El libro de los susurros. O el libro de la memoria. O el
libro de los muertos. Varujan Vosgonian recuerda su infancia en una calle
rumana, las personas e historias que le rodeaban y le llevaban a Armenia, un
territorio que limitaba con la leyenda, y busca las raíces de su pueblo, da voz
a los muertos en tierra armenia, muertos silenciados a lo largo de los años por
la crueldad de sus ejecuciones, a los que emigraron para sobrevivir en una
calle en Rumanía, Argentina o Estados Unidos, y todos ellos, armenios
masacrados en convoyes al desierto, emigrados y supervivientes, que forman una
voz única, una misma comunidad, una historia.
Los viejos armenios hablan en susurros. Se encuentran en
parques y en los patios de sus casas, miran al frente o al cielo, el cuerpo
cansado y un hilo de voz para recordar travesías por el desierto, la
imposibilidad de una patria, los muertos en el camino, en convoyes o progromos,
bajo manos turcas o rusas, niños y mujeres secuestrados y los huesos de los
muertos en las orillas, el futuro próximo donde hay que elegir bando para
sobrevivir. Y Armenia. Cada uno de ellos lleva dentro de sí las historias de
quienes murieron en los genocidios, testigos de la crueldad y el dolor de sus
muertes. Vosgonian, de niño, se sorprendía por esa voz baja pero audible donde
se colaban la muerte, el dolor y el desasosiego, donde se revivían a los
muertos y, como los hombres-libro de Bradbury, formaban la memoria de Armenia.
El libro de los
susurros se inicia con un tono de magia, la mirada sorprendida de un niño
ante el mundo que ve, una calle modesta, un patio donde se reúnen los viejos a
susurrar historias, los aromas de la fruta, las colonias, el café, la misma
ceremonia del café que habla de oriente, los juegos en la calle y el cuerpo de
los libros, la nostalgia por una infancia lejana, un lugar mítico, donde los
abuelos de Vosgonian le adentran en el mundo adulto para revelarle sus
misterios, lo que es invisible. Y es ese inicio nostálgico, en el que se cuelan
alguna muerte, lo que está por llegar, lo que hace que, al avanzar en El libro
de los susurros, sienta con mayor crudeza las páginas donde se describe el
genocidio armenio, los convoyes camino de la muerte en el desierto (por manos
turcas, o kurdas, o rusas, en barrancos o bajo la superficie de los ríos), las
tiendas de campañas con cuerpos hambrientos que mueren poco a poco, los detalles
de las muertes y la muerte misma, que Vosgonian imagina entre las tiendas de
campaña y los cuerpos moribundos, a la espera de un último aliento.
Vosgonian reconstruye la historia reciente de su pueblo,
los viejos con sus pasaportes apátridas, Armenia como ausencia de patria, el
exilio para los que lograron sobrevivir al genocidio. Y lo hace sin
grandilocuencia o alardes innecesarios, la escritura sencilla que mezcla la
nostalgia de los recuerdos propios con la necesidad de dar a conocer el destino
de un pueblo, de salvar del olvido no sólo a ese pueblo, también a un puñado de
hombres y mujeres cuyas historias se destacan sobremanera. Hay momentos donde
se mezcla el realismo con la magia o la ensoñación, donde los personajes son la
muerte, la tierra o los sueños, momentos donde la acción se detiene para
recordar un olor o una mirada o la forma de los sellos extranjeros, momentos
donde asistimos al destino último de un hombre o seguimos a miles de armenios
en los círculos de la muerte, las paradas de los convoyes hacia el desierto
donde cientos de hombres y mujeres morían cada día, sus cadáveres apilados en
las cunetas o quemados para volver como ceniza a la tierra, momentos donde se
mezcla la primera y la segunda guerra mundial y la llegada de los bolcheviques
como el resurgir de un terror pasado, momentos cercanos a la aventura donde los
armenios, como hizo Simon Wiesenthal con los nazis, intentaron vengarse de sus
verdugos. Vosgonian quiere hablar de su pueblo, de sí mismo, y lo hace con una
docena de voces, intenta completar los espacios en blanco que ha olvidado la
Historia, desanda el camino y describe genocidios, exilios, raíces e historias
(en minúscula pero, tal vez, más importante que la que aparece en los libros)
del pueblo armenio.
