Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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domingo, 17 de mayo de 2020

-10. Alexiévich

Tardo en darme cuenta. Hay algo diferente en la vista de la ventana. Han brotado unas pequeñas hojas verdes de uno de los árboles frente a casa. Los otros tres siguen desnudos, invernales, a la espera, como nosotros. Esas hojas me recuerdan la llegada de la primavera, el día de la poesía, el cambio de hora, los atascos en autopistas camino de las vacaciones de semana santa, los días largos, las noches cortas. Me pregunto en qué momento de la semana aparecieron las hojas, qué más ha renacido sin yo haberlo notado, qué me oculta el confinamiento y qué trae a primer plano y lo que trae a mi primer plano es la fragilidad y la vulnerabilidad de un virus invisible, la sensación de remontar una ola gigante para hundirme en la siguiente, el miedo a que enfermen las personas que quiero, los extraños momentos de calma absoluta y certidumbre; y lo que trae es la abolición del tiempo, la idea de que las habitaciones de esta casa son compartimentos estancos de un cerebro anestesiado, la parada en seco de la vida. Esas hojas verdes, reveladas días después de su nacimiento.

Escucho a las ocas del río graznar. Aparecieron hace un par de años. Antes del confinamiento, me detenía en el puente y seguía la estela que dejaban ocas y patos en el río, observaba la figura taciturna y encorvada de las garzas sobre las rocas y las ondas de las alas de los cormoranes en el agua al posarse o salir volando. Los niños, que se sorprenden por el mundo que se descubre poco a poco ante ellos, chillaban alborozados al ver sus vuelos. Recuerdo cuando de niño cruzaba corriendo los puentes por miedo a caer al abismo. Tomaba aire en aquel camino blanco de mi infancia y me lanzaba en una carrera a ojos cerrados por los puentes de cemento que terminaba al notar de nuevo la tierra a mis pies. Recuerdo cuando de niño había algunos puentes hechos con troncos de árboles y los coches se bamboleaban al atravesarlos. Recuerdo cuando de niño t. tiraba a su perro desde lo alto de uno de esos puentes y las fauces negras del pozo lo tragaba antes de escupirlo de nuevo a la superficie, su baño en el río, sus convulsiones en la orilla para secarse el agua destellante. Recuerdo cuando hace seis años e. y yo en la pasarela de un puente colgante, a sesenta metros de altura, el vértigo antes del vértigo de todas aquellas primeras veces nuestras que llegarían a los pocos días. Escucho a las ocas del río graznar, esperando nuestro pan otra clase de espera.

Las ventanas se llenan de dibujos infantiles. Arcoíris, palabras de ánimo, unicornios, soles de rayos gigantes y mariposas. Los dibujos tapan el reflejo de la luz en el cristal, el reflejo de la calle en el cristal. Hay niños que observan los columpios tras las cortinas, que miran aburridos a quienes pasamos con las bolsas de la compra, quienes nos cuentan o buscan coches amarillos aparcados y gritan alborozados al encontrar uno, hay niños que miran la pantalla de la televisión, tocan el txistu y, si tienen suerte y un patio grande, corren de un lado a otro sin un propósito definido, hay niños que rabian y chillan y niños que ríen, niños que se sientan solos en los balcones y quienes se disfrazan de superhéroes y dinosaurios. Qué recordarán, los más pequeños, de estos días, qué quedará grabado en su inconsciente, cuánto miedo y preguntas en sus cuerpos por siempre.

No leo.


***

Recomiendo los libros de Alexiévich sobre la Segunda Guerra Mundial, las mujeres soldados y los que fueron niños durante la contienda, mujeres que recuerdan a pesar del silencio impuesto por sus maridos, que desvelan otros rostros del horror, que muestran heroísmos y asombro y extrañeza en un mundo en guerra; hombres y mujeres que vuelven a una infancia donde los incendios, las bombas, los aviones sobre las carreteras, la soledad última, el llanto y la orfandad. Voces que son letanías de un pasado en constante retorno.


