Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

lunes, 27 de marzo de 2023

Los lunes de Anay. Tribus...















“Es el soplo de los ancestros”

                                          BIRAGO DIOP


UN HIMNO FUNERARIO EN FALSETE.
Primero de febrero de 2006

Por la noche mi abuelo
rechazó el té
en su lugar ofreció su último
aliento,
la tierra se desplazó una 
pulgada.
Y escuché afuera un susurro
de hojas
o el centellear de un trueno
sonar en medio de los
lamentos.

En el funeral
cuando el corista cantó
el himno del paraíso en falsete
yo imaginé un grupo de
ángeles
anunciando la llegada de mi
abuelo
quien iba migrando en un bote
de cristal.

Ha pasado una década ahora,
y los suspiros han remplazado
los himnos
en el orden de los recuerdos.
Las elegías, también, regresan
a mí
el camino a un callejón vacío
devuelve nuestro regalo de
palabras en múltiplos.

                                      GBENGA ADEOABA
                                      (Versión de Diana Brenda Galván)






Feliz lunes.

Un beso,

Anay


miércoles, 22 de marzo de 2023

El fondo del puerto. Joseph Mitchell


Opté por un libro de reportajes sobre las aguas de Nueva York por el recuerdo del libro que Mitchell dedicó a Joe Gould, un vagabundo bohemio que durante una treintena de años se embarcó en un proyecto descomunal, lunático y obsesivo: transcribir en docenas de cuadernos las conversaciones captadas en la ciudad, convirtiendo esa historia oral en una enciclopedia de las calles y los tiempos neoyorquinos. Porque, a priori, no conseguía sentir afinidad con unos reportajes sobre muelles, mercados de pescado, fondos marinos y viejos caladeros —he aquí uno de mis conflictos como lector: desechar aquellos caminos que, en apariencia, no llevan a ningún sitio o, al contrario, buscar sólo lo que me es remoto y desconocido. Elegir entre lo luminoso o lo hermético, lo extraño o lo que me lleve de vuelta a la infancia, lo original o lo primitivo, la incertidumbre o la convicción—. 

No son los rascacielos legendarios. Tampoco los puentes de acero y granito o las extensas avenidas. Ni siquiera la inercia vertiginosa de Nueva York donde captar personajes extravagantes, oscilaciones políticas o estrellas de la literatura. Son el mercado de pescado de Fulton, los viejos tiempos de los ostreros y los viejos edificios abandonados, las huellas de los primeros europeos en los apellidos locales, los pecios en el fondo de los caladeros y las ratas en los barcos recién arribados, las flores en cementerios ocultos y solitarios, la pesca del sábalo en el río y el tiempo pausado de los ribereños los que protagonizan los reportajes de Joseph Mitchell. 

De cuando en cuando, para espantar los pensamientos de muerte y desolación, me levanto temprano y me acerco al mercado de pescado de Fulton. Así inicia Mitchell el primero de sus reportajes. Habla, entonces, de su euforia ante el amanecer en el mercado y la abundancia de pescado y marisco, de la actividad y el jaleo de los pescaderos, de deambular una hora entre los puestos antes de tomar un desayuno en un restaurante cercano. Es ahí donde se inicia el giro, el encuentro entre tiempos. A la par de las descripciones del lugar y los trabajos del mercado, Mitchell da la voz al dueño del restaurante para hablar de sus raíces, de las plantas superiores de un hotel cerrado, de la curiosidad del dueño por esas plantas sólo accesibles a través de un viejo ascensor manual. Durante cuarenta páginas, Mitchell pasa de su congoja a sus paseos por uno de sus lugares favoritos de la ciudad, la reconstrucción de la historia de un emigrante italiano y un hotel abandonado, la biografía de un restaurante y la fascinación del emigrante por las habitaciones cerradas sobre su cabeza y leyenda y espejismo que suponen. Tirar de las cuerdas del ascensor y abrir la primera de las puertas cerradas supone el encuentro con la propia mirada proyectada hacia lo desconocido, con aquello que tememos encontrar. 

