Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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jueves, 10 de noviembre de 2016

Soñé con elefantes. Ivica Djikić

Ante todo, la imagen de un elefante en una ciudad croata, su andar pausado, sus pisadas enérgicas, la mirada sorprendida de los transeúntes, el tráfico que se detiene, la enormidad de su cuerpo en medio de una ciudad donde están las huellas de los crímenes, las mafias y la guerra pasada, los supervivientes que se esconden y se silencian o quienes ocupan un puesto político, corrompidos por sus actos y pensamientos, y que manejan las vidas anónimas que en ese instante no acaban de creerse que están ante un elefante, que pueden verlo, acercarse a él, acompañarlo hasta el zoo, su nueva casa.

Ante todo, la pareja de elefantes que viven en una isla y que reciben palizas de los militares que los tendrían que cuidar, bates y armas para marcar su cuerpo enorme y atado, para despojarles de su belleza. O el elefante superviviente que se va con uno de sus guardianes, apesadumbrado ante la violencia recibida, y que se lo lleva a su casa, un último acto de valentía o desvarío, la timidez primera de sus vecinos ante el elefante, las piedras y ladrillos que llegan después. La falsa sensación de poder a través de la caza del débil, del asustadizo, de la belleza.

Si en Las raíces del cielo, de Romain Gary, Morel pensaba en elefantes para sobrevivir en un campo de concentración, o ya, años después, intentaba prohibir su caza en una lucha utópica en tierras africanas, Ivica Djikić los usa como forma de aunar lo mágico, lo increíble, lo bello y lo terrible, la miseria de quienes abusan de los débiles o el sueño de quien busca la redención a través de salvar a un elefante de su cautiverio, un gesto que intenta ser noble o justo y que acaba en derrota y pérdida.

Soñé con elefantes son tres historias que se entrelazan, la de Boško, que quiere investigar el asesinato de su padre, un hombre al que nunca conoció, la de su padre, Andrija Sučić, un antiguo militar que cometió crímenes de guerra, las de aquellos quienes tomaron el poder durante y después de la guerra contra los serbios, de quienes  crearon una especie de mafia que se hacía con las entrañas del país con sus amenazas y golpes. Djikić habla de los años noventa en Croacia, de la guerra y las huellas que dejaron, de un mundo subterráneo dominado por la violencia y la corrupción, de heridas que no se cierran, de gestos heroicos o estúpidos, de criminales de guerra que se escapan de un juicio y la sensación de que todo se resquebraja. Como en Cirkus Columbia, Djikić crea un puñado de historias y personajes que se cruzan para mostrar una fotografía de una tierra en un momento determinado, que sobreviven como pueden en una tierra convulsa, que deben escoger un bando, asumir los actos propios, la búsqueda de la verdad que emprende Boško, que lo enfrenta con un estado y una sociedad divididos y derrotados.

Hay cierta tristeza y también dolor y rabia en Soñé con elefantes.








