Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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miércoles, 17 de junio de 2020

+21. Bove

(silencio)


***

Decía Beckett que Bove era el mayor de los autores desconocidos franceses. Me sorprende, en Mis amigos, lo moderno de su escritura. La búsqueda de un amigo, de un amor, de un gesto de cariño y reconocimiento y hogar, de algo que lo saque de la habitación de su pensión y le haga sentir en el mundo, que le sacuda la soledad y la pobreza y la invisibilidad a la que parece destinado, su mirada que describe aquello que ve sin apenas adjetivos, una mirada desnuda que busca y anhela, una vida humilde y angustiosa que cree atraerá a los demás con su figura triste.


El aire batía las puertas sin cerradura. Mis pies se deslizaban por el embaldosado de cristal, como si estuviera en un bosque de abetos. Había carteles pegados sobre los cristales mojados de un quiosco. Las corrientes de aire impedían a la gente abrir los periódicos. Detrás de las taquillas, había luz, a pesar de ser de día. Los empleados del ferrocarril tenían un aire familiar con los policías municipales.
Nadie se fijaba en mí. Estaba triste. Y me esforzaba por seguir estándolo. Quería que los viajeros sintiesen remordimientos, al partir, que pensasen en mí, mientras rodaban hacia otros países.
Iba caminando con la cabeza baja y, cuando tropezaba con alguna bella mujer, la miraba con melancolía, para conmoverla. Imaginaba que así adivinaría mi necesidad de amor.
Emmanuel Bove. Mis amigos. Traducción Manuel Arranz Lázaro. Editorial Pre-Textos.

viernes, 27 de abril de 2018

Mañana nunca lo hablamos. Eduardo Halfon

Acercarse por primera vez a un escritor del que no se sabe nada tiene algo de espacio en blanco. No hay prejuicios ni ideas preconcebidas. Ni ecos externos. Todo puede ser. El asombro, el delirio, la duda, la aversión, el aburrimiento, la reincidencia. Así, ese primer libro se convierte en una lectura libre, el peregrinaje a un territorio nuevo del que se desconocen las coordenadas y que acerca a la literatura a lo ilimitado. Vi el libro de Eduardo Halfon en la biblioteca del pueblo y me convenció el texto de la contraportada donde el escritor habla de volver a la infancia y de escribir para regresar a la pureza de la niñez (1). Y algo así es Mañana nunca lo hablamos, un puñado de relatos/capítulos que captan momentos de una infancia en la Guatemala de finales de los setenta y principios de los ochenta, un libro que se inicia con un padre y un hijo de la mano en la orilla del mar, una imagen que se repetirá a lo largo de los relatos de manera simbólica, la relación padre e hijo que busca tanto la unión como la primera independencia, que se asienta en viejas historias familiares, que avanza entre el sonido del mar y la confesión paterna de haber muerto ahogado en aquel mismo mar para luego ser revivido por un soldado americano, la pregunta final del niño de quién sería él sin su padre. Halfon captura momentos cotidianos en la vida de un niño, una vida sencilla en la que irrumpe una violencia externa en forma de temblores de tierra o las escaramuzas entre militares y guerrilleros, temblores y escaramuzas que otorgan al mundo que rodea al niño un aspecto de ciudad en ruinas. En esa vida infantil también (sobre todo) se cuela el mundo mítico de los adultos, el tío que lee posos del café turco, el abuelo secuestrado por la guerrilla, el chico para todo que recuerda las mojarras que pescaba antes de abandonar su hogar, el nórdico que no hablaba español y le regalaba muñecos de alambre, el padre que es una presencia totémica y la calidez y los reclamos de la madre. Hay una especie de cuentos junto a la hoguera en Mañana nunca lo hablamos, alguien que recuerda un momento revelador de su vida o que narra una anécdota a veces intrascendente o que habla de tierras desconocidas. El niño ¿Halfon? intenta entender y esclarecer los códigos y significados del mundo adulto en el que aún no ha ingresado, y lo hace desde un presente que le da una mirada abarcadora desde la que verse de manera completa, lo que para el niño es miedo y desconocimiento y aventura para el narrador ya adulto es secreto desvelado, las miradas y los gestos que adquieren un nuevo sentido, una nueva realidad. Los relatos/capítulos funcionan como diapositivas, como recuerdos de la infancia salvados del olvido, momentos que esconden una lección profunda y una verdad. Así, el niño recorrerá los edificios y las casas en ruinas tras el temblor que dejó a miles de personas sin hogar, verá el cadáver de una guerrillera desde la ventana de un autobús escolar, encontrará revistas pornográficas de las que no entenderá por entero su sentido, mirará atónito los muñones de una niña o las escopetas de unos militares que irrumpirán en la casa del abuelo, escenas que muestran una época y una tierra convulsas, que hacen recapacitar al niño sobre aquello que vive. Me admiran la sencillez y el poder evocador de la escritura de Halfon en estos relatos/capítulos, su manera de captar un instante de la infancia y describir cómo se muestra la realidad poco a poco a un  niño, desvelando sus diferentes capas y haciendo visible lo que antes permanecía oculto. Ahora tengo una primera pincelada de la obra de Halfon, una pequeña idea y algo que esperar.



En algún momento el tío Salomón se había inclinado hacia la mesa y había cogido la taza de café y el platito y estaba ahora estudiando las distintas formas y sombras de los granos secos. Todos los mirábamos en silencio, maravillados salvo el militar, que seguía fumando y muy serio en el umbral del comedor y no tenía ni idea de qué estaba haciendo el tío Salomón. Todos lo mirábamos manipular la taza y rotar el platito y de repente alzar las cejas y sacudir la cabeza o suspirar muy ligero o hasta sonreír a medias. Y todos también sonreímos a medias o quisimos sonreír a medias o al menos nos calmamos un poco. Pero el tío Salomón no dijo nada. Nunca dijo nada. Nunca quiso decir qué leyó en aquellos granos, y tampoco quiso decir por qué nunca más aceptó volver a leer otro café turco. Algunos familiares creían que había visto allí la próxima muerte del Nono. Otros, que había visto el retorno precipitado y ansioso de Berenice y sus padres a Buenos Aires. Otros, que había visto el reflejo del presente, de ese momento, de todos los militares merodeando por la casa de mis abuelos como bichos salvajes. Yo siempre estuve convencido de que en aquellos granos secos, en aquellas manchitas de café, logró vislumbrar la eventual destrucción de todo palacio. Pero nunca supimos. Nunca dijo nada. El tío Salomón sólo terminó de leer ese último café turco y colocó la tacita y el plato sobre la mesa y encendió otro cigarrillo como si nada importante hubiese ocurrido, medio sonriendo, medio fumando, medio burlándose de algo con todo su rostro beduino.
Eduardo Halfon. Mañana nunca lo hablamos. Editorial Pre-textos.

