte (un conocimiento que hace madurar a un muchacho tímido), mirar la vida a través de unos prismáticos y sentir en esa distancia protectora el engaño y el vacío de un mundo extraño, los recuerdos de un padre severo que ejercen como bisagra a los relatos sobre padres e hijos distanciados. De estos primeros relatos, la sutileza de Askildsen para hablar de miedos, descubrimientos y vértigos, de cobardías y el primer atisbo a la vida adulta. 

Ella se tumbó boca arriba, y él se dio cuenta de que lo estaba mirando. Qué poema tan raro, dijo ella, y la manera en la que lo dijo le hizo sentirse feliz. ¿Te ha gustado?, preguntó él. Ven aquí y te contestaré, respondió ella. Él se tumbó de lado con la mano en el hombro de ella y el antebrazo sobre su pecho. Te admiro, dijo ella. Lo miraba mientras lo decía, y él no entendía cómo ella podía decir algo tan grande mirándolo a los ojos. Él llevó la mano hasta el pecho de ella, y ella dijo pero no por eso te dejo arrugarme la blusa. No, dijo él, y empezó a desabrochársela.
—¿Nunca te hartas de mirar? —preguntó ella.
—Nunca hasta ahora he desabrochado esta blusa.
—Es nueva.
—Tiene más botones que ninguna.
Le abrió la blusa. La cogió por los hombros y la levantó para poder pasarle la mano por detrás. Le desabrochó el sujetador y le dijo quiero quitarte la blusa del todo. Ella se limitó a sonreír. Él le quitó la blusa y el sujetador, y los pechos se desparramaron un poco, pero no mucho. Tenía la sensación de que ya había vencido todas las dificultades. Ahora podía mirarla de nuevo a los ojos. ¿Ya estás feliz?, preguntó ella. Sí, respondió él, estoy pensando que ninguna otra cosa puede hacerme tan feliz. Pero hay algo más, y tengo que probarlo.


Hay un relato portentoso en Desde ahora te acompañaré a casa, La noche de Mardon, donde un padre va a visitar a su hijo a la ciudad. Llega de noche, está desorientado, le cuesta encontrar la casa de su hijo. En un par de habitaciones, padre e hijo, con mismo nombre, se hablan y se escabullen, se acercan y se temen, se odian y se abandonan. Padre e hijo que no encuentran un lugar donde coincidir, donde sentirse cómodos. Askildsen cambia el punto de vista, pasa de una habitación a otra, en una el padre que recuerda el viaje hecho y sus ganas de huir, en la otra el hijo que habla con su amante y le descubre su rabia contenida. Hay desolación, odio y tristeza en este relato, hay una escritura concisa y directa, hay tensión y algo que está por derrumbarse. Las relaciones en Askildsen, una vez abandonada la adolescencia, parecen resquebrajadas. 


