Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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viernes, 17 de junio de 2016

El muro. Marlen Haushofer

El espacio no es una cabaña y un prado rodeados por un muro invisible, tampoco la quietud y la muerte fuera de ese muro donde las casas se derrumban con el tiempo y la naturaleza crece salvaje y libre y ya no hay humos de chimeneas y las únicas figuras humanas están detenidas en su último paso antes del extraño e inexplicable misterio del muro que separa vida y muerte. No, el espacio es un cuaderno donde escribir el paso del tiempo, el olvido del nombre, la parada del reloj, el cambio de las estaciones, la extrañeza del muro invisible, fuera de él la ausencia de vida humana o animal, dentro de él un refugio a lo que sea que haya acabado con esas vidas, la narradora que escribe atónita sobre ese nuevo mundo que le ha tocado vivir, una cabaña, un valle, un bosque, las montañas, un perro, un gato y una vaca, el silencio y el progresivo olvido del pasado, la necesidad de escribir cada pequeña acción, cada paseo, cada reflexión, su miedo a transformarse en algo salvaje, a la última página, al silencio final. Y eso es el final de El muro, un silencio, una historia que se desvanece sin resolución.

Hay un paraje idílico, una cabaña de vacaciones, una mujer que va a pasar unos días con su marido a ese retiro. No hay una premonición o algo que anticipe lo que está por suceder. Y lo que está por suceder es un muro invisible que separa vida y muerte. La narradora chocará contra ese muro invisible, mirará asombrada al mundo exterior, verá la vida detenida, como una foto fija, y la ausencia de cualquier atisbo de movimiento, volverá a la cabaña y reflexionará sobre la extrañeza de lo ocurrido, del nuevo mundo en el que se encuentra, en cómo escapar y sobrevivir, cómo afrontar el día siguiente. El muro la encierra tanto como la libera, la mujer sola en la cabaña que se organiza, busca aperos y herramientas para trabajar el campo, encuentra una vaca dentro del muro, estira las provisiones, aprende a mirar al cielo para los cambios del tiempo y ve cómo el coche en el que llegó sirve de nido para animales, y como música de fondo, siempre, el muro que la separa de un mundo que se resquebraja y la pregunta sobre su creación, quién y por qué.



Lo mejor sería no soñar. Llevo tanto tiempo viviendo en el bosque y he soñado con personas, animales y cosas, pero nunca con el muro. Lo veo cada vez que bajo a coger hierba, es decir, veo a través de él. Ahora, en invierno, cuando los árboles y arbustos han perdido la hoja, distingo claramente la casa pequeña. Cuando hay nieve apenas existen diferencias entre este lado y el otro, aquí y allá el mismo paisaje blanco, ligeramente alterado por las huellas de mis pesados zapatos en este lado.
El muro forma parte de mi vida hasta el punto de que no pienso en él durante semanas. Incluso cuando pienso en él no me parece más siniestro que un muro de ladrillos o una verja de jardín que me impiden el paso. ¿Qué tiene, realmente, de especial? Es un artefacto de un material cuya composición desconozco. En mi vida siempre han proliferado objetos de ese tipo. El muro me obligó a una vida completamente nueva, pero lo que de verdad me conmociona es lo que siempre me conmocionó: el nacer, el morir, las estaciones del año, el crecer y el decaer. El muro ni está vivo ni está muerto, en el fondo no me atañe y por eso no sueño con él.
Algún día tendré que enfrentarme a él, porque no podré vivir siempre aquí. Pero hasta que llegue ese momento no quiero tener ninguna relación con él.
Desde esta mañana estoy convencida de que nunca volveré a ver a un ser humano, me parece imposible que alguien viva en la montaña. Y si allá fuera, al otro lado, hubiera hombres, habrían sobrevolado con aviones la región. He descubierto que las nubes bajas sobrevuelan el muro y no están cargadas de algún tóxico porque entonces yo no viviría ya. ¿Por qué no viene un avión? Esa ausencia debía haberme llamado la atención hace tiempo. No se me ha ocurrido pensar en ello hasta ahora. ¿Dónde están los aviones de reconocimiento? ¿Acaso no hay vencedores? No llegaré a verlos, estoy segura. En el fondo me alegra no haber pensado en los aviones. Hace un año la idea misma me hubiera desesperado. Hoy ya no.