Una de los atractivos de estos reportajes es quienes los habitan y hablan con Mitchell. Emigrantes, pescadores de arrastre, descendientes de negros libres que fundaron un pueblo de ostreros —los descendientes ya nonagenarios, el arte del cultivo de ostras desaparecido—, ribereños que buscan los árboles adecuados para construir su barrera de redes en la pesca del sábalo. Los hombres y mujeres que toman la palabra en estos reportajes parecen sentir el tiempo en ellos, se mueven y hablan a gestos lentos, su mirada pausada. Mitchell recoge sus monólogos, su manera de expresarse y mirar, su relación con el entorno y el trabajo y las desapariciones del mundo conocido a través de los años.


Cuando vemos que la corriente afloja, volvemos a la hilera y nos preparamos para recoger la red. A menudo llegamos demasiado pronto y tenemos que quedarnos de brazos cruzados junto al primer poste, haciendo tiempo. A veces tenemos que esperar una hora larga. Si es de día nos quedamos allí sentados, mirando las Palisades, los trenes de mercancías de la New York Central por el lado de Nueva York, que parece que tengan veinte kilómetros de largo, o las puntas de los rascacielos río abajo, a lo lejos. Nunca he sabido qué pensar de todos esos rascacielos. A veces me parecen hermosos y a veces los encuentro artificiales y chabacanos. Si hay que esperar y es de noche, nos quedamos allá mirando el extraño resplandor que flota sobre el centro de Manhattan y que es el halo de las luces de Times Square. En las noches frías y serenas de abril, desde un bote a oscuras en medio del río, ese resplandor parece un anuncio del Juicio Final, el Segundo Advenimiento o el fin del mundo.


Y está la parte fantasmal de estos reportajes, los caladeros que guardan esqueletos de barcos y huesos humanos y viveros de bombas, las ratas en los buques recién atracados y el riesgo de pandemia, los cementerios antiguos rodeados por fábricas, los trabajos y los gestos anacrónicos, la propia ciudad de Nueva York, en un segundo término entre. Y el detallismo de Mitchell en describir especies marinas, tipos de barcos y patrones, técnicas de pesca y cultivo de ostras, el mismo agua del puerto de Nueva York y su fondo, sucios y corrompidos, un detallismo que me recordó al Melville de Moby Dick y que veo en la posterior trilogía de Richard Ford sobre Frank Bascombe. 

Y la presencia del propio Mitchell.


El Hudson es un río que siempre me ha atraído, y a lo largo de mi vida he pasado mucho tiempo curioseando por sus riberas urbanas. Nunca me canso de mirarlo, tiene algo que me resulta hipnótico. Me gusta mirarlo en pleno verano, cuando sus aguas fluyen tibias, sucias y adormiladas, y me gusta mirarlo en enero, cuando arrastra placas de hielo. Me gusta mirarlo cuando anda revuelto porque sopla el nordeste o hay marea viva, durante el interlunio o el plenilunio, y me gusta mirarlo cuando está manso. Lo encuentro fascinante entre semana, cuando rebosa de embarcaciones marítimas, portuarias y fluviales, aunque es el propio río lo que me atrae y no la navegación; pero creo que lo disfruto más que nunca los domingos, con sus momentos de calma que pueden prolongarse una hora y media, durante los cuales no se mueve absolutamente nada por las aguas que corren entre el Battery y el puente George Washington, ni siquiera un ferry o un remolcador, y el Hudson se torna tan silencioso, oscuro, secreto, remoto e irreal como un río soñado.


Cuando terminé El fondo del puerto, leído entre este salón y un vagón  de tren con todo el cansancio de la madrugada —un cansancio que por momentos me oculta subtextos y señales de mis lecturas—, me asombró sentir una especie de pesadumbre por encontrarme ante el final de una forma de narrar que abarca aquello que ve, aquello que es y aquello que fue. Mitchell, espectador y personaje, muestra las señales de un mundo que desaparece gradualmente. 