***

Coda

(1) Sin proponérmelo, casi sin darme cuenta, vuelvo una y otra vez a las narrativas de mi infancia. A mis historias infantiles. Como si, al escribirlas, quisiera también recuperar algo, o recordar algo, o simplemente regresar a ese espacio tan blanco del cual fui desterrado. Toda infancia tiene sus puertas de salida. En toda infancia hay momentos –a veces magnánimos, a veces prolijos, a veces breves y volátiles– que son como pórticos hacia la grandeza del futuro. Los atravesamos con pasos inocentes, llenos de ímpetu y curiosidad, sin entonces lograr comprender, por supuesto, que esos precarios pasos son irrevocables, que no tienen marcha atrás. A veces pienso que por eso escribo. Para intentar regresar a la ilusoria y frágil pureza de mi niñez, en la Guatemala de los turbulentos años setenta. Para meter el plumón en la tinta de mi memoria infantil hasta encontrar allí los momentos que fueron mis puertas de salida. Para volver sobre mis pasos de niño y caminar nuevamente en aquellos pórticos y quizás así, ahora, en un puñado de páginas, y a través del prisma nebuloso de la memoria y la ficción, recuperar destellos de un paraíso perdido.

viernes, 13 de abril de 2018

Amalia Bautista en Estoy ausente

Negra bilis

Hace meses que vivo rodeada
de una sustancia negra y pegajosa
que ha invadido mi casa. Las paredes,
el suelo, las ventanas y los muebles,
la comida, los libros y la ropa,
las teclas del ordenador, las plantas,
el teléfono… Todo está impregnado
de esta brea, la misma que respiro,
la que me está matando poco a poco.
Dicen que los dichosos y los necios
llaman melancolía a esta basura
que pudre el corazón y asfixia el alma.

***

El ángel perplejo

Nunca hubo dios, ni vírgenes, ni santos,
ni icono que proteja, ni oración que consuele;
ni salvación del alma o vida eterna;
ni mágicas palabras, ni bálsamo efectivo
contra el dolor que no remite nunca;
ni luz al otro lado de las sombras,
ni salida del túnel, ni esperanza.
Sólo nos acompaña en esta travesía
un ángel de la guarda perplejo que soporta
la misma vida perra que nosotros.

***

Cada día me digo, susurrando

Cada día me digo, susurrando,
mantén el equilibrio. Todo acecha,
todo asusta, tu vida entera pende
de un frágil hilo y de un azar injusto.
Tu voluntad no puede demasiado.
No pierdas pie. Mantén el equilibrio.

***

Luz de mediodía

Ni tu nombre ni el mío son gran cosa,
sólo unas cuantas letras, un dibujo
si los vemos escritos, un sonido
si alguien pronuncia juntas esas letras.

Por eso no comprendo muy bien lo que me pasa,
por qué tiemblo o me asombro,
por qué sonrío o me impaciento,
por qué hago tonterías o me pongo tan triste
si me salen al paso las letras de tu nombre.

Ni siquiera es preciso que te nombren a ti,
siempre nombran la luz del mediodía,
la fruta, el paraíso
antes de la expulsión.

***

Matar al dragón

Ha llegado la hora de matar al dragón,
de acabar para siempre con el monstruo
de las fauces terribles y los ojos de fuego.
Hay que matar a este dragón y a todos
los que a su alrededor se reproducen.

Al dragón de la culpa y al dragón del espanto,
al del remordimiento estéril, al del odio,
al que devora siempre la esperanza,
al del miedo, al del frío, al de la angustia.
Hay que matar también al que nos tiene
aplastados de bruces contra el suelo,
inmóviles, cobardes, desarraigados, rotos.

Que la sangre de todos
inunde cada parte de esta casa
hasta que nos alcance la cintura.
Y cuando ese montón de monstruos sea
sólo un montón de vísceras y ojos
abiertos al vacío, al fin podremos
trepar y encaramarnos sobre ellos,
llegar a las ventanas, abrirlas o romperlas,
dejar que entren la luz, la lluvia, el viento
y todo lo que estaba retenido
detrás de los cristales.
Amalia Bautista. Estoy ausente. Editorial Pre-Textos.

viernes, 27 de mayo de 2016

Fernando Pessoa en Odas de Ricardo Reis II

Oí contar que otrora, cuando en Persia
hubo no sé qué guerra,
en tanto la invasión ardía en la Ciudad
y las hembras gritaban,
dos jugadores de ajedrez jugaban
su incesante partida.

A la sombra de amplio árbol fijos los ojos
en el tablero antiguo,
y, al lado de cada uno, esperando sus
momentos más holgados,
cuando había movido la pieza, y ahora
aguardaba al contrario,
una jarra con vino refrescaba
su sobria sed.

Ardían casas, saqueadas eran
las arcas y paredes,
violadas, las mujeres eran puestas
contra muros caídos,
traspasadas por lanzas, las criaturas
eran sangre en las calles…
Mas donde estaban, cerca de la urbe
y lejos de su ruido,
los jugadores de ajedrez jugaban
el juego de ajedrez.

Aunque en los mensajes del yermo viento
les llegasen los gritos,
y, al meditar, supiesen desde el alma
que en verdad las mujeres
y las tiernas hijas violadas eran
en esa distancia próxima,
aunque en el momento en que lo pensaban,
una sombra ligera
les cruzase la frente ajena y vaga,
pronto sus ojos calmos
volvían su atenta confianza
al tablero viejo.