Entonces, queda ocuparse del campo, hacer un pequeño huerto, cuidar a los animales, buscar corzos en el bosque, pasar el verano en la montaña, observar el paso de las tormentas, escuchar las ventanas romperse en las ciudad muertas al otro lado del muro, darse cuenta de lo pretencioso de la vida anterior al muro y disfrutar de una paz insólita y la narradora que se aleja de quien fue para encontrar quien es realmente, sin el ruido y las presiones de la vida organizada (y quien ella fue, una mujer infeliz que vivía por inercia y que olvidó cuidarse a sí misma). El muro como una sucesión de pequeños gestos cotidianos, pasear a Tigre, ordeñar a Bella y dejarla con su ternero, buscar a las gatas entre los escondrijos de la cabaña, trabajar los campos y la huerta, observar el otro lado del muro, los objetos que se oxidan y las carreteras que se resquebrajan, acostumbrarse a esa rutina, sin nombre, sin pasado, con el miedo inicial a perder la esencia del ser humano.



Lo que más me gustaba contemplar, sin embargo, era la pradera. Siempre estaba en ligero movimiento, incluso cuando yo creía que no corría el aire. Una suave e infinita ondulación que exhalaba paz y dulces aromas. En ella crecían la lavanda, las rosas de montaña, la camomila, el tomillo y una gran variedad de hierbas cuyo nombre desconozco pro que olían tan bien como el tomillo, aunque de manera diferente. Tigre se quedaba con los ojos entornados delante de alguna de aquellas plantas aromáticas completamente extasiado. Utilizaba las hierbas como un adicto al opio su droga. Con la diferencia de que sus éxtasis no tenían malas consecuencias para él. Al ponerse el sol yo conducía a Bella y a Toro al establo y realizaba las tareas habituales. La cena, por lo general, era parca y consistía en los restos de la comida de mediodía y un vaso de leche. Sólo cuando había cazado una pieza comíamos durante unos días tan opulentamente que yo acababa harta de carne, sobre todo porque carecía de pan o patatas para acompañarla, y la harina estaba reservada para los días en los que faltaba la carne.
Por fin me sentaba en el banco y esperaba. La pradera se iba durmiendo poco a poco, las estrellas aparecían y más tarde salía la luna y sumergía el paisaje en su fría luz. Durante todo el día esperaba horas en las que era capaz de pensar sin ilusión alguna y con gran claridad. Ya no buscaba un sentido a las cosas que me hiciera más llevadera la vida. Tal deseo me parecía casi una pretensión megalómana. Los seres humanos siempre habían jugado sus juegos y por lo general los resultados habían sido desastrosos. De qué iba a quejarme, yo era uno de ellos y no los podía condenar porque los comprendía demasiado bien. Era mejor no pensar en ellos. El gran juego del sol y la luna y las estrellas parecía, por el contrario, haber resultado bien, claro que no había sido inventado por los hombres. Aún no había terminado, y es posible que llevara en sí la semilla del fracaso. Yo sólo era un espectador atento y fascinado, mi vida entera no hubiera bastado para comprender la fase más pequeña de este juego. Había pasado la mayor parte de mi vida debatiéndome con las dificultades humanas cotidianas. Ahora, que no poseía ya casi nada, disfrutaba del privilegio de contemplar en paz desde mi banco cómo las estrellas danzaban en el oscuro firmamento. Me había alejado tanto de mí misma como un ser humano puede alejarse, y sabía que, si quería seguir viviendo, este estado no podía durar mucho. Ya entonces pensé alguna vez que con el tiempo no comprendería el espíritu que se había apoderado de mí en la montaña. Me parecía que lo que había pensado y hecho hasta entonces no había sido más que un sucedáneo. Otras personas habían pensado y actuado por mí. Yo me limitaba a seguirlas. Las horas pasadas en el banco delante de la cabaña, en cambio, eran realidad, una experiencia que yo personalmente hacía, aunque no fuera perfecta. Pues casi siempre los pensamientos eran más rápidos que los ojos y desfiguraban la imagen verdadera.