En aquel muelle pasé los momentos más felices de mi vida», dice Ellery. «Para un crío era lo más parecido al paraíso. Quedaba justo al otro lado de las vías del tren y cuando uno se cansaba de mirar los barcos, podía acercarse a la estación y ver el expreso de Boston pasar de largo a toda máquina, como un murciélago salido del infierno. Yo odiaba la escuela. No es que no me gustara, no: la odiaba con toda mi alma. No sé qué me enseñarían allá, pero aprendí muchísimo más en el viejo muelle de pescadores. Un día mi padre tiraba un barril al agua al final del embarcadero y me enseñaba a arponear un pez espada sin que la cuerda se me enrollase entre las piernas; otro día un pescador me enseñaba a poner cuñas de madera en las pinzas de los bogavantes, para impedir que se mataran unos a otros durante el trayecto al mercado. Allí aprendí a escamar y limpiar pescados, a remendar redes, a leer cartas de navegación, a sacarme un anzuelo clavado en la mano, a embalar cangrejos y a hacer toda clase de nudos, vueltas, ballestrinques y costuras. En aquel muelle había pescadores viejísimos. Algunos habían estado con Jonás en el vientre de la ballena, por lo que contaban. Ya no salían mucho a pescar y se pasaban el día en el muelle, carraspeando y escupiendo y maldiciendo a diestro y siniestro. Aquellos abuelos conocían mil y un secretos y refranes transmitidos de generación en generación. De ellos aprendí dos cosas: a pronosticar el tiempo y a pronunciar el nombre de Dios en vano. Como en todos los muelles de pescadores, había allí una casucha con una estufa de queroseno. Fue en aquella estufa donde aprendí a preparar una cafetera, que es algo fundamental. No hay nada más lamentable que un pescador que no sepa hacer un buen café bien cargado. En verano el vapor de Block Island ocupaba todo un lado del muelle y llegaban tres trenes al día, porque Block Island era entonces un lugar de veraneo para ricachones. Quien no tenía suficiente dinero para pagarse las vacaciones en Newport, se iba a uno de los grandes hoteles de madera de Block Island. Yo me lo pasaba pipa viendo a toda aquella gente embarcar y desembarcar. En los días festivos, como el Cuatro de Julio, llevaban a bordo una banda de música. La primera mujer borracha que vi fue una vieja que sacaron en volandas de aquel vapor. Tenía el pelo blanco y llevaba tal trompa que no se tenía derecha. Una madre de familia. Para mí fue una revelación. Por aquella época, tendría yo once o doce años, había una cafetería griega cerca de la estación que alquilaba habitaciones en el piso de arriba y a veces veía a una mujer que se acodaba en el alféizar de una ventana y les hacía señas con el dedo a los hombres que pasaban por la calle, o les guiñaba el ojo. Todo aquello del sexo me intrigaba mucho y me devanaba los sesos para entender de qué iba.
El fondo del puerto. Joseph Mitchell. Traducción de Alex Gibert. Anagrama

lunes, 20 de marzo de 2023

Los lunes de Anay. Telón...

Era un camino blanco. 

Atravesaba aldeas y campos de maíz y valles 
y ventanas iluminadas —hogueras en la noche—, 
y bifurcaciones y rastros perdidos y raíces desnudas 
y el humo de chimeneas sobre solitarios tejados de pizarra —el mundo era verdad y promesa—. 
Y se ocultaba en dos breves surcos tras la oscuridad del monte —el ruido del viento en los árboles un misterio y una amenaza—. 

Había un puente con troncos que cruzábamos a la carrera por el vértigo y el miedo a caer sobre el río, 
y las ruinas de una escuela, 
y el lavadero donde lagartijas en verano, 
y el ruido debilitado de las ruedas de un molino sobre el agua, cuando el camino blanco se convertía en hierba alta y hojas aplastadas, 
y una casa abandonada de cristales rotos —de día una nave varada, de noche misas negras y sacrificios—, 
y un carballo centenario que era frontera entre la aldea y el mundo más allá, 
y un loco bueno que vio la sombra de un zepelín rumbo a América 
y la última habitante de una aldea —una forma negra y muda en la blancura del camino—, 
y la luz temblorosa de las luciérnagas que nos marcaba la vuelta a casa, 
y una ermita ante la que tumbarnos y ver el cielo moverse en una órbita extraña. 
Y la estela blanca de camiones madereros y tractores nos cegaba y nos ocultaba campos, casas, cielo. 

El camino se movía bajo nuestros pies entre huellas desconocidas, nuestro destino pegado a la piel, a punto de devorarnos.

(marzo 2014 y enero 2015)


Los lunes de Anay. Telón…

"Sueño tras sueño,
el hombre se hizo niño
para cumplirlos"

                         ALFREDO BUXÁN


CANCIÓN DE POLA

I knew Peter Pan:
Shewas a girl and loved me.
Itwas a long, long time.
James Barrie lied to us:
Todayshedied.