Cuando el rey de marfil está en peligro,
¿qué importa la carne y el hueso
de las hermanas, de las madres y de los niños?
Cuando la torre no cubre
la retirada de la reina blanca,
poco importa el saqueo,
y cuando la mano confiada da jaque
al rey del adversario,
poco ha de pesarnos el que allá lejos
estén muriendo hijos.

Aunque, de pronto, sobre el muro
surja el sañudo rostro
de un guerrero invasor que en breve deba
caer allí envuelto en sangre,
el jugador solemne de ajedrez
el momento anterior
(anda aún calculando la jugada
que hará horas después)
sigue aún entregado al juego predilecto
de los grandes indiferentes.

Caigan ciudades, sufran pueblos, cesen
la libertad, la vida,
los protegidos y heredados bienes
ardan y sean desvalijados,
mas cuando la guerra las partidas interrumpa,
esté el rey sin jaque,
y el de marfil peón más avanzado
amenazando la torre.

Mis hermanos en amar a Epicuro
y en entenderlo más
de acuerdo con nosotros mismos que con él
en la historia aprendamos
de esos calmos jugadores de ajedrez
cómo pasar la vida.

Todo lo serio poco nos importe
lo grave poco pese,
que el natural impulso del instinto
ceda al inútil gozo
(a la sombra tranquila de los árboles)
de hacer buena partida.

Lo que llevamos de esta vida inútil
tanto vale si es
gloria, fama, amor, ciencia, vida,
como si es tan sólo
el recuerdo de un certamen ganado
a un jugador mejor.

La gloria pesa cual copioso fardo,
la fama como fiebre,
el amor cansa porque va en serio y procura,
la ciencia nunca encuentra,
la vida pasa y duele, pues lo sabe…
La partida de ajedrez
prende el alma toda, aunque, perdida, poco
pesa, pues no es nada.

¡Ah!, bajo las sombras que sin querer nos aman,
con un jarro de vino
al lado, y atentos sólo a la inútil tarea
de jugar al ajedrez
aunque esta partida sea tan sólo un sueño
y no haya compañero,
imitemos a los persas de la historia,
y, mientras allá fuera,
cerca o lejos, la guerra y la patria y la vida
nos llaman, dejemos
que en vano nos llamen, cada uno de nosotros
bajo sombras amigas
soñando, él los compañeros, y el ajedrez
su indiferencia.


Ouvi contar que outrora, quando a Pérsia
Tinhanãoseiqual guerra,
Quando a invasãoardia na cidade
E as mulheresgritavam,
Doisjogadores de xadrezjogavam
O seujogocontínuo.

À sombra de amplaárvorefitavam
O tabuleiroantigo,
E, ao lado de cada um, esperando os seus
Momentos mais folgados,
Quandohavia movido a pedra, e agora
Esperava o adversário.
Umpúcarocomvinhorefrescava
Sobriamente a sua sede.

Ardiam casas, saqueadas eram
As arcas e as paredes,
Violadas, as mulhereseram postas
Contra os muros caídos,
Traspassadas de lanças, as crianças
Eramsanguenasruas...
Masondeestavam, perto da cidade,
E longe do seuruído,
Os jogadores de xadrezjogavam
O jogo de xadrez.

Inda que nasmensagens do ermovento
Lhesviessem os gritos,
E, aorefletir, soubessem desde a alma
Que por certo as mulheres
E as tenrasfilhas violadas eram
Nessadistância próxima,
Inda que, no momento que o pensavam,
Uma sombra ligeira
Lhespassasse na frontealheada e vaga,
Breve seusolhos calmos
Volviamsua atenta confiança
Aotabuleirovelho.

Quando o rei de marfim está emperigo,
Que importa a carne e o osso
Das irmãs e das mães e das crianças?
Quando a torre não cobre
A retirada da rainha branca,
O saque pouco importa.
E quando a mão confiada leva o xeque
Aorei do adversário,
Pouco pesa na alma que lálonge
Estejammorrendofilhos.

Mesmo que, de repente, sobre o muro
Surja a sanhudaface
Dumguerreiro invasor, e breve deva
Emsangueali cair
O jogadorsolene de xadrez,
O momento antes desse
(É ainda dado ao cálculo dum lance
Pra a efeito horas depois)
É ainda entregue aojogopredileto
Dos grandes indif'rentes.

Caiamcidades, soframpovos, cesse
A liberdade e a vida.
Os haverestranqüilos e avitos
Ardem e que se arranquem,
Mas quando a guerra os jogosinterrompa,
Esteja o reisemxeque,
E o de marfimpeãomaisavançado
Pronto a comprar a torre.

Meusirmãosemamarmos Epicuro
E o entendermosmais
De acordocomnós-próprios que com ele,
Aprendamos na história
Dos calmos jogadores de xadrez
Como passar a vida.

Tudo o que é sériopouco nos importe,
O grave pouco pese,
O natural impulso dos instintos
Que ceda ao inútil gozo
(Sob a sombra tranqüila do arvoredo)
De jogarumbomjogo.

O que levamos desta vida inútil
Tanto vale se é
A glória, a fama, o amor, a ciência, a vida,
Como se fosse apenas
A memória de umjogobemjogado
E uma partida ganha
A umjogadormelhor.

A glória pesa como um fardo rico,
A fama como a febre,
O amor cansa, porque é a sério e busca,
A ciência nunca encontra,
E a vida passa e dói porque o conhece...
O jogo do xadrez
Prende a alma toda, mas, perdido, pouco
Pesa, poisnão é nada.

Ah! sob as sombras que semqu'rer nos amam,
Comumpúcaro de vinho
Ao lado, e atentos só à inútil faina
Do jogo do xadrez
Mesmo que o jogoseja apenas sonho
E nãohajaparceiro,
Imitemos os persas destahistória,
E, enquantoláfora,
Oupertooulonge, a guerra e a pátria e a vida
Chamam por nós, deixemos
Que emvão nos chamem, cada um de nós
Sob as sombras amigas
Sonhando, ele os parceiros, e o xadrez
A suaindiferença.