Y la narradora que se acerca al final de su espacio, ese cuaderno como último vestigio de un mundo descompuesto, que se cuestiona sobre el muro, si es una señal de una guerra desconocida, que ajusta su vida al cambio de las estaciones, a la largura del día o la noche. El espacio, un cuaderno. El final, un silencio. Marlen Haushofer que se saca de la manga una excepcional novela, con una escritura sencilla, una atmósfera que puede ser tanto pausada como inquietante, y una historia que se basa en las repeticiones y la contemplación del nuevo mundo por parte de su narradora.








Me propuse dar cuerda a los relojes a diario y tachar una fecha en el calendario. En aquel tiempo me parecía importante hacerlo. Me agarraba desesperadamente a los escasos restos de orden humano que aún me quedaban. Que conste que sigo sin abandonar ciertas costumbres. Me lavo todos los días, me limpio los dientes, hago la colada y mantengo ordenada la casa.
No sé por qué lo hago, es como un imperativo interior que me empuja a ello. A lo mejor temo que si actúo de otra manera dejaré de ser poco a poco una persona y acabaré arrastrándome por ahí sucia y maloliente, articulando sonidos incomprensibles. No es que me asuste convertirme en un animal, eso no sería grave, pero el ser humano nunca será un animal, y se despeñará al abismo si lo intenta. Yo no quiero que eso me suceda. En el último tiempo esa posibilidad me aterra y ese terror me induce a escribir este relato. Cuando lo termine lo esconderé bien y lo olvidaré. No me gustaría que el ser extraño en el que puedo convertirme lo encuentre un día. Haré todo lo posible para evitar esa transformación, pero no soy tan pretenciosa como para creer que no pueda ocurrirme lo que les ha ocurrido a tantos seres humanos anteriores a mí.
En el fondo, ya no soy en este momento la persona que fui una vez. ¿Cómo voy a saber en qué dirección evolucionaré? Quizá ya me haya alejado tanto de mí misma que ni siquiera lo noto.

***

A veces no resisto la tentación y juego a ser la providencia: salvo a un animal de una muerte segura y mato a un corzo porque necesito carne. El bosque asimila fácilmente mis intervenciones. Crece otro corzo, otro animal corre a su perdición. Yo no perturbo seriamente el orden establecido. Las ortigas junto al establo crecerán aunque yo las arranque cien veces y me sobrevivirán. Tienen mucho más tiempo por delante que yo. Un día no estaré aquí y nadie cortará la hierba del prado y la maleza lo invadirá, más tarde el bosque avanzará hasta el muro y recuperará la tierra que le arrebató el hombre. Hasta mis pensamientos se enmarañan como si el bosque echara raíces en mí y pensara con mi mente sus pensamientos ancestrales y eternos. El bosque no desea que vuelva el hombre.
Entonces, en aquel segundo verano, no pensaba aún así. Los límites estaban estrictamente definidos. Al escribir ahora me cuesta mantener separados mi antiguo yo y mi yo actual, que a lo mejor está siendo absorbido por un «nosotros» más amplio. Ya entonces se anunciaba esta transformación. Y la culpa la tuvo el verano pasado en la montaña. En el silencio tenso de la pradera bajo el inmenso cielo era casi imposible seguir siendo un yo individualizado, una pequeña, ciega y obstinada existencia que se oponía a integrarse en la gran comunidad. En un momento mi orgullo había sido precisamente esa existencia individualizada, que en la montaña me pareció de pronto miserable y ridícula, una nada pretenciosa.