Durante mucho tiempo los coches me produjeron terror. Era oír el ruido de un motor y comenzaba a temblar. Ya había terminado la guerra, ya habíamos empezado la escuela… Pero veía un tranvía y perdía el control: me castañeteaban los dientes. Por el temblor. En clase éramos tres los que habíamos sobrevivido la ocupación. Uno de ellos, un niño, no soportaba el zumbido de los aviones. En primavera, cuando llegaba el buen tiempo, la maestra abría las ventanas… Se oía a lo lejos el zumbido de un avión… O bien un coche que se acercaba… Nuestros ojos se volvían gigantes, los de ese niño y los míos; las pupilas se nos dilataban, nos invadía el pánico. Los niños que habían logrado ser evacuados se reían de nosotros…
Los primeros fuegos artificiales… La gente salió a la calle, pero mi madre y yo nos escondimos en un hoyo. Nos quedamos allí hasta que vinieron los vecinos: «Salid; no es la guerra: es la fiesta de la Victoria».
¡Qué ganas de juguetes nos entraron! Qué ganas de sentirnos niños… Cogíamos un pedacito de ladrillo y nos imaginábamos que era una muñeca. A veces era el más pequeño del grupo el que hacía de muñeca. Ahora, cuando veo en la arena trocitos pequeños de vidrio de colores, todavía me apetece cogerlos. Me siguen pareciendo una cosa preciosa.
Svetlana Alexiévich. Últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial. Trad. Yulia  Dobrovolskaia y Zahara García González. Debolsillo.

martes, 2 de mayo de 2017

El abuelo. Aleksandr Chudakov

Hay una historia oficial de héroes, traidores y fechas revolucionarias que conmemorar: héroes aclamados por el régimen soviético y que pasan a ser deportados o fusilados y su pasado reconstruido para que case con los nuevos tiempos, hombres y mujeres tachados de contrarrevolucionarios y traidores que esperan la muerte en la cárcel o la deportación a tierras remotas, fechas que hablan de grandes triunfos contra un mal invisible. Y luego están las pequeñas historias que esconden una verdad sencilla, que son el recuerdo de un tiempo pasado, un intento de mantener intacta la memoria no ya de una familia, también de un pueblo y una tierra. Aleksandr Chudakov hace protagonistas a estas pequeñas historias que hablan de muerte, ternura, guerra, supervivencia y tierra, de lucha, amor, desarraigo, inocencia y literatura.

«Si no fuera por él, yo no sería el hombre que soy». Es Antón, el narrador/testigo de El abuelo, quien habla y confiesa la importancia que tuvo su abuelo no sólo en su infancia con sus peculiares clases de escritura y lectura y su forma de relatarle su propia vida, de ex clérigo a agrónomo y profesor, también a lo largo de su vida de adulto, donde recuerda sus enseñanzas vitales y culturales, el abuelo de Antón como un hombre que aúna el tiempo anterior a la revolución bolchevique con los acontecimientos presentes, que es testigo de un mundo casi extinguido y rechaza los nuevos tiempos. Antón escribe su historia y la de aquellos que le rodean, intercambia la primera y la tercera persona incluso para referirse a sí mismo, como si tomase distancia para enfocar mejor y abarcar un mayor territorio.

El abuelo de Antón, casi centenario, se sabe cercano a la muerte, y manda llamar a la familia para despedirse. Antón regresa a Kazajistán y, en ese regreso, el repaso a la vida de los suyos y a la historia reciente de Rusia. Chudakov no escribe una novela dedicada a una saga familiar y sus vaivenes a lo largo del tiempo, sino que crea un cuadro costumbrista de numerosas voces y personajes secundarios, de historias envueltas en la Historia, de alguien que escribe para no olvidar de dónde procede, cómo nació su amor por la investigación, la literatura y los datos históricos, que se sabe un hombre de los nuevos tiempos y, a la vez, todas las voces que lleva dentro. El abuelo creció en un mundo sin aviones ni electricidad, pasó de Ucrania a Moscú y Kazajistán, incapaz de encajar dentro de los nuevos tiempos donde, cada día, se cambia la Historia y se crea una ética y unos valores nuevos y frágiles. De aquella época donde el trabajo tenía una recompensa a la nueva de racionamientos, campos de reeducación, una cultura ligada a las directrices gubernamentales, la delación del vecino y la glorificación de la maquinaria y la grandeza de la tierra. Antón, nacido poco antes de la segunda guerra contra los alemanes, ve en su abuelo los últimos vestigios de un mundo desconocido.