Le pedí que se viniera conmigo. Instalaremos a Lanka y viviremos felices hasta el fin de nuestros días. Le suplicaba que me creyera. Juraba que nunca más volvería a traicionarla. Que no iba a rendirme hasta que se viniera conmigo y con Lanka. Pasó un largo rato y Snježana tan solo callaba. Yo veía que iba a ceder.
Salío del edificio. Fui hasta ella y la abracé. Aceptó el abrazo. Sentí cómo las lágrimas se deslizaban por su rostro. De repente se soltó del abrazo. Me dijo que partiéramos, pensando que íbamos a llevar a Lanka en el camión hasta el zoológico. No, mi idea era otra. Iremos andando. Serán un par de horas de paseo por las calles de Zagreb. Que nos vean todos y que nos recuerden. Preguntó si me había vuelto loco.
—Este es mi único y último deseo. Solo te pido esto… Tan solo esto, Snježana. Cuando a la altura de la calle Bauerova giramos a la derecha por Vlaška, en amabas aceras la gente se paraba para mirarnos: Lanka se balanceaba pesadamente delante de nosotros y nosotros caminábamos con decoro y orgullosos, como en el funeral de alguien a quien le había llegado su hora. Nadie nos decía nada, no nos ofendían ni escupían. Nos miraban sin decir palabra. El tráfico se había detenido o se desarrollaba con dificultad, cuando les alcanzaba la noticia de que se trataba de unos que llevaban a un elefante al zoológico. Aquí no ayudaban ni las bocinas ni el jaleo.
Lanka empezó a defecar en la plaza de Kvaternik. Se balanceaba de forma regular, e iba dejando desinteresadamente tras de sí unas pilas regulares de mierda. Me sentí un poco incómodo, y Snježana también, pero los transeúntes fingían que no veían nada, que no ocurría nada extraño. Lanka derramaba su mierda por la calle. En un momento dado en la calle Maksimirska, meaba al mismo tiempo que cagaba. El tráfico estaba parado, pero en realidad la gente estaba tranquila. No estaba nada agresiva. Algunos nos seguían. Se formó una pequeña caravana, que procuraba no pisar los charcos enmierdados de Lanka. Dejó de llover, el cielo se despejó.
Ivica Djikić. Soñé con elefantes. Traducción de Maja Drnda y Christian Martí. Sajalín editores.

miércoles, 28 de septiembre de 2016

Cirkus Columbia. Ivica Djkić

Una pequeña ciudad de provincias bosnia y sus diferentes voces que acogen, apuntan o destierran a sus habitantes, que los señala como amigos o enemigos, que los convierte en solitarios y desposeídos, en desertores o patriotas, una ciudad que se mueve a través de los cantos de los borrachos en la madrugada, de las diatribas patrióticas de las tabernas, de la pérdida de la belleza de las mujeres, de los que emigraron y regresan ricos y quieren presumir del cambio en su suerte, de aquellos que quieren salir porque las voces de la ciudad los acorralan o intimidan o se sienten fuera de su mundo, la pequeña ciudad de provincias que ve acercarse la guerra a principio de los noventa y la toma de posición de cada habitante, la tensión y el asesinato, la crueldad y los gestos solidarios, las ventanas abiertas y un tiovivo que gira sin parar y lleva a un solo pasajero, un hombre que es feliz dando vueltas con los ojos cerrados, una manera de invisibilizar la ciudad, los habitantes, el odio y la locura de la guerra.

Ivica Djikić mezcla voces y personajes para hablar de una tierra y unos habitantes que ven cómo su rutina se despedaza con el inicio de la guerra. Está el hombre que se enriquece en Alemania y regresa con su nueva mujer y un gato, está su hijo que descubre el amor en su madrastra y tiene que abandonar el pueblo, está un adolescente que capta los pequeños gestos de la ciudad, las confidencias y las charlas captadas en la oscuridad, está el antiguo alcalde que se encierra en su piso una vez empezada la guerra y el nuevo alcalde, un patriota croata que odia a la mitad de sus vecinos, está un muchacho que se transforma con la guerra y se convierte en un asesino despiadado y un antiguo jugador de fútbol convertido en alguien al margen, un solitario que se emborracha en su casa. Personajes que hablan a través de diarios y cartas, o se suceden las diferentes primeras personas, o una voz con la distancia justa que ve los acontecimientos en la ciudad y se pregunta por su destino, que describen el mundo antes de la guerra y cómo fue su llegada.