***

Aquí en el bosque estoy por fin en el sitio que me corresponde. No les tengo rencor a los fabricantes de automóviles, ya no interesan a nadie. Pero pienso que me han atormentado con cosas que me repugnaban. Yo poseía únicamente esta pequeña vida y ellos no me permitían vivirla en paz. Tuberías de gas, centrales eléctricas y conducciones de petróleo, ahora que los hombres no existen, revelan su verdadero rostro lamentable. Entonces se les tomaba por dioses, cuando no eran más que objetos de uso. También yo tengo aquí en el bosque un trasto de ésos: el Mercedes negro de Hugo. Era casi nuevo cuando nos trajo aquí. Hoy es un refugio para ratones y pájaros invadido por la maleza. Está precioso, especialmente en junio, cuando florece la viña silvestre y parece un gigantesco ramo de novia. También en invierno está bonito, cuando reluce de escarcha o lleva un manto blanco. En primavera y otoño veo entre los tallos marrones el amarillo descolorido de la tapicería, hojas de haya, trocitos de gomaespuma y el relleno de crin, desmenuzado y mordisqueado por diminutos dientes.
El Mercedes de Hugo se ha convertido en un magnífico hogar, calentito y protegido del viento. Habría que abandonar más coches en los bosques, serían excelentes nidales. En las carreteras de todo el país estarán seguramente aparcados por miles cubiertos de hiedra, ortigas y maleza. Pero allí están vacíos y deshabitados.
Ahora veo cómo proliferan las plantas, verdes, jugosas y silenciosas. Y oigo el viento y los miles de ruidos en las ciudades muertas. Cristales de ventanas que se hacen añicos contra el asfalto cuando los goznes de las ventanas se oxidan, el goteo del agua en tuberías rotas y las innumerables puertas que golpean en el viento. En noches de vendaval, un objeto de piedra, que fue un hombre en su día, cae del sillón sobre el parquet con gran estrépito. Durante un tiempo habría grandes incendios. Pero ahora habrán pasado y la vegetación se apresura a cubrir nuestras ruinas. Cuando observo la tierra al otro lado del muro, no veo ni hormigas, ni escarabajos, ni el más pequeño insecto. Sin embargo, no es algo definitivo. La vida, pequeña y sencilla, penetrará con el agua de los arroyos de nuevo en la tierra y la vivificará. Este renacer podría serme indiferente, pero por raro que parezca me llena de una profunda y secreta satisfacción.
Marlen Haushofer. El muro. Traducción de Genoveva Dieterich. Siruela.

domingo, 29 de mayo de 2016

De regreso al mundo. Tobias Wolff

Llego a Tobias Wolff a través de Raymond Carver y Richard Ford. Etiquetados como “realismo sucio”, los cuentos de Wolff tienen cercanía, tensión y silencios. Wolff  sugiere más que muestra en este puñado de relatos excepcionales, personajes a la deriva capaces de dejar tras de sí a su familia por una fantasía o de recordar un pequeño gesto que los salva de un presente extraño, matrimonios que discuten y algo se rompe en ellos, desconocidos que se encuentran en un hotel en Las Vegas y descubren una tregua en sus existencias grises, conversaciones que parecen intrascendentes pero que esconden una herida profunda.

En las vidas que Wolff describe hay curas asqueados por una profesión/vocación que los ha dejado al margen, amigos que hablan de algún momento significativo mientras se toman tres gramos de coca, hermanos que son la antítesis el uno del otro y se necesitan tanto como se rechazan, siempre en un equilibrio precario, mujeres solitarias que inician conversaciones en bares con desconocidos para no sentirse en la absoluta soledad. Wolff, como Carver y Ford en Rock Springs, usan los elementos justos para construir sus relatos, no cierra las historias con golpes de efecto, sus finales terminan de manera leve y tenue, un último pensamiento o una última frase que es una mirada a lo cotidiano, a aquello que rodea a los personajes y los rechaza o los vuelve a acoger.


Permaneció tumbado esperando, pero no pasó nada.
Ya está dijo de nuevo.
Entonces oyó un movimiento en la habitación. Se sentó en la mesa, pero no pudo ver nada. La habitación estaba en silencio. Su corazón latió como la primera noche que pasaron juntos, como latía cuando un ruido le despertaba en la oscuridad y esperaba para volver a oírlo… el ruido de alguien moviéndose por la casa, un extraño.

Hay momentos en apariencia leves que esconden una herida sin cerrar, una muchacha que gasta bromas telefónicas, habla con un desconocido a medianoche y que, en realidad, busca una figura paterna que la contenga. O un cura que vigila el sueño de una mujer en una habitación en Las Vegas, la mujer una solitaria desencantada, el cura un perdedor, el cuerpo dormido de la mujer que se mueve en la habitación y el cura que aleja la sombra de su sueño. O una guardia nocturna donde un hombre recuerda Vietnam y cómo sus compañeros y él soñaban con el regreso al mundo, con todo aquello que pensaban hacer y la confusión que finalmente encontraron aquellos que lograron regresar. Es ahí donde se mueven los personajes de Wolff, los sueños e ideales confrontados con una realidad gris, el regreso al mundo como una decepción o despertar de golpe contra la realidad.