«Querido Mardon: Vuelvo a casa en el tren que sale dentro de unas horas. Tenía muchas ganas de volver a verte, y me alegro de haber venido. Pero soy más viejo de lo que pensaba, y el largo viaje me ha dejado muy cansado. Si al menos hubiera logrado dormir…, pero había olvidado el efecto que tienen en mí las habitaciones extrañas, y mi corazón no es tan fuerte como antes. Estoy seguro de que me entenderás. Que te vaya todo muy bien, chico. Con cariño, tu padre». Dejó la carta encima de la mesa, luego se acercó a la puerta, apagó la luz y abrió con cuidado. El pasillo estaba oscuro. Volvió a cerrar la puerta y encendió la luz. Tal vez no se hayan dormido. Empujó la puerta hasta abrirla del todo, de manera que la luz de la habitación iluminara la escalera. Oía un murmullo lejano y difuso. Sí, sí, da pena, lo sé. Pero entonces finge un poco de amor, aunque solo sea por un día, no solo por él, también por ti. Empezó a deslizarse por el pasillo hacia la escalera. ¿Fingir amor? Parece muy sencillo. Se agarró al pasamanos con la mano derecha. El pasillo de la planta baja estaba a oscuras. Cuando me dio los álbumes lo llamé padre. Pude ver lo feliz que se sintió, y entonces lo odié. ¿Qué me ha hecho él para que ni siquiera pueda soportar que se sienta feliz por algo que yo le diga? Andaba despacio, cada vez estaba más oscuro. A cada paso que daba era como si dejara atrás un yugo. Iba tanteando continuamente para encontrar el interruptor, abrió la puerta del portal, voy camino a casa. ¿O qué le has hecho tú a él? preguntó Vera. Ella había apagado la luz y estaba tumbada en el colchón hinchable, con las manos debajo de la mejilla. ¿Qué quieres decir? Solo que suele ser el deudor el que odia a su acreedor, no al revés. Andaba sonriente en medio de la tranquila calle, entre los portales sin número, robados, eso dicen, dentro de dos días estaré en casa, voy camino a casa. Recuerdo, dijo ella, que en una ocasión una persona me hizo un gran favor. Debería haberle dado las gracias, se las debía, eso me parecía, pero no lo hice, lo aplacé hasta que me pareció demasiado tarde, y un día me enteré de que había muerto. ¿Adivinas lo que sentí? Alivio. Pero no vine por aquí, veamos, vine por el este, más vale salir de estas callejuelas, nunca se sabe lo que puede ocurrir, un gato negro significa suerte. No soy supersticioso. Dios sabe adónde llegaré. Este lugar tiene muy mala pinta, más vale andar por en medio de la calle. Nunca he estado aquí. ¿Por qué creo que vine por el este y, en ese caso, dónde está el este, en mitad de la noche? Bueno, tengo mucho tiempo, puedo ir hacia el oeste, pues antes o después me toparé con algo que no sean gatos negros. Dime qué puedo hacer, dijo Mardon. Ella no contestó. Estaba llorando. ¿Por qué lloras, Vera? 




Los últimos cuentos son excepcionales, parejas que se aman y odian a partes iguales, que se dejan llevar por los celos o la obsesión, que vigilan y encierran al otro, las relaciones como un problema entre lo que se espera del otro y la realidad, como si los personajes de Askilden quisieran que el otro fuese una marioneta fácil de controlar. Aquí, la escritura de Askildsen, es escueta, muestra el nerviosismo y la incertidumbre de los personajes, los lleva hasta el delirio o la inquietud. El mejor de estos relatos es Todo como antes (que dio título a la colección de relatos editada por Debolsillo), una pareja en Grecia, un hombre que quiere castigar y boicotear a su mujer por sus escarceos y que se sabe débil y enfermizo. 

Desde ahora te acompañaré a casa es una lectura intensa, certera y desafiante, una buena muestra de la habilidad y maestría de Askildsen en el relato corto, la tensión y el encierro en el que viven sus personajes, su forma de acercarse al otro con el misterio de la adolescencia o de alejarse en la madurez y la vida como desarraigo y tensión.








Karl se detuvo y se echó el flequillo hacia atrás. Estaba sudando otra vez. Permaneció unos instantes mirando hacia su casa, destruida por el incendio. Yo empezaba a impacientarme. Lo había acompañado hasta allí porque quería realizar una buena acción, y me parecía que ya era hora de que me pidiera ayuda.
¿Crees que Dios podría haber evitado el incendio?, preguntó.
Sí.
Estaba en medio de la pequeña llanura, a algo más de un metro del precipicio.
¿Es verdad que Dios no deja que se burlen de él?
Sí.
Me miró asustado. Estaba de espaldas al mar y a los tejados de las casas. Retrocedió un paso. Yo me quedé como clavado en el sitio; me mareo, siempre me he mareado, no soporto ver a nadie balancearse al borde de un precipicio, no lo aguanto, pero me fascina, y no le di la espalda a Karl. Retrocedió un paso más y se detuvo a unos centímetros del precipicio, todavía de espaldas. Yo sabía que estaba tan mareado como yo. Nos miramos fijamente, creo que yo signifiqué mucho para él en ese momento. ¡Estaba tan asustado… y se mostraba tan valiente!
Me burlo de Dios, dijo, susurró, sus palabras apenas me llegaron. Seguía moviendo los labios, pero yo no oí nada más. Entonces se dio vuelta, miró hacia abajo, y entregó a Dios la mejor carta que tenía en la mano, su vértigo. No sé cuánto tiempo permaneció así, pero lo suficiente y más de lo que yo habría podido permanecer allí para probar lo contrario, es decir, que Dios existía y que me atrevía a poner mi vida en Sus manos.

