Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

domingo, 19 de marzo de 2023

la sonrisa sin embargo

En aquel primer otoño tras su muerte, escribía recuerdos de mi padre en el tren de vuelta a casa. Intentaba, en un trabajo arqueológico en mi memoria, llegar lo más lejos posible, descubrir palabras y escenas y gestos perdidos donde reencontrarme con mi padre fuera de aquella habitación de hospital donde lo vi por última vez. O escribía sobre el peso y la presencia de su ausencia y las señales de mi tristeza. Eran notas rápidas y cortas, migas en el camino.

Esta mañana, mientras la inesperada penumbra en las páginas de mi libro anunciaba la lluvia, repasé aquellas notas donde confluían pasados y presente —y sueños, también sueños en los que no sabía cómo decir a mi padre que había muerto o volvía a andar sin muletas ni temblores y me sonreía porque ya no sentía dolor o se desvanecía al preguntarme una silueta negra si no estaba muerto mi padre o nos decíamos que nos queríamos o sólo era una presencia quieta en la calle—. Apenas eran un par de frases o algunos párrafos para rescatar una expresión típica suya o el temblor de sus manos o su mirada de niño al hablar de comida y jornadas de pesca.

Hace poco leí los reportajes de Joseph Mitchell sobre las aguas que rodean Nueva York: sus mercados de pescado, muelles, islas y viejos oficios ya desaparecidos o a punto de hacerlo. En las páginas donde se hablaba de pesca me reencontré con la imagen quijotesca de mi padre, la caña de pescar como lanza, su torso desnudo y flaco a través de su camisa abierta, las truchas brillantes sobre hojas de laurel en la cesta de mimbre. De aquella imagen salté a otras, el sonido de trompeta que sacaba a unas flores desconocidas en aquel camino blanco de mi infancia, la rapidez en descubrir nidos en los árboles y su ilusión al señalármelos, sus mentiras juguetonas cuando me decía que sabía karate y los giros y manotazos ante mi mirada crédula. 

“Se llama a voces cuando está lejos y despacito cuando cerca”, decía mi padre cuando alguien le preguntaba cómo se llamaba un vecino nuevo. Esa frase describía su sentido del humor. Como la vez que se puso su uniforme militar y se hizo pasar por de guardia civil para asustar a un par de pescadores furtivos —volvía a este recuerdo una y otra vez en las últimas semanas, cuando duchaba su cuerpo nudoso y enroscado, con aquella extraña voz cavernosa y grave que ocultaba la suya, la sonrisa sin embargo—.

Mi padre escribía cartas a máquina y postales a mano, leía revistas del corazón y novelas del oeste, escuchaba casetes de bilbainadas y gaiteros, veía películas del oeste “si eran de tiros” y hacía sopas de letras. Jugaba al tute y a la escoba en una cocina gallega en interminables partidas nocturnas y fumaba ducados y puros cuando en mi infancia, aquel gesto suyo de prender una cerilla, acercarse la “lumbre” al cigarro y la primera bocanada de humo que yo trataba de imitar los días de frío y niebla —hay momentos donde noto el tono de su voz en el mío. O me sorprendo al reproducir un gesto suyo. Nos habitan vislumbres—.

En mi casa guardo su reloj de pulsera y el que heredó de su padre, algún ruxe ruxe que me hizo cuando aún no temblaban sus manos, las mismas estanterías de mi biblioteca son suyas; guardo fotos y piedras y tierra de su patria. Y algunas herramientas de carpintero que me regaló, objetos de hierro y madera señales de un tiempo y unas expresiones desaparecidas. En casa de mi madre, la maleta blanca para una obra de teatro, más estanterías para todos los libros que no entran en ésta, las cajas donde guardar piedras. En mi recuerdo, la makila para cantar Santa Águeda por las calles del pueblo, vestido de vasquito, una canasta de baloncesto sobre la ventana de su taller y un arco con flechas.

Tal vez mi primer recuerdo sea el tacto de su mano envolviendo la mía. 

Dejo las notas y me preparo a esperar la lluvia.

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