Entre los relatos de De regreso al mundo destaca sobremanera Avería en el desierto, 1968, una pareja con su hijo camino de California en busca de una oportunidad, él un soldado licenciado, ella, una joven alemana, ambos en un coche a través del desierto y una avería que los deja en una gasolinera, separados en busca de ayuda, ella en una habitación roja de la gasolinera que parece el interior de un cuerpo y él, caminando junto a la carretera, que ve una oportunidad para huir de un futuro poco esperanzador. Wolff, cambia de punto de vista, de la espera de la mujer y sus conversaciones con la dueña de la gasolinera a la caminata del marido y su rabia contenida y su búsqueda de una nueva oportunidad, de dejar atrás aquello que ha construido.

Los relatos de Wolff son extraordinarios, sin efectismos ni absurdos giros inesperados o palabrería hueca.








(…) ¿Y usted? ¿Cuál fue su mejor época?
La pregunta le hizo sentirse cansado. Pensó en decirle a Porchoff una mentira, pero no era capaz de hacer el esfuerzo de inventarse algo y el recuerdo que Porchoff le pedía lo tenía muy a mano. Para Hooper estaba más cerca que el recuerdo de su hogar. En realidad era una especie de hogar. Era el lugar al que regresaba para estar de nuevo con sus amigos y consigo mismo como era antes. Era donde se dejaba ir cuando estaba tan mal que le daba igual estar aún peor cuando volviera a la realidad y lo perdiera todo otra vez.
―Vietnam.
Porchoff se limitó a mirarle.
―Entonces no lo sabíamos ―dijo Hopper―. Solíamos hablar de que cuando regresáramos al mundo íbamos a hacer esto y lo otro. De regreso al mundo íbamos a transformarlo. Pero desde entonces no ha habido nada más que confusión.
Hooper sacó la pitillera del bolsillo, pero no la abrió. Se apoyó sobre la mesa.
―Todo estaba claro ―continuó―. Aprendías lo que necesitabas saber y olvidabas todo lo demás. Todo era mierda. Esta confusión. No te pasabas cada minuto el día pensando en tu asquerosa persona. ¿Echo suficientes polvos? ¿Qué le pasa a mi hijo? ¿Debo aislar la maldita casa? Eso es lo que te destruye, Porchoff. Pensar en ti mismo. Eso es lo que al final te mata. 
Tobias Wolff. De regreso al mundo. Traducción de Maribel de Juan. Alfaguara.

miércoles, 2 de marzo de 2016

El púgil en reposo. Thom Jones

Soldados, boxeadores y enfermos terminales. La jungla vietnamita, un ring de boxeo, hospitales y manicomios. Armas encasquilladas, golpes contra la lona y ataques epilépticos. Estar cerca del abismo y que el miedo lo paralice todo, el sentido, la emoción, el tiempo, la realidad, y llegar a un punto donde coger aire y seguir luchando. Aunque no se crea en la victoria. Aunque espere la muerte, la enfermedad o el encierro entre cuatro pareces. Hombres y mujeres que siguen adelante, que se agarran a una posibilidad de vencer, por remota que sea, que viven al límite la guerra, la locura, el boseo y el amor.

En El púgil en reposo Thom Jones construye un puñado de relatos donde habla de sus años en Vietnam, un ring y un manicomio, y los mezcla con otros sobre parejas que se separan o enfermos de cáncer que esperan la muerte. Jones divide sus relatos en cuatro partes y los mejores están en la primera, dedicada a su experiencia como marine, el centro de entrenamiento, los primeros días en Vietnam, las escaramuzas y batallas, el miedo y dolor, la reflexión sobre la guerra misma, sus días en el ring y su última pelea que lo dejó al borde de la locura.