***

—Me puse muy contento cuando escribiste diciendo que ibas a venir.
—Siento que haya acabado así.
—¿De verdad lo sientes?
—¿Qué quieres decir?
—¿Lo sientes realmente?
—Ya te lo he dicho. No quería luchar contra ti, ni siquiera quería tener razón sobre ti. Dime una cosa, padre, imagínate que no fuera tu hijo, imagínate que fuera un conocido y que hubieras sabido de mí lo mismo que sabes ahora, ¿te habría hecho ilusión volver a verme? ¿Alojarme en tu casa?
—Evidentemente no habría sido lo mismo.
—Así es. Y si tú sólo hubieras sido mi semejante en lugar de mi padre, no habría venido a verte. ¿No significa esto que lo que nos une no es más que una convención? Somos padre e hijo, y por tanto estamos obligados a mostrarnos afecto mutuamente; si no lo hacemos, nos invade el sentimiento de culpa. Pero ¿por qué? ¿Existe alguna razón para creer que el afecto es algo genético? No nos exigimos a nosotros mismos sentir afecto por un vecino o un compañero de trabajo. No sé si entiendes lo que quiero decir.
—Sí. Conque es así como lo ves. Una convención. Que Dios te perdone esas palabras, Gabriel. Algún día te darás cuenta de lo equivocado que estás.
—Siempre has dicho eso, desde que tengo uso de razón te recuerdo diciendo algún día… Qué diferente habría sido si no hubieras creído en Dios.
—O si tú hubieras creído en él.
—Sí. Estamos condenados a atormentarnos mutuamente.
—No culpes a Dios de ello.
—A Dios no, a la idea de Dios, ese mito tan persistente de un poder que justifica unos actos y puntos de vista que en el futuro serán calificados de inhumanos. Tú crees que Dios es la meta de una fe, pero no es verdad, Dios es la fe en Dios, y por eso Dios morirá, muere día a día.
—Estás obsesionado.
—No, no soy más que un representante de un futuro que se niega a recibir una herencia, que se niega a llevar a Dios sobre la espalda.
—Será mejor que te vayas.
—Sí.
Fue hacia la puerta. Puso la mano en el picaporte y se volvió a mirar por última vez a su padre, que estaba sentado inmóvil en el sillón de respaldo alto, con los ojos cerrados y las manos agarradas a los desgastados reposabrazos. 

