Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

jueves, 17 de febrero de 2022

en el último silencio de la noche

Encendí una vela por mi padre la mañana de mi cumpleaños, sentía su ausencia con mayor fuerza. Luego, saqué uno de mis álbumes con fotos de mi niñez y adolescencia y postales que le escribía a mi padre en el día de su santo o que mi tía me enviaba por mi cumpleaños. Entonces, me di cuenta de que la mayor parte de ese mundo adulto de mi infancia, aquellas personas que me cobijaban y me dejaban entrever en las distintas cocinas gallegas cuando niño una vida diferente, había desaparecido. Fue un día donde tristeza y recuerdos, el gesto que repetía mi padre encada uno de mi cumpleaños, con ocho o treinta y ocho años, donde se acercaba con su sonrisa de niño en sus ojos bien abiertos y me tiraba de las orejas mientras contaba y cantaba felicidades, su manera de llamarme Fernandusco, cómo me partía las nueces que luego comíamos juntos con pan yo y vino él, recuerdos de los últimos meses de su

cuerpo desnudo, consumido y retorcido, mientras le duchaba o en los días de hospital, las últimas conversaciones, en el banco junto a su casa, que transitaban por los mismos caminos, como si mi padre quisiera fijar unos recuerdos sobre otros —los días de pesca, las ruadas nocturnas, los jornadas de cavar en el monte—, esa forma de relatarse en una voz que ya no era enteramente suya, que había perdido calidez por rigidez. Se juntaron la ternura el amor la congoja la extrañeza. No acabo de acostumbrarme a este mundo donde no veo a mi padre.

Me cuesta salir de este silencio de hace meses y mostrarme. A principios de enero sentí que estaba agotado y pedí vacaciones. El año pasado donde la muerte de mi padre, el ictus de mi madre y asumir tantas emociones extremas —amor rabia culpa vacío belleza— había colocado un gran peso dentro de
mí. Durante un par de semanas me despertaba temprano, antes del amanecer, desayunaba en el último silencio de la noche, y subía al monte cuando aún los prados blancos y el aliento en mi boca. Vi nidos entre las ramas desnudas y el vuelo de los petirrojos, recordé cómo mi padre hacía música con las hojas

de las flores en su boca, crucé robles y pinos y eucaliptos —y me han hablado de aquel eucalipto que plantó mi abuelo junto a su casa, de aquellas tardes de agosto con mi tía recogiendo piñas para el invierno, mi tía con dos sacos sobre la cabeza, en un equilibrio inaudito, yo con la carretilla—, metí los pies entre las hojas secas, como niño y respiré el aire frío —lo he sentido dentro, aquietándome. En esos paseos por el monte, donde cada día me adentraba un trecho más y sonreía porque, de niño, me daban miedo la soledad y el bosque, llegaba a otro tipo de silencio a través del cansancio, sentía cada día como una pequeña existencia donde se mezclaban los mundos existentes y los desaparecidos. Descendía hacia este pueblo con algo parecido al sosiego dentro de mí.

En unos minutos encenderé una vela a mi padre. Como en cada atardecer desde hace cinco meses.

09.02.22