***

Día tras día la misma vida es la misma.
     Lo que pasa, Lidia,
en lo que somos como en lo que no somos
igualmente pasa.
Cogido, el fruto perece poco a poco; y cae
si nunca es recogido.
Igual es el hado, bien lo busquemos,
bien lo esperemos. Suerte
hoy, destino siempre, y bajo esta o esa
forma ajeno e invencible.


Diaapósdia a mesma vida é a mesma.
O que decorre, Lídia,
No que nós somos como em que não somos
Igualmente decorre.
Colhido, o fruto deperece; e cai
Nunca sendocolhido.
Igual é o fado, quer o procuremos,
Quer o esperemos. Sorte
Hoje, Destino sempre, e nestaounessa
Forma alheio e invencível.


***

¿Con qué vida llenaré los pocos breves
días que me son dados? Será mía
mi vida o dada
a otros o a sombras?
¡A la sombra de nosotros mismos cuántos hombres
inconscientes nosotros sacrificamos
y un destino cumplimos
ni nuestro ni ajeno!
Oh dioses inmortales, sepa yo al menos
aceptar sin quererlo, sonriente
el curso áspero y duro
del camino permitido.
Pero nuestro destino es el que es nuestro,
que nos lo dio la suerte o el hado ajeno.
     Anónima a un anónimo,
nos arrastra la corriente.


Com que vida encherei os poucos breves
Dias que me são dados? Será minha
A minha vida ou dada
A outrosou a sombras?
À sombra de nósmesmosquantoshomens
Inconscientes nos sacrificamos,
E um destino cumprimos
Nemnossonemalheio!
Ódeusesimortais, saibaeuao menos
Aceitar semquerê-lo, sorridente,
O curso áspero e duro
Da estrada permitida.
Porémnosso destino é o que fornosso,
Que nos deu a sorte, ou, alheio fado,
Anónimo a um anónimo,
Nos arrasta a corrente.


***

Si recuerdo quien fui, otro me veo
en el pasado, presente del recuerdo.
Me siento como en sueños
mas solamente en sueños.
Y la saudade que aflige mi mente
no es de mí ni del pasado visto,
sino de quien habito
tras de los ojos ciegos.
Nada, salvo el instante, me conoce.
Y mi misma memoria es nada, y siento
que quien soy y los que fui
son sueños diferentes.


Se recordoquem fui, outrem me vejo,
E o passado é o presente na lembrança.
Quem fui é alguém que amo
Porémsomenteemsonho.
E a saudade que me aflige a mente
Não é de mimnem do passado visto,
Senão de quem habito
Por trás dos olhoscegos.
Nada, senão o instante, me conhece.
Minhamesmalembrança é nada, e sinto
Que quemsou e quem fui
São sonhos diferentes.
Fernando Pessoa. Odas de Ricardo Reis. Versión de Ángel Campos Pámpano. Editorial Pre-textos.


jueves, 28 de abril de 2016

Fernando Pessoa en Odas de Ricardo Reis

Temo, Lidia, el destino. Nada es cierto.
En cualquier hora puede sucedernos
     lo que todo nos mude.
Fuera de lo sabido es extraño el paso
que propio damos. Graves númenes guardan
     los linderos del uso.
No somos dioses: ciegos, recelemos,
y la parca dada vida antepongamos
     a novedad, abismo.


Temo, Lídia, o destino. Nada é certo.
Em qualquer hora pode suceder-nos
     O que nos tudo mude.
Fora do conhecido e estranho o passo
Que próprio damos. Graves numes guardam
     As lindas do que é uso.
Não somos deuses; cegos, receemos,
E a parca dada vida anteponhamos
     À novidade, abismo.


***

Para ser grande, sé entero: nada
     tuyo exagera o excluye.
Sé todo en cada cosa. Pon cuanto eres
     en lo mínimo que hagas.
Así en cada lago la luna toda
     brilla, porque alta vive.


Para ser grande, sê inteiro: nada
     Teu exagera ou exclui.
Sê todo em cada coisa. Põe quanto és
     No mínimo que fazes.
Assim em cada lago a lua toda
     Brilha, porque alta vive.


***

Maestro, son plácidas
todas las horas
que nosotros perdemos,
si en el perderlas,
cual en un jarrón,
ponemos flores.
No hay tristezas
ni alegrías
en nuestra vida.
Sepamos así,
sabios incautos,
no vivirla,
sino pasar por ella,
tranquilos, plácidos,
teniendo a los niños
por nuestros maestros,
y los ojos llenos
de naturaleza…
Junto al río,
junto al camino,
según se tercie,
siempre en el mismo
leve descanso
de estar viviendo.
El tiempo pasa,
no nos dice nada.
Envejecemos.
Sepamos, casi
maliciosos,
sentirnos ir.
No vale la pena
hacer un gesto.
No se resiste
al dios atroz
que a los propios hijos
devora siempre.
Cojamos flores.
Mojemos leves
nuestras dos manos
en los ríos calmos,
para que aprendamos
calma también.
Girasoles siempre
mirando al sol,
de la vida nos iremos
tranquilos, teniendo
ni el remordimiento
de haber vivido.


Mestre, são plácidas
Todas as horas
Que nós perdemos.
Se no perdê-las,
Qual numa jarra,
Nós pomos flores.
Não há tristezas
Nem alegrias
Na nossa vida.
Assim saibamos,
Sábios incautos,
Não a viver,
Mas decorrê-la,
Tranquilos, plácidos,
Tendo as crianças
Por nossas mestras,
E os olhos cheios
De Natureza...
A beira-rio,
A beira-estrada,
Conforme calha,
Sempre no mesmo
Leve descanso
De estar vivendo.
O tempo passa,
Não nos diz nada.
Envelhecemos.
Saibamos, quase
Maliciosos,
Sentir-nos ir.
Não vale a pena
Fazer um gesto.
Não se resiste
Ao deus atroz
Que os próprios filhos
Devora sempre.
Colhamos flores.
Molhemos leves
As nossas mãos
Nos rios calmos,
Para aprendermos
Calma também.
Girassóis sempre
Fitando o Sol,
Da vida iremos
Tranquilos, tendo
Nem o remorso
De ter vivido.


***

A lo lejos los montes tienen nieve al sol,
mas es suave ya el frío calmo
     que alisa y aguza
     los dardos del sol alto.