***

Carl repitió los detalles que más lo habían humillado, excepto lo que había dicho ella de que él no era capaz de satisfacerla. Lo repitió con todo detalle, y esperó que ella se sintiera destrozada.
Llegó el camarero con la otra cerveza justo cuando Carl había terminado de decir todo lo que quería. Ella llenó el vaso despacio, luego dio un largo sorbo y dijo:
—¡Por Dios, Carl, no tenías motivos para enfadarte así! Estaba borracha y no hice nada malo.
—Bueno, bueno. De acuerdo.
—Carl.
—No nos entendemos. ¿Qué habrías dicho si yo hubiera hecho lo mismo?
—Pero tú no eres así.
—Vaya por Dios.
—Eso es importante. Tú eres tú y yo soy yo. No me conoces.
—No.
—No me tortures.
Dejó vagar la mirada y dijo:
—Un momento antes de que llegaras estaba echándote de menos, a la vez que esperaba que no vinieras. Sentía una especie de temor a que aparecieras de repente. Como si me remordiera la conciencia y encima con razón. Ya me ha pasado otras veces. Eso de echarte de menos y no querer que vengas, pura esquizofrenia. Esta noche he decidido que lo nuestro tiene que acabar. Uno se siente muy mal cuando se deja pisotear.
—Pero estaba borracha.
—Querías emborracharte, como tantas otras veces. Y cuando te emborrachas, casi siempre me pisoteas. No soy tan imbécil como para no darme cuenta de que se debe a algo en nuestra relación, algo que tú deberías intentar remediar, pero no lo haces. Callas, te emborrachas y me pisoteas. No soy un gilipollas, y estoy harto de que me traten como si lo fuera.
—Pero no dijiste nada, ¿por qué no dijiste algo?
—No puedo meterme en tus cosas de esa manera, no puedo. No tengo ningún derecho sobre ti, pero sí tengo derecho a dar la espalda a quien juega conmigo y me humilla. Si hubiera dicho más de lo que dije, me habrías humillado aún más. Debí de haberme marchado, pero me sentía demasiado miserable para hacerlo.
Ella no dijo nada. Él se sintió de repente vacío. Echó cerveza en el vaso, aunque estaba casi lleno. Quería marcharse. Esperaba que ella le dijera algo ofensivo o hiriente que pudiera darle un motivo para hacerlo. Pero ella no dijo nada. Estaban sentados uno enfrente del otro, y Carl hacía como si contemplara lo que pasaba a su alrededor. Nina tenía la cabeza ligeramente ladeada y los ojos clavados en la mesa verde. Transcurrieron unos minutos. Carl se levantó y fue al servicio. Meó y estaba triste, y cuando volvió al bar en penumbra una pieza de jazz procedente de un tocadiscos en el rincón detrás de la barra lo hizo detenerse. Un saxofón penetró el aire con secuencias vulnerables y heridos, justo lo que necesitaba. Pidió un raki para no estar delante de la barra sin tomar nada. Podía ver a Nina, escuchaba la música y la miraba a ella. Pensó: ¿Por qué me remuerde la conciencia?
Vació el vaso, salió, se sentó y dijo:
—Me remuerde la conciencia, es ridículo, pero también estoy un poco triste. No estoy seguro de que sea por tu culpa, puede deberse a mi falta de respeto por mí mismo.
No sabía muy bien por qué lo había dicho y qué quería que ella contestara, pero ella no contestó nada; se limitó a seguir mirando al infinito. Y de repente esa acusación no mencionada de la noche anterior se colocó entre ellos como un muro y como una libertad. Al levantarse, él dijo:
—Me vuelvo a casa.
Kjell Askildsen. Desde ahora te acompañaré a casa. Traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo. Lengua de trapo.

sábado, 28 de noviembre de 2015

El bosque del odio. Romain Gary

En Europa tenemos las catedrales más viejas, las universidades más viejas y más célebres, las librerías más grandes, y es aquí donde se recibe la mejor educación. Dicen que la gente viene de todos los rincones del mundo para instruirse. Pero al final, lo único que esa famosa educación europea te enseña es a encontrar el valor y las razones adecuadas, válidas, limpias, para matar a un hombre que no te ha hecho nada, y que está sentado ahí, en el hielo, con sus patines, la cabeza gacha, esperando. 