                                   JOSÉ CARLOS LLOP






Feliz lunes.

Un beso,

Anay

domingo, 19 de marzo de 2023

la sonrisa sin embargo

En aquel primer otoño tras su muerte, escribía recuerdos de mi padre en el tren de vuelta a casa. Intentaba, en un trabajo arqueológico en mi memoria, llegar lo más lejos posible, descubrir palabras y escenas y gestos perdidos donde reencontrarme con mi padre fuera de aquella habitación de hospital donde lo vi por última vez. O escribía sobre el peso y la presencia de su ausencia y las señales de mi tristeza. Eran notas rápidas y cortas, migas en el camino.

Esta mañana, mientras la inesperada penumbra en las páginas de mi libro anunciaba la lluvia, repasé aquellas notas donde confluían pasados y presente —y sueños, también sueños en los que no sabía cómo decir a mi padre que había muerto o volvía a andar sin muletas ni temblores y me sonreía porque ya no sentía dolor o se desvanecía al preguntarme una silueta negra si no estaba muerto mi padre o nos decíamos que nos queríamos o sólo era una presencia quieta en la calle—. Apenas eran un par de frases o algunos párrafos para rescatar una expresión típica suya o el temblor de sus manos o su mirada de niño al hablar de comida y jornadas de pesca.

Hace poco leí los reportajes de Joseph Mitchell sobre las aguas que rodean Nueva York: sus mercados de pescado, muelles, islas y viejos oficios ya desaparecidos o a punto de hacerlo. En las páginas donde se hablaba de pesca me reencontré con la imagen quijotesca de mi padre, la caña de pescar como lanza, su torso desnudo y flaco a través de su camisa abierta, las truchas brillantes sobre hojas de laurel en la cesta de mimbre. De aquella imagen salté a otras, el sonido de trompeta que sacaba a unas flores desconocidas en aquel camino blanco de mi infancia, la rapidez en descubrir nidos en los árboles y su ilusión al señalármelos, sus mentiras juguetonas cuando me decía que sabía karate y los giros y manotazos ante mi mirada crédula. 

“Se llama a voces cuando está lejos y despacito cuando cerca”, decía mi padre cuando alguien le preguntaba cómo se llamaba un vecino nuevo. Esa frase describía su sentido del humor. Como la vez que se puso su uniforme militar y se hizo pasar por de guardia civil para asustar a un par de pescadores furtivos —volvía a este recuerdo una y otra vez en las últimas semanas, cuando duchaba su cuerpo nudoso y enroscado, con aquella extraña voz cavernosa y grave que ocultaba la suya, la sonrisa sin embargo—.

Mi padre escribía cartas a máquina y postales a mano, leía revistas del corazón y novelas del oeste, escuchaba casetes de bilbainadas y gaiteros, veía películas del oeste “si eran de tiros” y hacía sopas de letras. Jugaba al tute y a la escoba en una cocina gallega en interminables partidas nocturnas y fumaba ducados y puros cuando en mi infancia, aquel gesto suyo de prender una cerilla, acercarse la “lumbre” al cigarro y la primera bocanada de humo que yo trataba de imitar los días de frío y niebla —hay momentos donde noto el tono de su voz en el mío. O me sorprendo al reproducir un gesto suyo. Nos habitan vislumbres—.

En mi casa guardo su reloj de pulsera y el que heredó de su padre, algún ruxe ruxe que me hizo cuando aún no temblaban sus manos, las mismas estanterías de mi biblioteca son suyas; guardo fotos y piedras y tierra de su patria. Y algunas herramientas de carpintero que me regaló, objetos de hierro y madera señales de un tiempo y unas expresiones desaparecidas. En casa de mi madre, la maleta blanca para una obra de teatro, más estanterías para todos los libros que no entran en ésta, las cajas donde guardar piedras. En mi recuerdo, la makila para cantar Santa Águeda por las calles del pueblo, vestido de vasquito, una canasta de baloncesto sobre la ventana de su taller y un arco con flechas.

Tal vez mi primer recuerdo sea el tacto de su mano envolviendo la mía. 

Dejo las notas y me preparo a esperar la lluvia.

lunes, 13 de marzo de 2023

Los lunes de Anay. Búnker...