Hoy, Neera, no nos escondamos.
Nada nos falta, porque nada somos.
     No esperamos nada
     y tenemos frío al sol.

Mas tal cual es, gocemos el momento,
solemnes en la alegría levemente,
     y aguardando la muerte
     como quien la conoce.


Ao longe os montes têm neve ao sol,
Mas é suave já o frio calmo
     Que alisa e agudece
     Os dardos do sol alto.

Hoje, Neera, não nos escondamos,
Nada nos falta, porque nada somos.
     Não esperamos nada
     E temos frio ao sol.

Mas tal como é, gozemos o momento,
Solenes na alegria levemente,
     E aguardando a morte
     Como quem a conhece.


***

De ángeles o dioses, siempre tuvimos
la visión confiada de que encima
     de nosotros forzándonos
     obran otras presencias.

Como encima de los rebaños que hay en los campos
nuestro esfuerzo, que ellos no comprenden,
     los constriñe y obliga
     y ellos no nos notan,                 

nuestro deseo y nuestro pensamiento
son las manos con las que otros nos guían
     hacia donde ellos quieren
     que nosotros deseemos.


De anjos ou deuses, sempre nós tivemos
A visão perturbada de que acima
     De nós e compelindo-nos
     Agem outras presenças.

Como acima dos gados que há nos campos
O nosso esforço, que eles não compreendem.
     Os coage e obriga
     E eles não nos percebem,

Nossa vontade e nosso pensamento
São as mãos pelas quais outros nos guiam
     Para onde eles querem
     Que nós o desejemos.
Fernando Pessoa. Odas de Ricardo Reis. Versión de Ángel Campos Pámpano. Editorial Pre-Textos.

viernes, 25 de marzo de 2016

El libro de los susurros. Varujan Vosgonian

El libro de los susurros. O el libro de la memoria. O el libro de los muertos. Varujan Vosgonian recuerda su infancia en una calle rumana, las personas e historias que le rodeaban y le llevaban a Armenia, un territorio que limitaba con la leyenda, y busca las raíces de su pueblo, da voz a los muertos en tierra armenia, muertos silenciados a lo largo de los años por la crueldad de sus ejecuciones, a los que emigraron para sobrevivir en una calle en Rumanía, Argentina o Estados Unidos, y todos ellos, armenios masacrados en convoyes al desierto, emigrados y supervivientes, que forman una voz única, una misma comunidad, una historia.

Los viejos armenios hablan en susurros. Se encuentran en parques y en los patios de sus casas, miran al frente o al cielo, el cuerpo cansado y un hilo de voz para recordar travesías por el desierto, la imposibilidad de una patria, los muertos en el camino, en convoyes o progromos, bajo manos turcas o rusas, niños y mujeres secuestrados y los huesos de los muertos en las orillas, el futuro próximo donde hay que elegir bando para sobrevivir. Y Armenia. Cada uno de ellos lleva dentro de sí las historias de quienes murieron en los genocidios, testigos de la crueldad y el dolor de sus muertes. Vosgonian, de niño, se sorprendía por esa voz baja pero audible donde se colaban la muerte, el dolor y el desasosiego, donde se revivían a los muertos y, como los hombres-libro de Bradbury, formaban la memoria de Armenia.

El libro de los susurros se inicia con un tono de magia, la mirada sorprendida de un niño ante el mundo que ve, una calle modesta, un patio donde se reúnen los viejos a susurrar historias, los aromas de la fruta, las colonias, el café, la misma ceremonia del café que habla de oriente, los juegos en la calle y el cuerpo de los libros, la nostalgia por una infancia lejana, un lugar mítico, donde los abuelos de Vosgonian le adentran en el mundo adulto para revelarle sus misterios, lo que es invisible. Y es ese inicio nostálgico, en el que se cuelan alguna muerte, lo que está por llegar, lo que hace que, al avanzar en El libro de los susurros, sienta con mayor crudeza las páginas donde se describe el genocidio armenio, los convoyes camino de la muerte en el desierto (por manos turcas, o kurdas, o rusas, en barrancos o bajo la superficie de los ríos), las tiendas de campañas con cuerpos hambrientos que mueren poco a poco, los detalles de las muertes y la muerte misma, que Vosgonian imagina entre las tiendas de campaña y los cuerpos moribundos, a la espera de un último aliento.

Vosgonian reconstruye la historia reciente de su pueblo, los viejos con sus pasaportes apátridas, Armenia como ausencia de patria, el exilio para los que lograron sobrevivir al genocidio. Y lo hace sin grandilocuencia o alardes innecesarios, la escritura sencilla que mezcla la nostalgia de los recuerdos propios con la necesidad de dar a conocer el destino de un pueblo, de salvar del olvido no sólo a ese pueblo, también a un puñado de hombres y mujeres cuyas historias se destacan sobremanera. Hay momentos donde se mezcla el realismo con la magia o la ensoñación, donde los personajes son la muerte, la tierra o los sueños, momentos donde la acción se detiene para recordar un olor o una mirada o la forma de los sellos extranjeros, momentos donde asistimos al destino último de un hombre o seguimos a miles de armenios en los círculos de la muerte, las paradas de los convoyes hacia el desierto donde cientos de hombres y mujeres morían cada día, sus cadáveres apilados en las cunetas o quemados para volver como ceniza a la tierra, momentos donde se mezcla la primera y la segunda guerra mundial y la llegada de los bolcheviques como el resurgir de un terror pasado, momentos cercanos a la aventura donde los armenios, como hizo Simon Wiesenthal con los nazis, intentaron vengarse de sus verdugos. Vosgonian quiere hablar de su pueblo, de sí mismo, y lo hace con una docena de voces, intenta completar los espacios en blanco que ha olvidado la Historia, desanda el camino y describe genocidios, exilios, raíces e historias (en minúscula pero, tal vez, más importante que la que aparece en los libros) del pueblo armenio.