Un muchacho inocente y puro, un bosque donde esconderse de extrañas bestias con forma humana, los edificios semiderruidos por la guerra y los palacios convertidos en cárceles, las mujeres violadas y las mujeres que intentan no sentir nada, seguir adelante y sobrevivir a la barbarie, la música como recuerdo de una belleza pasada, de un mundo armónico, la muerte en las calles y entre los árboles, un forajido de leyenda, los partisanos y soldados alemanes que una vez fueron zapateros, granjeros o inventores de juguetes musicales y que ahora deben concentrarse para recordar la vida antes de la guerra, el bosque nevado y helado que todo lo unifica, y en el invierno, en la guerra, un estudiante que escribe pequeños cuentos sobre muertos y un mundo y hermanado mejor tras la destrucción. 

El bosque del odio contiene elementos de los viejos cuentos infantiles, los bosques, las bestias, la muerte acechante, la búsqueda de una salida y una verdad última. Salvo que en la novela de Garay las bestias se confunden, el bosque es, a la vez, encierro y salvación, las lágrimas no reviven a los muertos y la belleza se convierte en amargura. Janek apenas tiene catorce años, lee libros del salvaje oeste, se cree un piel roja, tiene un pequeño refugio en el bosque y ve partir a su padre. Fuera del refugio, el bosque que acoge a diferentes facciones de partisanos y, más allá, los pueblos que ha dejado atrás y en donde hay violaciones, ahorcamientos y lucha. Janek busca la compañía de los partisanos, se convierte en mensajero, aprende a luchar, a matar, encuentra el amor en una muchacha que usa su cuerpo para sacar información a los alemanes, se emociona con la música, ve el mundo dentro y fuera del bosque de otra manera, madura, y con la madurez, el dolor.

Miró el mundo helado a su alrededor, completamente inmóvil y que parecía condenado a permanecer inmutable, sin germinar, sin florecer, sin revivir, sin renacer hasta la noche de los tiempos; donde todo estaba condenado a permanecer como en el día del primer crimen, condenado a matar y a morir; donde el horizonte era un pasado que siempre volvía a comenzar; donde el futuro no era más que un arma nueva; donde el amor era polvo en los ojos; donde el odio oprimía los corazones como el hielo apresaba aquella barca con los remos separados como brazos impotentes; y la manita de Zosia en la suya no era más que un pedacito minúsculo y helado del frío universal. Ella le abrazó, se apretó contra él y se echó a llorar, también ella, no porque la afligiese alguna tristeza irremediable sobre el mundo, sino porque él parecía tan triste y tan perdido, y no sabía cómo ayudarle…

Gary huye del maniqueísmo, de buenos muy buenos y malos perversos, hay un bosque, y dentro del bosque, fieras (y cualquiera, con la mejor educación, se puede convertir en una). La muerte iguala a todos, los ojos de terror ante el último segundo, el recuerdo de una vida anterior en una fotografía, la música y la literatura como únicas formas de cordura dentro de la guerra. Janek llora al escuchar a un muchacho judío tocar el violín o a una mujer interpretar a Chopin al piano, y se emociona con los cuentos del estudiante y partisano Dobranski, unos cuentos que hablan de muertos y una esperanza tras la guerra (el mejor momento de la novela es uno de estos cuentos, una patrulla alemana perdida en la nieve rusa y cómo mueren una a uno entre visiones extrañas, ocho hombres que pierden la vida en un último aliento doloroso). 

El bosque del odio está poblado de refugios (el bosque en sí, los escondrijos bajo tierra, la música o la escritura, el amor, un lugar dentro de cada personaje en el que preservar la identidad y las ideas anteriores a la guerra, un lugar dentro que, a veces, es masacrado). Los personajes deambulan en un mundo de dolor y muerte, se acostumbran a una vida donde la tensión, la espera y la confrontación es continua, seres agazapados entre los árboles o que viven en pueblos ocupados y cuya capacidad de sorpresa ante lo que ven no disminuye. Gary construye las historias de El bosque del odio en capítulos cortos y sencillos, una mirada amplia que cruza al joven Janek y su paso a la madurez con el idealismo de Dobranski, los sacrificios de Zosia o la amistad con un soldado alemán que fabrica juguetes musicales. 