Antes de que estallase la guerra nos dejábamos todos nuestros ahorros en el Albatros jugando a la máquina de millón y ahí encendimos nuestros primeros cigarrillos. Ese era para nosotros el lugar más importante del mundo. Y la guerra ocurrió de la forma más sencilla posible, como cuando empieza a llover en el momento propicio. Al principio todo nos resultaba interesante y nuevo, no teníamos clase, en la ciudad había muchas caras nuevas, uniformes, rifles, había toque de queda... Durante esos días descubríamos sótanos en los que se hablaba de política y acciones militares, pero sobre todo se comía en grandes cantidades. Todo el mundo vomitaba solo para poder comer más. Sin embargo, al cabo de unos días echábamos de menos nuestras almohadas, nuestras camas limpias y nuestras cintas de vídeo. En los sótanos únicamente quedó la comida sobrante, que las ratas olfateaban a toda prisa.
Hamza y Daco eran vecinos míos de la calle Ðjuro Pucar Stari. Me llevaban tres años, pero eso no nos impedía ser los mejores amigos. Poco a poco la guerra se volvió aburrida: todo era siempre igual, solo los muertos eran nuevos. Nosotros pasábamos los días en el Albatros, intentando olvidar lo que estaba sucediendo fuera, y eso se nos daba bastante bien.
Entonces empezó a ocurrir algo extraño, pues a nuestros vecinos musulmanes se los empezaban a llevar a las cárceles y allí les pegaban y les torturaban. Todo el mundo lo decía y yo también lo sé, porque se llevaron a mi vecino Avdo. Todos sabían lo que ocurría en esas cárceles, pero nadie decía nada y nadie se atrevía a protestar. Aquel puñado de personas que no aprobaba que se llevaran a los musulmanes a la cárcel seguramente tenía miedo de que los proclamaran unos malditos traidores y los encerraran en el edificio de la escuela o del instituto, donde durante días los apalizarían.


Cirkus Columbia se acerca de una manera pausada, inteligente y reflexiva al conflicto de los Balcanes, sus retratos certeros sobre las diferentes culturas, la tensión entre los distintos bandos, el odio y la locura ilógicos y cómo la guerra saca a la superficie antiguas enemistades, una mezcla de personajes e historias, un retrato costumbrista que se rompe con la guerra, la ciudad que respira y se contrae y señala con el dedo a sus habitantes. Djikić habla de la estupidez de los extremismos, de las fronteras que nos separan, de la incomprensión, de no ver al otro.

Hay una imagen que perdurará de esta lectura. La llegada de un circo con un gran tiovivo y un hombre que se pasa los días do en él, los ojos cerrados, la sensación de que sólo es feliz dando vueltas a ciegas. Sentir el mundo que gira con los ojos cerrados, el vértigo y cierta vuelta a la infancia, una pizca de cordura dentro de una ciudad que ha estallado desde dentro.

Ivica Djikić ha sido un buen descubrimiento, una forma de acercarse a los Balcanes, de enlazar con Ivo Andrić, por ejemplo.







De hecho, a veces me pregunto por qué me fui de la ciudad. ¿Por qué deserté? No es que fuera un pacifista convencido. Tampoco es que el miedo fuera tan insoportable. Pero de repente me daba asco: no tanto la guerra que me tocaba hacer a mí, que consistía en pasar siete días aburrido en las trincheras y cabañas y luego otros siete de permiso en casa, sino todo lo demás que formaba parte de la guerra. Una vez, en su casa, hablamos de ello. La gente —más que nunca— se ha vuelto mala, peligrosa, acaparadora y a las primeras de cambio utiliza palabras duras. Sobre todo cuando empezó lo de los musulmanes... Todo se volvió todavía más estúpido y absurdo de lo que normalmente era y la ciudad decidió disfrutar hasta el final en la estupidez y el sinsentido: la gente creía sin reservas en los rumores y los transmitía con un ardor increíble, se tragaba los complots y añadía con habilidad detalles nuevos, creía firmemente que no había más víctimas que nosotros. Cualquiera que osara alzar la voz para contradecir la estupidez reinante era insultado y humillado. Usted bien lo sabe.
Ivica Djkić. Cirkus Columbia. Traducción de Maja Drnda. Sajalín editores.