Una pequeña ciudad de provincias bosnia y sus diferentes
voces que acogen, apuntan o destierran a sus habitantes, que los señala como
amigos o enemigos, que los convierte en solitarios y desposeídos, en desertores
o patriotas, una ciudad que se mueve a través de los cantos de los borrachos en
la madrugada, de las diatribas patrióticas de las tabernas, de la pérdida de la
belleza de las mujeres, de los que emigraron y regresan ricos y quieren presumir
del cambio en su suerte, de aquellos que quieren salir porque las voces de la
ciudad los acorralan o intimidan o se sienten fuera de su mundo, la pequeña
ciudad de provincias que ve acercarse la guerra a principio de los noventa y la
toma de posición de cada habitante, la tensión y el asesinato, la crueldad y
los gestos solidarios, las ventanas abiertas y un tiovivo que gira sin parar y
lleva a un solo pasajero, un hombre que es feliz dando vueltas con los ojos
cerrados, una manera de invisibilizar la ciudad, los habitantes, el odio y la
locura de la guerra.
Ivica Djikić
mezcla voces y personajes para hablar de una tierra y unos habitantes que ven
cómo su rutina se despedaza con el inicio de la guerra. Está el hombre que se
enriquece en Alemania y regresa con su nueva mujer y un gato, está su hijo que
descubre el amor en su madrastra y tiene que abandonar el pueblo, está un
adolescente que capta los pequeños gestos de la ciudad, las confidencias y las
charlas captadas en la oscuridad, está el antiguo alcalde que se encierra en su
piso una vez empezada la guerra y el nuevo alcalde, un patriota croata que odia
a la mitad de sus vecinos, está un muchacho que se transforma con la guerra y
se convierte en un asesino despiadado y un antiguo jugador de fútbol convertido
en alguien al margen, un solitario que se emborracha en su casa. Personajes que
hablan a través de diarios y cartas, o se suceden las diferentes primeras
personas, o una voz con la distancia justa que ve los acontecimientos en la
ciudad y se pregunta por su destino, que describen el mundo antes de la guerra
y cómo fue su llegada.
Antes de que estallase la guerra nos dejábamos todos nuestros ahorros en el Albatros jugando a la máquina de millón y ahí encendimos nuestros primeros cigarrillos. Ese era para nosotros el lugar más importante del mundo. Y la guerra ocurrió de la forma más sencilla posible, como cuando empieza a llover en el momento propicio. Al principio todo nos resultaba interesante y nuevo, no teníamos clase, en la ciudad había muchas caras nuevas, uniformes, rifles, había toque de queda... Durante esos días descubríamos sótanos en los que se hablaba de política y acciones militares, pero sobre todo se comía en grandes cantidades. Todo el mundo vomitaba solo para poder comer más. Sin embargo, al cabo de unos días echábamos de menos nuestras almohadas, nuestras camas limpias y nuestras cintas de vídeo. En los sótanos únicamente quedó la comida sobrante, que las ratas olfateaban a toda prisa.Hamza y Daco eran vecinos míos de la calle Ðjuro Pucar Stari. Me llevaban tres años, pero eso no nos impedía ser los mejores amigos. Poco a poco la guerra se volvió aburrida: todo era siempre igual, solo los muertos eran nuevos. Nosotros pasábamos los días en el Albatros, intentando olvidar lo que estaba sucediendo fuera, y eso se nos daba bastante bien.Entonces empezó a ocurrir algo extraño, pues a nuestros vecinos musulmanes se los empezaban a llevar a las cárceles y allí les pegaban y les torturaban. Todo el mundo lo decía y yo también lo sé, porque se llevaron a mi vecino Avdo. Todos sabían lo que ocurría en esas cárceles, pero nadie decía nada y nadie se atrevía a protestar. Aquel puñado de personas que no aprobaba que se llevaran a los musulmanes a la cárcel seguramente tenía miedo de que los proclamaran unos malditos traidores y los encerraran en el edificio de la escuela o del instituto, donde durante días los apalizarían.
Cirkus Columbia se acerca de una manera
pausada, inteligente y reflexiva al conflicto de los Balcanes, sus retratos
certeros sobre las diferentes culturas, la tensión entre los distintos bandos,
el odio y la locura ilógicos y cómo la guerra saca a la superficie antiguas enemistades,
una mezcla de personajes e historias, un retrato costumbrista que se rompe con
la guerra, la ciudad que respira y se contrae y señala con el dedo a sus
habitantes. Djikić
habla de la estupidez de los extremismos, de las fronteras que nos separan, de
la incomprensión, de no ver al otro.
Hay una
imagen que perdurará de esta lectura. La llegada de un circo con un gran
tiovivo y un hombre que se pasa los días do en él, los ojos cerrados, la
sensación de que sólo es feliz dando vueltas a ciegas. Sentir el mundo que gira
con los ojos cerrados, el vértigo y cierta vuelta a la infancia, una pizca de
cordura dentro de una ciudad que ha estallado desde dentro.
Ivica Djikić
ha sido un buen descubrimiento, una forma de acercarse a los Balcanes, de
enlazar con Ivo Andrić, por ejemplo.
De
hecho, a veces me pregunto por qué me fui de la ciudad. ¿Por qué deserté? No es
que fuera un pacifista convencido. Tampoco es que el miedo fuera tan insoportable.
Pero de repente me daba asco: no tanto la guerra que me tocaba hacer a mí, que
consistía en pasar siete días aburrido en las trincheras y cabañas y luego
otros siete de permiso en casa, sino todo lo demás que formaba parte de la
guerra. Una vez, en su casa, hablamos de ello. La gente —más que nunca— se ha
vuelto mala, peligrosa, acaparadora y a las primeras de cambio utiliza palabras
duras. Sobre todo cuando empezó lo de los musulmanes... Todo se volvió todavía
más estúpido y absurdo de lo que normalmente era y la ciudad decidió disfrutar
hasta el final en la estupidez y el sinsentido: la gente creía sin reservas en
los rumores y los transmitía con un ardor increíble, se tragaba los complots y
añadía con habilidad detalles nuevos, creía firmemente que no había más
víctimas que nosotros. Cualquiera que osara alzar la voz para contradecir la
estupidez reinante era insultado y humillado. Usted bien lo sabe.
Ivica Djkić. Cirkus Columbia. Traducción
de Maja Drnda. Sajalín editores.
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