Romain Gary tiene un par de novelas excepcionales, Las raíces del cielo y La vida ante sí. El bosque del odio se queda a medio camino, una buena novela de iniciación y una reflexión sobre el ser humano y Europa que a veces cae en la sensiblería y bajones en su interés.







Por más que digan que la libertad, la dignidad, el honor de ser un hombre, todo eso, en fin, sólo es un camelo, un cuento de hadas por el que nos matamos unos a otros, la verdad es que hay momentos en la historia, momentos como los que estamos viviendo, en los que todo lo que impide al hombre desesperar, todo lo que le permite creer y seguir viviendo, necesita un escondite, un refugio. Ese refugio a veces sólo es una canción, un poema, una música un libro. Yo quisiera que mi libro fuera uno de esos refugios, y que al abrirlo, después de la guerra, cuando todo haya acabado, los hombres encuentren su bien intacto, que sepan que aunque nos obligaron a vivir como animales, no pudieron obligarnos a desesperar. La desesperación no es más que una falta de talento. 

***

Tomó el violín. De pie en medio del sótano maloliente, vestido con sucios harapos, el niño judío cuyos padres habían sido asesinados en un gueto restituyó el mundo y a los hombres, restituyó a Dios. Tocaba.
Su rostro ya no era feo, su cuerpo torpe ya no era ridículo, y en su pequeña mano el arco se había convertido en una varita mágica. Con la cabeza echada hacia atrás como hacen los triunfadores, los labios entreabiertos en una sonrisa victoriosa, tocaba. El mundo había salido del caos. Había tomado una forma armoniosa y pura. Primero murió el odio, y a los primeros acordes el hambre, el desprecio y la fealdad huyeron, como larvas oscuras que a la luz se ciegan y mueren. En todos los corazones vivía el calor del amor. Todas las manos estaban tendidas, todos los pechos eran fraternales. De vez en cuando el niño se detenía y dirigía a Janek una mirada triunfal. 

***

Ahora Janek tenía quince años. Cuando caminaba con los verdes por el bosque nevado, con una metralleta en la mano, o cuando cargaba sobre sus hombros, hacia algún puesto avanzado, cartuchos de dinamita escondidos entre un montón de leña, cuando miraba pensativamente la cápsula de cianuro que llevaba siempre escondida, como todos los partisanos, sentía que no le quedaba mucho que aprender y que pese a su tierna edad era un hombre instruido. Esperaba con ansia la ocasión de demostrar que había aprendido la lección y que era como cualquiera de aquello con los que compartía vida y peligros, pero que a veces seguían tratándole con cierta superioridad, como si aún fuera un niño. Y el pulso de la libertad, ese latido subterráneo y secreto que se extendía, cada vez más intenso, cada vez más perceptible, por todos los rincones de Europa, y cuyos ecos llegaban hasta aquel bosque perdido, le hacía soñar con hazañas heroicas, proezas viriles que harían que el partisano Nadejda se sintiera orgulloso de su más joven recluta. 
Romain Gary. El bosque del odio. Traducción de Ignacio Vidal-Folch. Galaxia Gutenberg.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

Cuna de gato. Kurt Vonnegut


En este libro nada es verdad. En este libro hay un truco de magia hecho con hilos y cuerdas, una religión ficticia que aboga por la mentira para enmascarar la realidad más dura y dolorosa, personajes delirantes que deambulan por la vida con una sonrisa absurda o con las más extremas ideas, una isla extraña que nadie quiere gobernar y en la que, en vez de guillotina, se usa un enorme gancho de hierro como castigo y muerte, un final apocalíptico para el mundo y mucha, mucha estupidez. También, científicos abstraídos y ajenos a la realidad, filósofos de calle en vendedores de lápidas o viejas secretarias, nihilistas que queman apartamentos, médicos que intentan exculpar sus días en los campos de exterminio nazis, una mujer hermosa que toca el xilófono, todos ellos forman un mismo equipo sin saberlo, un nuevo lenguaje, un grano de hielo-nueve que convierte los líquidos, mares, agua, sangre, en sólidos.