Qué es lo que ocurrirá ahora, se preguntan los armenios alrededor de un albaricoquero o en una iglesia, ese ahora que se refiere a la Armenia entre otomanos y rusos y a la Armenia independiente (durante un corto tiempo), al inicio de la segunda guerra mundial y al telón de acero, a la supervivencia y al exilio. Los viejos armenios de la infancia de Vosgonian viven entre dos tiempos, intentan que las huellas del pasado permanezcan en el presente, abren tiendas coloniales y recitan antiguas oraciones para recordar a los muertos. Vosgonian habla de ceremonias del café y de aromas orientales, de susurros junto a los árboles y tumbas vacías, de muchachos que crecieron con una máuser y hombres que recopilan mapas con fronteras y colores diferentes, de pasaportes de apátridas y el intento de que un pueblo no caiga en el olvido y silencio, va de lo íntimo a lo monumental, de los susurros a una voz clara y diáfana.

Si El libro de los susurros empieza con el recuerdo de los aromas de una calle de infancia y dibuja a los viejos con sus historias de una tierra lejana, el momento más impactante es la descripción de los círculos de la muerte en 1915, los largos convoyes de armenios que avanzaban a pie, sin comida ni bebida, cada parada un círculo de la muerte, un lugar hecho de tiendas de campaña bajo las cuales morían cientos de armenios (por inanición, por enfermedades, por las incursiones del ejército turco, de guerrilleros kurdos, de la poblaciones cercanas que no querían verse rodeados por el olor de muerte). Vosgonian describe las diferentes formas en que se presenta la muerte, miles de hombres, mujeres y niños deshumanizados, torturados y masacrados, un asedio continuo, las voces que se apagan en un rumor sordo, los olores de la infancia (café, libros) transformados en el de cuerpos quemados o hinchados en las orillas de los ríos.


Los demás huérfanos, que yacían enfermos y hambrientos en el orfanato de Deir-ez-Zor, fueron cargados en carros un día helado de diciembre. A los moribundos los tiraron al Éufrates; el río, revuelto como estaba en aquella época del año, se tragó rápidamente los cuerpos enflaquecidos. Tras una caminata de doce horas por el desierto, sin ningún tipo de comida ni de agua, el jefe del convoy, del que sabemos que se llamaba Abdullah, pero al que le gustaba que lo llamasen Abdullah Bajá, encontró tres medios diferentes para exterminar a los niños. Pero, como notaba cierta vacilación en la mirada de los soldados, agarró a un niño de dos años y se lo mostró a los demás diciendo: «Incluso al crío este y a todos los que encontréis de esta edad hay que matarlos sin piedad. Llegará un día en que se levantará, buscará a los que mataron a sus padres y querrá vengarse. ¡Este es el hijo de perra que un día nos buscará para matarnos!». Y tras darle varias vueltas en el aire lo golpeó con furia contra las piedras y lo aplastó antes de que tuviera tiempo de exhalar un gemido.
Colocaron parte de los carros uno junto a otro y amontonaron en ellos a cuantos niños cupieron y, en medio, pusieron un carro lleno de explosivos que, tras hacerlo explotar, los desintegró pues los redujo sencillamente a hollín. A los que no estaban en condiciones de andar, los tendieron en tierra, esparcieron sobre ellos yerba seca empapada de gasolina y los quemaron. Y al resto, a los que no habían cabido en los carros, los empujaron hasta cuevas, taparon la entrada con maderas y yerba y les prendieron fuego. Los niños murieron asfixiados y sus cuerpos se quedaron amoratados y carbonizados al fondo de las grutas.
Pero ni el crimen más consumado resulta perfecto del todo. Una niña llamada Ana se refugió en un recoveco de una cueva donde, gracias a una grieta de la montaña, penetró una pequeña corriente de aire. De esta forma, sobrevivió y, cuando el fuego se extinguió tras un día y una noche, salió. Estuvo vagando varias semanas hasta llegar a Urfa; allí encontró a algunos refugiados armenios y les contó la matanza de los inocentes.
Y desde el tercer círculo se oye la voz de Djeman Bajá, el ministro de Marina, alarmado por el gran número de cadáveres que flotaban en el Éufrates. mY más indignado porque el itinerario de los convoyes podía perturbar la circulación ferroviaria. Entonces cayeron en la cuenta las autoridades turcas de que, por perfecto que hubiese sido el plan de exterminio de los armenios, adolecía, no obstante, de un defecto: que atrás quedaban los cuerpos de los asesinados. Deficiencia que Reşid Bajá, el prefecto de Diyarbakir, procuró remediar en la medida de lo posible:
—El Éufrates poco tiene que ver con nuestro valiato. Los cadáveres que flotan en el río provienen, seguramente, de los valiatos de Erzerum y Kharput. A los que mueren aquí se les arroja al fondo de las cuevas o, lo más habitual, se les rocía con gasolina y se les quema. No suele haber bastante sitio para enterrarlos.
Volvamos al primer círculo.
—Vosotros no habéis visto los lugares donde se reunían los convoyes —dijo Hraci Papazian— o, más exactamente, lo que había quedado de ellos. En Deir-ez-Zor. Miles de tiendas de campaña hechas de harapos. Mujeres y niños desnudos, tan debilitados por el hambre que el estómago ya no aceptaba comida. Los enterradores arrojaban a los carros a muertos y moribundos, todos revueltos, para no perder tiempo. Por la noche, a causa del frío, los que estaban todavía vivos se ponían a los muertos encima para calentarse. A las madres, lo mejor que les podía suceder era que surgiese algún beduino y se llevase a su hijo o hija para librarlo de aquella gigantesca fosa. La disentería volvía el aire irrespirable. Los perros hurgaban con el hocico en la barriga abierta de los muertos. Solo en octubre de 1915, por Ras-ul-Ain pasaron más de cuarenta mil mujeres, custodiadas por los soldados, sin llevar consigo ningún hombre con fuerzas. La cruzada de las mujeres martirizadas. A lo largo de las vías del tren, todo el camino estaba salpicado con los cadáveres descuartizados de las mujeres violadas.
—Del millón ochocientos cincuenta mil armenios que vivían en el Imperio Otomano —dijo el pastor evangélico Johannes Lepsius—, aproximadamente un millón cuatrocientos mil fueron deportados. De los restantes cuatrocientos cincuenta mil, más o menos doscientos mil se libraron de la deportación, en especial los de Constantinopla, Esmirna y Alepo. El avance de las tropas rusas salvó la vida de los otros doscientos cincuenta mil que se refugiaron en la Armenia rusa, parte de los cuales murió allí de tifus o de hambre. Los demás conservaron la vida, pero perdieron para siempre su tierra natal. Del casi millón y medio de armenios deportados, solo el diez por ciento llegaron a Deir-ez-Zor, punto final de los convoyes. En agosto de 1916, fueron enviados a Mosul, pero morirían en el desierto, engullidos por la arena o apelotonados en grutas, muertos y moribundos juntos, a las que se prendía fuego.