Cada capítulo de El abuelo es un pequeño relato donde se describe una persona, un tiempo, un momento de victoria o derrota personal. Antón entremezcla los tiempos de su vida y escribe sobre los baños en el lago, las caminatas a clase, la universidad moscovita, los deportados y los muertos, los relatos de Chéjov confrontados con los libros del régimen comunista, la economía natural que practica su familia, cada miembro dedicado a una tarea, la ropa, el campo, los animales, una manera de autoabastecerse en los tiempos de cartillas de racionamiento, los encuentros en los troncos con los veteranos de las diferentes guerras. Es ahí, en las historias de su abuelo y en esos encuentros con los veteranos, donde Antón descubre la diferencia entre la historia oficial y los artículos de la prensa y la realidad, batallas y mártires recordados por todos que esconden una verdad oculta, las victorias que fueron derrotas y los muertos que no fueron tales sino supervivientes silenciados. Antón es un recopilador de historias, las propias y familiares y las de cualquier libro que caiga en sus manos.

Aleksandr Chudakov hace de El abuelo una historia de historias, repasa los últimos años de Rusia, las diferentes guerras y los cambios políticos, muestra aquello que está oculto, las mentiras y las leyendas, convierte en mito a un nonagenario que ha asistido a la extinción de varios mundos, habla con ternura y humor de un puñado de personajes excéntricos y con tristeza sobre la escasez material y ética de la Unión Soviética, y hace un continuo homenaje a la literatura, Chéjov, Stevenson, Gogol, Pushkin, los libros como una manera de acercarse a la vida y anclar la historia a ella, como forma de aventura e inconformismo.

(Es de recibo comentar la labor de los traductores, Yulia Dobrovolskaia y José María Muñoz Rovira, la cantidad de notas que ayudan a entender la historia y los personajes rusos)








«Como todo hombre del siglo pasado…», comenzaba a formular Antón. Sí, del pasado, del siglo pasado.
Se iba a vagar por la ciudad. Las charlas con el abuelo por alguna razón lo empujaban hacia la cuestión que Antón titulaba: «Sobre la vanidad de la ciencia histórica». ¿Qué puede tu ciencia, historiógrafo Stremoújov? Nuestra idea de la insurrección de Pugachov se basa en La hija del capitán. Tú estudiaste a Pugachov como historiógrafo. ¿Han cambiado acaso tu percepción de la época los documentos históricos? Sé franco. Por muchos estudios que salgan, sean definitorios o refutativos, la nación percibirá su rebelión cosaca tal y como está refleja en esa novelita. ¿Y la guerra de 1812? Siempre y por los siglos de los siglos continuará siendo aquella que se desarrolla en las páginas de Guerra y paz a pesar de decenas de errores fácticos presentes en el relato. Y la importancia, el papel de lo casual. ¿Por qué? La existencia histórica del hombre es la vida en su plenitud; la ciencia histórica a su vez hace tiempo que se ha fragmentado en la historia de los reinados, formaciones, escuelas filosóficas, la historia de la cultura material. Ningún trabajo histórico presenta al hombre en el cruce de todo ello, y eso que justo ahí, en esa encrucijada, se encuentra el hombre en cada momento de su existencia. Solo el escritor lo ve desde esa óptica.

***

El abuelo había conocido dos mundos. El primero fue el mundo de su juventud y de su madurez. Era un mundo simple y comprensible: un hombre trabajaba y recibía su compensación, por tanto, estaba en condiciones de adquirir una vivienda, las cosas y los alimentos sin tener que lidiar con listas, cupones, cartillas de racionamiento o colas interminables. Aquel mundo se desvaneció materialmente, pero el abuelo aprendió a recrear su semejanza a fuerza de conocimiento, ingenio e indómitos esfuerzos propios y de su familia, porque ninguna revolución es capaz de alterar las leyes del nacimiento y de la vida de las cosas y las plantas. Lo que una revolución sí puede es rehacer el mundo inmaterial del hombre, y lo hizo. La jerarquía de valores se derrumbó: un país con una historia multisecular empezó a vivir según normas ideadas hacía nada; lo que antes se consideraba ilícito se convirtió en la nueva ley. Sin embargo, su alma preservaba el mundo antiguo y el mundo nuevo no lo corrompió. Percibía el viejo mundo como si fuera real, el abuelo continuaba su diálogo diario con sus autores favoritos, religiosos y seculares, con sus confesores del seminario, con sus amigos, su padre y sus hermanos. Lo irreal para él era el nuevo mundo: nunca logró comprender racional ni emocionalmente cómo podía haber nacido todo esto y, para colmo, cómo se había consolidado tan deprisa, y jamás dudó de que un día este reino de fantasmas desaparecería con la misma rapidez con la que había surgido. Solo que ese día tardaría en llegar, y él y su nieto solían dialogar sobre si Antón viviría para verlo.
Aleksandr Chudakov. El abuelo. Traducción de Yulia Dobrovolskaia y José María Muñoz Rovira. Automática editorial.