Llamadme Jonás, dice el narrador parafraseando al Ismael de Moby Dick. Y, como Ismael, Jonás se lanza a un viaje descabellado que lo acerca a la muerte. Solo que Jonás descubre y escribe sobre un mundo y unos personajes estúpidos y ciegos. Jonás quiere escribir sobre la bomba de Hiroshima, saber qué hicieron algunos americanos ilustres en aquel día negro. Y ese libro dio la casualidad, «estaba previsto que diese la casualidad», diría Bokonon, es un inicio que le lleva a estar en los lugares apropiados en el momento oportuno, a formar una pequeña comunidad de seres estrafalarios que lo empujan hacia su destino final y a abrazar el bokononismo, una religión basada en mentiras, sentencias escritas con frases directas o en calipsos que recuerdan cómo un borracho o una reina británica están en la misma maquinaria y las mentiras son necesarias para afrontar la realidad.

Yo quería que todo
Pareciese tener sentido,
Y ser todos felices, sí,
En lugar de enemigos.
Y mentiras inventé
Que acoplaran bien,
Y de este mundo hice
Un par-a-íso.

Parafraseando al Vonnegut de El desayuno de los campeones, Cuna de gato es un puñado de personas colisionando entre sí, Jonás que investiga sobre el día de la bomba y su inventor, el doctor Félix Hoenikker, y a través de su libro, colisiona con sus tres hijos, una isla caribeña, una religión nueva, un invento capaz de solidificar cualquier líquido, un fin del mundo estúpidamente accidental. El día que se lanzó la bomba sobre Hiroshima, el doctor Hoenniker formó con una cuerda una cuna de gato en su mano y que enseñó a su hijo de seis años, un truco de ilusionismo, un juego infantil donde no se ve ni cuna ni gato y deja al espectador confuso. Y eso es esta novela, una cuerda que forma una ilusión de algo caótico e invisible pero que, por debajo, habla de la estupidez humana con ironía y, también, una pizca de ternura.

Cuna de gato es una divertida, irónica y amarga reflexión sobre el ser humano, su incompetencia y sus creencias absurdas. Y Bokonon, un náufrago, como creador de una religión que intenta atajar esa incompetencia y crear una comunidad diferente. Nosotros, los bokononistas, creemos que la humanidad se organiza en equipos, equipos que hacen la Voluntad Divina, sin descubrir jamás qué es lo que hacen. Bokonon llama «karass» a tales equipos, y el medio, el «kan-kan», que me condujo hasta mi «karass» fue el libro que no terminé nunca, el libro que iba a llamarse «El día del fin del mundo». A lo largo de la novela, Vonnegut presenta personajes al límite de la estupidez, genios sin empatía, idealistas, aventureros que acaban en una isla. Como en las posteriores Galápagos o Birlibirloque, en Cuna de gato los personajes y los encuentros se suceden de forma fragmentada, un rompecabezas que me hace sentir que cada página, cada uno de los cortos capítulos de la novela, es un centro.

¿Ves la cuna? ¿Ves el gato?