El libro de los susurros vale como novela, como libro de historia, como recopilación de recuerdos, vidas e imágenes, un acercamiento a un genocidio casi desconocido con una voz que va de la nostalgia del pasado a la aventura y el misterio, el dolor por la crueldad y el respeto por los muertos (nuevos y viejos) y la tierra que nos conforman.







Luego venía el armario de los libros. Mi abuelo Garabet conocía casi todos los alfabetos: latino, cirílico, griego y árabe. «Para que no te equivoques. El alfabeto es el principio, por eso se le llama “alfabeto”. Puedes empezar por donde quieras, a condición de que logres desentrañar el principio», decía. Mi abuelo desentrañó los principios, pero lió los finales. Cuando estaba en su lecho de muerte, nos llamaron a nosotros, los niños, para que fuésemos a verlo. No entendí lo que decía. Parecía tranquilo y hablaba con sabiduría. Pero no podía entenderlo. Después, mi padre me explicó que el abuelo nos había hablado mezclando los idiomas: persa, árabe, turco, ruso y armenio. Todas las tierras conocidas en su infancia y adolescencia resucitaron en él. Igual que cuando uno se apresta a irse agarra lo primero que le viene a mano, él, antes de marcharse de este mundo, agarraba al azar las palabras.
Con los libros, lo mismo. Había libros en turco, en caracteres del antiguo alfabeto, orientales, manuales de dibujo en inglés y ediciones antiguas del Larousse. El abuelo hojeaba de cuando en cuando un espléndido libro de alfombras en alemán. «Nuestras alfombras son como la Biblia. En ellas se halla todo, desde los inicios hasta hoy.» Buscábamos juntos las caras del mundo. «Aquí está el ojo de Dios», adivinaba yo y él asentía. «Y éste es un ángel.» «No es ángel. Es viejo, debe de ser un arcángel. Quizá Rafael, que es el más viejo de todos.» Me habría gustado hablarle del ángel viejo del patio que en verano olía a yodo y en invierno se lavaba los pies descalzos en la nieve. Pero comprendí que los hombres que no hayan vivido una infancia sin miedo no han podido conocer ángeles viejos. Y mi abuelo llegaba a la página de la que se sentía más orgulloso: la alfombra tejida por él mismo. Aquella alfombra se hallaba en nuestra habitación, la de los niños, y ahora está en la de mi hija Armine. «Es importante tener encima de la cabeza un techo sólido y debajo de los pies una alfombra gruesa», afirmaba el abuelo. Nuestra alfombra persa era compacta, trabajada a mano y con muchos nudos. «Una alfombra ha de ser lo bastante gruesa para que, cuando la enrolles, parezca el tronco de un árbol del mismo grosor», explicaba. Nuestra alfombra pasó por la historia, y no de cualquier manera. En agosto de 1944, el ejército soviético entró en la ciudad de Focşani. Tres oficiales se alojaron en nuestra casa. Estuvieron bebiendo toda la noche y se emborracharon como cubas. Mi abuelo y su cuñado, Sahag Şeitanian, el marido de la tía Armenuhi, permanecieron despiertos y en guardia hasta el amanecer, saltando cada vez que uno de los rusos tiraba una colilla encendida en la alfombra. Entre empellones y denuestos, Garabet y Sahag recogieron todas las colillas. Apenas si quedaron dos o tres señales que se ven todavía hoy. Mi abuelo tenía una visión directamente kantiana del mundo: el techo encima de la cabeza, el altar ante los ojos y la alfombra mullida bajo los pies.
No podía leer todos los libros de la casa. Pero los conocía por el olor. El abuelo Garabet me había enseñado a reconocerlos así. Un buen libro huele de cierta manera. Encuadernado en piel desprende un olor casi humano. Algunas veces, sin darme cuenta me pongo a olfatear los libros en una librería. «Ni que estuviera ciego», decía yo. «¿Y qué pasa si lo estuvieras?», replicaba encogiéndose de hombros el abuelo Garabet. «De todo cuanto eres, los ojos son l omenos tuyo. La luz es como un pájaro que pone los huevos en nido ajeno.»
Comprendí los libros, antes que nada, palpándolos y oliéndolos. No era yo el único. Entre las hojas veía algunas veces un insecto rojizo. «No lo mates», me prohibía mi abuelo. «Es un escorpión de libros. Cada mundo ha de tener sus bichos. El libro también es un mundo. Los bichos están destinados a alimentarse de los pecados y errores del mundo. Eso mismo pasa con este escorpión: corrige los errores del libro.» Durante mucho tiempo no lo creí. Sin embargo, ahora, el narrador soy yo, una especie de escriba que quiere enmendar los viejos errores. Por ello, soy un escorpión de libros.