En estos primeros relatos de El púgil en reposo, Jones escribe de manera directa, dura y sin piedad y destaca por sus descripciones rápidas de compañeros, luchas y emociones al límite, la guerra que no difiere de un ring (y ambos que no desentonan junto a un manicomio). Jones habla de los crímenes cometidos, de jóvenes que pierden vidas o sueños, de una selva desconocida donde se desencadena actos de una violencia y locura que dejará marcados a los supervivientes de por vida, los detalles que diferencian a cada hombre, una carta, la falta de algún apéndice, sus creencias. Como en Las cosas que llevaban los hombres que lucharon de Tim O´Brien, los relatos de Vietnam de Jones se cruzan entre sí, vuelven a un mismo punto, avanzan y retroceden, intentan comprender y recordar un momento pasado. Esta primera parte de El púgil en reposo es excepcional.

Superé aquel primer susto y me di cuenta de que yo era muy diferente de lo que había creído hasta ese momento. Nena mía sólo había probado los efectos de mi ejercicio de precalentamiento. Mi alma albergaba un pozo de maldad, de veneno y de sadismo vicioso que se derramó libremente en las selvas y arrozales de Vietnam. Agoté tres períodos de servicio. Quería cobrarme lo de Jorgeson. Lloré al soldado de primera Hanes. Lloré por mí mismo, lloré por lo que había perdido. Por los crímenes indecibles que cometí, me dieron medallas.

Las tres siguientes partes avanzan a trompicones. A relatos aburridos le siguen otros que recuperan el nivel de los primeros. Jones se detiene en sus luchadores al límite y hay fuerza en sus relatos, soldados que pelean por su vida o por la cordura o que intentan volver a la vida tras una experiencia traumática, mujeres que ven cerca la muerte y encuentran consuelo en Schopenhauer, hombres que sufren ataques epilépticos y se despiertan en un autobús o un avión en la otra parte del mundo y descubren a un macilento caballo en las últimas al que salvar de la muerte, un gesto simbólico, una lucha sin cuartel.

El púgil en reposo es una buena colección de relatos, un libro nervioso, con el ritmo de un combate de boxeo.









¿Ha mejorado el hombre desde los tiempos de Teógenes? El mundo está lleno de maldad. No voy a recurrir ahora a la tan manida costumbre de sacar a colación la Inquisición, el Holocausto, a Stalin, a los Jemeres Rojos, etcétera. Ocurre en nuestra propia casa. En el siglo XX, Estados Unidos es una de las naciones más prósperas de la historia desde un punto de vista material. Pero démonos un paseo por una prisión estadounidense, por un asilo de ancianos, por los barrios más marginales donde la gente sin techo vive en cajas de cartón, por un hospital oncológico. Vayamos a una reunión de veteranos de Vietnam, o a una de Alcohólicos Anónimos, o a una de Glotones anónimos. «Cuán vacua e irreal es la vida, cuán decepcionantes son sus placeres, qué aspectos más horribles tiene.» ¿No parece el mundo más bien un infierno, tal y como señalara Schopenhauer, el lúcido visionario que tanto ha contribuido a transformar mi sufrimiento en objeto de mis reflexiones? Lo han llamado pesimista y lo han anatemizado, pero en sus páginas he encontrado la paz y el camino de mi renovación.

***

Una tarde,  después de que el yerno se marchara a trabajar, encontró un pasaje marcado en su desgastado ejemplar de Schopenhauer: «En la primera juventud, cuando contemplamos nuestra vida futura, somos como niños sentados en un teatro antes de que se levante el telón, animados y ansiosos a la espera de que comience la obra. Es una bendición para nosotros ignorar qué ocurrirá realmente». ¡Sí, señor! Dejó el crucigrama y se sumergió en la lectura de El mundo como voluntad y representación. ¡Ese Schopenhauer era un genio! ¿Por qué no se lo habían dicho antes? Era buena lectora y antaño había buceado un poco en la filosofía… pero no podía sacarle ningún sentido. ¡El problema era la terminología! Era una campeona de los crucigramas, pero palabras como «escatología»… ¡caray! Schopenhauer, en cambio, iba al fondo de las cosas importantes. De las cosas que importaban de verdad. Con Schopenhauer podía hacer largas excursiones para alejarse del inexorable espectro de la muerte inminente. En Schopenhauer, sobre todo en sus aforismos y reflexiones, encontró una satisfacción absoluta, ¡porque Schopenhauer decía la verdad, mientras el resto del mundo difundía mentiras!