Me concentré en Los libros de Bokonon. Estaba aún tan poco familiarizado con ellos que pensé que contendrían en algún lugar consuelo espiritual. Pasé por alto rápidamente la advertencia que aparecía en la primera página de El primer libro:
«¡No seas loco! ¡Cierra, este libro inmediatamente! ¡No hay más que foma
Foma, por supuesto, son mentiras.
Y entonces leí lo siguiente:
«Al principio, Dios creó la tierra y, en Su cósmica soledad, se quedó observándola.
»Y Dios dijo: "Hágase la vida a partir del barro, para que el barro pueda ver lo que Hemos hecho." Y Dios creó a todos los seres vivos que ahora se mueven, y uno de ellos fue el hombre. El barro habló como sólo puede hablar el hombre. Y Dios se acercó a medida que el barro en forma de hombre se erguía, miraba a su alrededor y hablaba. El hombre parpadeó.
» "¿Cuál es el objetivo de todo esto?", -preguntó educadamente.
»"¿Acaso tiene que haber un objetivo para cada cosa?", preguntó Dios.
»"Por supuesto", dijo el hombre.
»"-Entonces te dejo que el objetivo de todo esto lo pienses tú", dijo Dios, y se marchó.»
Pensé que aquello no eran más que tonterías.
«¡Claro que son tonterías!», dice Bokonon.
Y entonces me concentré en mi celestial Mona, en busca de secretos reconfortantes e inmensamente más profundos.
Kurt Vonnegut. Cuna de gato. Traducción de Ángel Luis Hernández Francés. Editorial Anagrama.

lunes, 2 de noviembre de 2015

Kurt Vonnegut en Cuna de gato


1 El día del fin del mundo
Llamadme Jonás. Mis padres me llamaban así, o casi. Me llamaban Juan.
Jonás –Juan-, aunque hubiese sido Samuel, habría seguido siendo igualmente Jonás, no porque yo haya sido causa de mala suerte para otros, sino porque alguien o algo me ha forzado a estar sin falta en determinados lugares a determinadas horas. Se me han facilitado transportes y motivos, tanto convencionales como raros. Y, según estaba planificado, en el segundo señalado y en el lugar señalado, este Jonás estaba siempre presente.
Escuchad:
Cuando era más joven, hace dos esposas, hace doscientos cincuenta mil cigarrillos y más de tres mil litros de alcohol...
Cuando era mucho más joven aún, empecé a reunir material para un libro que iba a llamarse El día del fin del mundo.
El libro iba a basarse en hechos reales.
El libro iba a ser un informe acerca de lo que algunos americanos importantes habían hecho el día en que se lanzó la primera bomba atómica sobre Hiroshima, Japón.
Iba a ser un libro cristiano. Por aquel entonces yo era cristiano.
Ahora soy bokononista.
Y por aquel entonces habría sido bokononista si hubiera habido alguien que me hubiese enseñado las agridulces mentiras de Bokonon. Pero el bokononismo era algo desconocido más allá de las playas de guijarros y los cuchillos de coral que rodean esta pequeña isla del Mar Caribe, la República de San Lorenzo.
Nosotros, los bokononistas, creemos que la humanidad se organiza en equipos, equipos que hacen la Voluntad Divina, sin descubrir jamás qué es lo que hacen. Bokonon llama karass a tales equipos, y el medio, el kan-kan, que me condujo hasta mi karass fue el libro que no terminé nunca, el libro que iba a llamarse El día del fin del mundo.
2 Bien, bien, muy bien
«Si ves que tu vida se complica con la vida de otra persona por motivos no muy lógicos -escribe Bokonon-, puede que esa persona sea un miembro de tu karass
En otro pasaje de Los libros de Bokonon, Bokonon nos dice: «El Hombre creó el tablero de damas. Dios creó el karass.» Con ello quiere decir que un karass no conoce limitaciones, tanto de clase, como familiares, profesionales, institucionales o nacionales.
La forma de un karass es tan libre como la de una ameba.
En su «Quincuagesimotercer calipso», Bokonon nos invita a cantar con él:
Oh, un borracho durmiendo
Hay en Central Park
Y un cazador de leones
En la oscuridad tropical
Y un dentista chino
Y la reina británica
Todos juntos se acoplan
En la misma máquina
Bien, bien, muy bien
Bien, bien, muy bien
Bien, bien, muy bien
Gente tan variada
En la misma maquinaria
Kurt Vonnegut. Cuna de gato. Traducción de Ángel Luis Hernández Francés. Editorial Anagrama.