***

Entonces, de repente, aquellas mujeres resultaban útiles. Lo sabían todo. Cómo había que colocar el paño negro en el dintel de entrada. Cómo había que dejar las persianas para que la luz del sol no le diese al muerto en la cara y la estropease. Cómo había que cubrir los espejos con una gasa negra, pues de lo contrario al pariente del muerto que se mirase en el espejo lo arrastraría la muerte también hasta la tumba, que permanecería siete años sin sellar. Cómo no hay que lavarse las manos y la cara, cómo no deben pasarse las mujeres el peine ni los hombres la navaja de afeitar por las mejillas para que la muerte no deje trazas en el suelo. Cómo había que frotar el cuerpo del muerto con trapos mojados en agua bendita y aceite de nardo por los sobacos, las sienes, la frente y el vientre para desbautizar lo que había sido bautizado, a fin de que la tumba se cerrase de verdad y por entero y que el alma no campase a sus anchas por la Tierra. Cómo había que colocar la moneda entre los dedos para pagar el paso por las aduanas y juntar las manos sobre el icono para mostrar unción ante el Gran Juicio. Cómo había que atar las piernas para que el cuerpo se mantuviera extendido durante los oficios, pero que luego había que desatarlo a fin de que nada lo retuviese, con pesar, en este mundo y fuese libre en el otro. Cómo había que colocar los cirios del velatorio, cómo cortar la mecha con las tijeras para que no hubieses ni demasiada luz ni sombra, ni demasiada claridad ni humo en exceso. Cómo cerrar la tumba, como quien hace una cama, cómo se arroja tierra sobre el ataúd, cómo se pasa por encima con el vino, cómo se reparte la colivă, cómo se regalan las cosas del muerto y las toallas limpias, con monedas anudadas en una punta, cómo se plañe, pero también, cómo se hacen votos por el muerto, incluso en estas circunstancias: «¡Que Dios te conceda sus días!». O sea, lo que el muerto no consiguió vivir.

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Daidai Simon, el tío, como lo llamábamos nosotros los niños en armenio, fumaba sin parar y, cuando no estaba callado, decía cosas extrañas. Como a todos los ancianos de mi niñez, al abuelo Garabet le fascinaban las cosas etéreas: el aire y la luz. «Qué pena que los hombres no sean capaces de ver la luz como es de verdad y de escuchar el aire con sus melodías, sin sentirse obligados a desmenuzarlas, dispersarlas, acelerarlas o estrangularlas. Cuando se sopla y el aire canta a través de tubos, bocinas u orificios, no significa que esté inventándose un sonido, sino que los sonidos se oyen de forma más débil o más fuerte. Por desgracia, los hombres no tienen paciencia para entender al aire en su forma más sosegada». El abuelo escuchaba los sonidos que no se oían. Al tío Sahag lo atraían las cosas que tal vez podían suceder o tal vez no. Le gustaban los dados. Jugaban al chaquete o al ghiulbahar, encontraba formas complicadas para moverlos en el hueco de la mano, en tazas tapadas con la palma o tirándolos antes a lo alto para evitar la influencia humana. Así, el tío Shalag era un hombre inquieto y dispuesto a imaginar o a aceptar cualquier fantasía, cualquier confabulación, hilos ocultos y enmarañados. Para él, todo cabía en lo posible; todo hombre era un dado que rodaba. El mundo estaba formado por millones y millones de dados que se agitaban y luego rodaban en la bandeja de metal. Con números más grandes o más pequeños, pareos o impares.
En cambio, al tío Simon no le atraían ni las cosas etéreas ni las azarosas. Él hablaba de cosas sensatas e inbdudables. A saber, de la tierra y las piedras. La tierra era la parte viva y las piedras la muerta, al menos aparentemente, como son los huesos en el cuerpo. El abuelo miraba al cielo y se reía de Arşag, el campanero, quien, haciendo lo propio, no pasaba de la altura de los pájaros. El tío Simon miraba al suelo. «Anoche tuve una visión. Miraba al centro de la tierra. Había luz como en el cielo».
Cuando era niño, el tío Simon había sido zahorí. En Anatolia, las tierras eran áridas y las lluvias escasas, de gotas grandes y fugaces. La lluvia apenas si alcanzaba a mitigar la sed de la tierra y menos aún la de los hombres. Por eso, éstos, cuando buscaban el remedio, miraban no al cielo, sino a la tierra. Los buscadores de tesoros ocultos eran, en realidad, los buscadores de agua. Algunos eran magos y hacían toda clase de cosas raras para dar con los manantiales subterráneos. Escondían fuegos de azufre, golpeaban la piel tensa de los tambores, balbuceaban viejas palabras arameas o egipcias, mezclándolas. Otros eran lisa y llanamente unos impostores. ( … ) El tío Simon se orientaba por el sabor de la tierra. Iba despacio, con la cabeza baja, se diría que veía en la tierra como a través del agua. Luego pegaba la oreja y escuchaba. Y finalmente, cuando la vista y el oído lo convencían, escarbaba con los dedos. Cuando daba con tierra blanca, se la llevaba a la punta de la lengua y la degustaba con los ojos cerrados. Al principio, los hombres miraban incrédulos a aquel extraño niño que husmeaba la tierra como una alimaña, la acariciaba, le hablaba y la masticaba como su fuera un bollo de trigo. Más tarde, comprobaron que raras veces fallaba, así que acudían desde lejos para pedírselo a sus padres, a fin de que les mostrase el camino hasta el agua.

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En El libro de los susurros, las fotografías sustituyen a menudo a las personas vivas. Como el siglo XX truncó muchas existencias y con demasiada rapidez, las gentes no siempre conseguían poner con precisión a los vivos con los vivos y a los muertos con los muertos. En ese siglo, la muerte cogió a la humanidad por sorpresa como nunca antes. Los armenios colocados en su círculo cada vez más menguado, cuando desaparecía alguno, para no romper el círculo ponían en su lugar una fotografía. Por eso, en las regiones de origen, en el triángulo formado por los tres lagos, Van, Sevan y Urmia, o doquiera llevaran su vida errante, para ellos la fotografía suponía, de alguna manera, el presentimiento de la muerte.
Las fotos eran para los armenios de aquellos tiempos como un testamento o un seguro de vida. Si la persona regresaba, fuera de los convoyes de deportados, fuera de los orfanatos o fuera de los viajes por mar, la foto se guardaba y el vivo recuperaba su lugar entre los demás. Si ya no volvía, entonces la foto volvía a traer al desaparecido entre los suyos cuando las cajas antiguas adornadas de bellas incrustaciones se abrían durante las fiestas. La fotografía se convertía en una disculpa por parte de quienes, en aquel apresurado siglo, se habían marchado sin haber tenido tiempo de despedirse.
Los armenios de mi infancia vivían más entre fotografías que entre hombres.
Varujan Vosgonian. El libro de los susurros. Traducción de Joaquín Garrigós. Editorial Pre-Textos.