***

-La primera vez que te vi, yo volvía a casa de la escuela y tú estabas dándole al saco. Estabas escuchando a los Doors, o sea que imaginé que debías de ser un tío tranquilo, y entonces vi lo que hacías con el saco y enseguida me quedé enganchado. Tenía a mi héroe. ¡Cómo te movías! Era hermoso. Era la cosa más hermosa que había visto. Cogí el ritmo y el resto del mundo pareció desvanecerse. En ese momento supe que me iría bien, porque de repente tenía un sueño. Cursaba séptimo y tenía un proyecto para mi vida. Amo el boxeo, tío. Amo todo lo relacionado con él. Amo todos los golpes y todos los movimientos de fantasía. Me gusta sudar y me gusta el olor a cuero. Me encanta la dieta, el entrenamiento, la rutina de cada día. Me encanta el individualismo y me encantan los otros boxeadores. Me siento privilegiado al poder compartir su compañía. Oye, tío, que soy como Peter Pan, que no quiero volver más a la realidad.
Thom Jones. El púgil en reposo. Traducción de Adan Kovacsics. Muchnik editores. 

martes, 22 de diciembre de 2015

Personajes en un paisaje de infancia. Bohumil Hrabal

Empiezo a ver con claridad el mundo de Hrabal. Hay hombres y mujeres intensos e impetuosos, hay fábricas y tabernas, hay pequeñas ciudades y un mundo externo que irrumpe en ellas con nuevos artilugios, guerras o ideas desconocidas, hay, sobre todo, una mezcla de ironía y tristeza y la voluptuosidad de un puñado de personajes que disfrutan de la vida y la miran con asombro, descubrimiento y diversión, personajes que cantan y bailan y cuentan viejas anécdotas y recuerdos incluso en las circunstancias más adversas, que se mueven entre la grisura de fábricas de papel o cervecerías y el jolgorio de las tabernas, que eligen un bando en el que luchar o sacrifican lo más preciado.

Personajes en un paisaje de infancia es Maryška, una mujer alocada y vital que vive en una fábrica de cerveza y está casada con un hombre anodino y que realiza su autorretrato con caballos, chimeneas, peluqueros, toneles, sueños, y recuerdos. Hrabal crea una narradora ágil y divertida a la que le gusta la luz de los quinqués y se identifica con los caballos desbocados, una mujer que cría cerdos dentro de la cervecería o deja que su pelo crezca hasta llegar al suelo, un personaje casi de cuento, una princesa atrapada en un castillo, supeditada a la mirada de los demás y la mujer decente que busca su marido, alguien que rompe las normas y se sube a una chimenea para ver el mundo desde otra perspectiva o se desnuda y se baña en un viejo tonel y allí deja libre su mente y mezcla sueños, recuerdos y deseos. Francin, su marido, tiene una moto que le deja tirado en cada viaje, compra pequeñas joyas a su mujer o inventos estrafalarios, ansía bailar tango, no se separa de su pluma de dibujar número tres, todo ello grietas en su carácter gris y previsible.

Hay otro personaje tan alocado y vital como Maryška. El tío Pepin. Un zapatero que visita a su hermano Francin por quince días y se queda a trabajar en la cervecería y tiene malhumor y canta con toneles en el pecho y cuenta (o inventa) viejas anécdotas de su paso por el ejército. Maryška que juega con el tío Pepin y le hace hablar y enfadarse y le empuja en sus aventuras y encuentra en él un aliado que rompe su rutina y los días grises. Y es aquí, en el personaje del tío que me recuerda otras novelas de Hrabal, donde busco en mi estantería La pequeña ciudad donde se detuvo el tiempo y descubro que es la continuación de Personajes en un paisaje de infancia (si aquella está narrada por el hijo de Maryška y Francin, en esta novela es Maryška quien habla). Entonces, la sonrisa por el reencuentro.

Personajes en un paisaje de infancia tiene humor y esa escritura impetuosa y febril de Hrabal donde se mezclan los sueños con la realidad, hay momentos para divertidas anécdotas y un tiempo y unos personajes que ven cómo llegan los nuevos tiempos (las radios o los electrodos curativos) y con ellos un mundo y unas emociones distintas. La inteligencia y el humor de Hrabal me atrae y me hace seguir buscando esas pequeñas ciudades y tabernas donde parece que la vida transcurre de otra manera y hay personajes vitalistas que no paran de bailar.