Maravilloso, me dijo la librera cuando me vio con Hotel Splendid en la mano. Es la cadencia en la escritura, puntualizó. Me siento con el libro junto a la ventana de mi habitación. Ahí fuera, una carrera de patines y en los árboles la señal del viento. Dejo que entre la luz  en la habitación donde leo por primera vez a Redonnet —dejo que entre una voz que llega con frases cortas, distantes y austeras sobre un hotel en un pantano y la construcción de unas vías de ferrocarril y un cementerio anegado y tres hermanas (la brillantez pasada del hotel, la corrupción de los sueños de las hermanas y la negación de nuevos tiempos del pantano)—. Es una escritura cortante la de Redonnet, las frases cortas como cuchilladas. Me detengo cada pocas páginas para calibrar el mundo nuevo en derrumbe ante el que me encuentro. Hay un momento donde juego con el libro y lo inclino para buscar una línea diagonal que separe la página en mitades idénticas de luz y sombra —la sombra arranca en el inicio de la página e invade la luz hasta hacerse completa en el margen final—. Intento encontrar un significado a esa línea fronteriza de penumbra, como  intento ver significados en las sombras alargadas, perfectas y negras de los árboles sobre los edificios al atardecer o en los reflejos de las calles en ríos o las imágenes proyectadas fuera de las ventanas del tren, en el paisaje. Camino en la fina línea entre certeza e invención. 


Los lunes de Anay. Búnker…

"Mira tú qué gozada tenerte que aguantar"

                                                            CARMELO GUILLÉN ACOSTA


enhebrar, rebaja tras rebaja, una factura
de alquiler a medias, copagos,
transacciones médicas, hacer el amor
cuando la ansiedad lo permite.

ahora que hemos confirmado un estatus,
una pared donde asusta colgar diplomas,
una tragedia hilvanada con esquirlas
de animal antibiótico, potentes virutas,
    a veces nos miramos:
         te quiero
y casi parece una consigna soviética
o una declaración de impuestos.

                                               AZAHARA PALOMEQUE






Feliz lunes,

Un beso,

Anay

lunes, 6 de marzo de 2023

Los lunes de Anay. Prados...

Las tardes de viernes, cuando vagabundeo por la ciudad para aquietarme, ya sea en el fulgor de agosto o en la temprana oscuridad del invierno, me encuentro con sus figuras quijotescas en los bancos junto a la ría. Son seis o siete hombres de piel negra gris cetrina blanca. Beben cerveza, escuchan a Madonna en un radiocasete anacrónico y cantan papa don´t preach  a gritos y los brazos arriba y abajo, hablan en idiomas desérticos y gritan eufóricos aleluya o ladies —con la ese final alargada— a las mujeres que pasan a su lado y su sonrisa es abierta y su mirada conmemoración y resonancia de otros espacios. 
Hace unos meses, en uno de mis callejeos de viernes, encontré un altar sencillo y familiar junto la Alhóndiga, un almacén de vino abandonado reconvertido en centro cultural, durante años su lugar de reunión. Había un par de latas de cerveza sin abrir, un ramo de flores y velas, ya apagadas, en memoria de Aleksander. Escribieron una nota: Aleks falleció el cuatro de julio, decían, era una persona sin hogar, decían, lo echarán de menos, decían. 

Quedaban cumbres nevadas, el pasado viernes, en las afueras de la ciudad. Y dentro, una luz gris y amarillenta, nubes bajas y niebla. Hay ciertos hechos que marcan un camino, a izquierda o derecha.


Los lunes de Anay. Prados…

"Esta flor, para usted"

                                NICOLÁS GUILLÉN


VIEJA CANCIÓN

He escuchado en la radio, por azar, hace un rato,
un vieja canción,
un canción romántica que estuvo muy de moda
en la playa, durante los meses de un verano
maravilloso de mi adolescencia.
Muchas veces la oí entonces, junto a alguien
que junio quiso darme y me quitó septiembre.

Mientras la música sonaba,
he sentido en el pecho
la emoción de los días antiguos: tanta luz,
tanta ilusión brotando, tanta vida;
y he cerrado los ojos y he visto a una muchacha
que a través de la niebla del tiempo me sonríe
y con amor me mira.

                                 ELOY SÁNCHEZ ROSILLO





Feliz lunes.

Un beso,

Anay