Me gustan esos pocos minutos antes de las siete de la tarde, cuando con trapos y pelotas de papel de periódico –viejos números de Política Nacional- limpio los cilindros de cristal de los quinqués, rebaño con una cerilla las mechas ennegrecidas, luego vuelvo a colocar las pequeñas capuchas de hojalata y a las siete en punto llega el momento deseado en que las máquinas de la cervecería se paran, las revoluciones de la dinamo que manda la corriente eléctrica a todas las bombillas empiezan a moderarse y a medida que la electricidad disminuye se debilita la luz de las bombillas, poco a poco la luz blanca se convierte en rosa y la luz rosa, en gris, como si se filtrase a través de un tamiz de gasa y organdí, y por último los filamentos de volframio dibujan en el techo unos raquíticos dedos rojizos, una clave de sol carmesí. Entonces enciendo la mecha, pongo el tubo, tiro de la lengüecita amarilla y coloco otra vez la pantalla de cristal esmerilado, adornada con rosas de porcelana. Me gustan esos pocos minutos antes de las siete de la tarde, me agrada levantar la cabeza y observar cómo la luz fluye de la bombilla como la sangre se derrama de un gallo degollado, no quito los ojos de aquella rúbrica de corriente eléctrica que palidece y temo el día en que la cervecería quede conectada a la línea municipal, aquel día ya no se encenderán todos esos faroles en los establos, esas lámparas con espejitos redondos, esos quinqués ventrudos con mechas redondas, nadie apreciará su luz porque esta ceremonia habrá sido sustituida por un interruptor al igual que los grifos reemplazaron las fuentes, con lo bonitas que eran. Los quinqués encendidos me enamoran, bajo su luz pongo la mesa, a su luz se abren los diarios y los libros, me gustan las manos iluminadas que descansan indolentes sobre el mantel, manos humanas separadas del cuerpo, que en la letra de sus arrugas exponen el carácter de su propietario, me encantan los faroles de gas que empuño para recibir a los visitantes, iluminándoles el rostro y el camino, los quinqués me gustan porque bajo su luz hago ganchillo y confecciono cortinas y sueño, me encanta que al apagarlos de un soplo violento exhalen ese olor tan fuerte que parece llenar la habitación con un reproche. Ojalá el día en que la electricidad llegue a la cervecería encuentre la fuerza suficiente para encender los quinqués por lo menos una vez por semana, quiero escuchar el susurro melódico de la luz amarilla que dibuja profundas sombras y obliga a caminar con cautela y soñar.

***

Al verle tan desgraciado, le imprimí un beso sobre los labios y él se avergonzó, me miró con reproche, como si dijera que una mujer decente no se comporta así en público, aunque el público sólo sea el tío Pepin; Francin se liberó de mis brazos y por la puerta trasera se fue a su despacho; a través de las paredes oí cómo abrió la puerta de cristal, él, siempre con aquella canción de la «mujer decente», desde que nos casamos no paró de alzar ante mí el concepto de la mujer decente, me dibujaba una mujer ejemplar que yo no era ni podía serlo, yo que me desvivía por comer cerezas y no las comía, las devoraba, como era mi costumbre, con avidez y voracidad, Francin se ponía rojo como una gamba y yo no comprendía la causa de su indignación hasta que un día yo misma entendí que una cereza en mi boca era la razón de su arrebato porque una mujer decente no come cerezas con tanta gula. En otoño, cuando deshojaba las mazorcas, él seguía mi mano ocupada y las lucecitas de mis ojos, y ya estaba: una señora decente no deshoja las mazorcas de esa manera y, si no tiene más remedio que hacerlo, por lo menos no ríe a mandíbula batiente y con los ojos encendidos, como yo; si otro hombre me viera de aquella manera, seguramente podría imaginarse en aquella mazorca que deshojaban mis manos, un aliento a su deseo.
Bohumil Hrabal. Personajes en un paisaje de infancia. Traducción de Monika Zgustová. Ediciones Destino.