Qué es lo que ocurrirá ahora, se preguntan los armenios
alrededor de un albaricoquero o en una iglesia, ese ahora que se refiere a la
Armenia entre otomanos y rusos y a la Armenia independiente (durante un corto
tiempo), al inicio de la segunda guerra mundial y al telón de acero, a la
supervivencia y al exilio. Los viejos armenios de la infancia de Vosgonian
viven entre dos tiempos, intentan que las huellas del pasado permanezcan en el
presente, abren tiendas coloniales y recitan antiguas oraciones para recordar a
los muertos. Vosgonian habla de ceremonias del café y de aromas orientales, de
susurros junto a los árboles y tumbas vacías, de muchachos que crecieron con
una máuser y hombres que recopilan mapas con fronteras y colores diferentes, de
pasaportes de apátridas y el intento de que un pueblo no caiga en el olvido y
silencio, va de lo íntimo a lo monumental, de los susurros a una voz clara y
diáfana.
Si El libro de los
susurros empieza con el recuerdo de los aromas de una calle de infancia y
dibuja a los viejos con sus historias de una tierra lejana, el momento más
impactante es la descripción de los círculos de la muerte en 1915, los largos
convoyes de armenios que avanzaban a pie, sin comida ni bebida, cada parada un
círculo de la muerte, un lugar hecho de tiendas de campaña bajo las cuales
morían cientos de armenios (por inanición, por enfermedades, por las
incursiones del ejército turco, de guerrilleros kurdos, de la poblaciones
cercanas que no querían verse rodeados por el olor de muerte). Vosgonian
describe las diferentes formas en que se presenta la muerte, miles de hombres,
mujeres y niños deshumanizados, torturados y masacrados, un asedio continuo,
las voces que se apagan en un rumor sordo, los olores de la infancia (café,
libros) transformados en el de cuerpos quemados o hinchados en las orillas de
los ríos.
Los demás huérfanos, que yacían enfermos y hambrientos en el orfanato de Deir-ez-Zor, fueron cargados en carros un día helado de diciembre. A los moribundos los tiraron al Éufrates; el río, revuelto como estaba en aquella época del año, se tragó rápidamente los cuerpos enflaquecidos. Tras una caminata de doce horas por el desierto, sin ningún tipo de comida ni de agua, el jefe del convoy, del que sabemos que se llamaba Abdullah, pero al que le gustaba que lo llamasen Abdullah Bajá, encontró tres medios diferentes para exterminar a los niños. Pero, como notaba cierta vacilación en la mirada de los soldados, agarró a un niño de dos años y se lo mostró a los demás diciendo: «Incluso al crío este y a todos los que encontréis de esta edad hay que matarlos sin piedad. Llegará un día en que se levantará, buscará a los que mataron a sus padres y querrá vengarse. ¡Este es el hijo de perra que un día nos buscará para matarnos!». Y tras darle varias vueltas en el aire lo golpeó con furia contra las piedras y lo aplastó antes de que tuviera tiempo de exhalar un gemido.
Colocaron parte de los carros uno junto a otro y amontonaron en ellos a cuantos niños cupieron y, en medio, pusieron un carro lleno de explosivos que, tras hacerlo explotar, los desintegró pues los redujo sencillamente a hollín. A los que no estaban en condiciones de andar, los tendieron en tierra, esparcieron sobre ellos yerba seca empapada de gasolina y los quemaron. Y al resto, a los que no habían cabido en los carros, los empujaron hasta cuevas, taparon la entrada con maderas y yerba y les prendieron fuego. Los niños murieron asfixiados y sus cuerpos se quedaron amoratados y carbonizados al fondo de las grutas.
Pero ni el crimen más consumado resulta perfecto del todo. Una niña llamada Ana se refugió en un recoveco de una cueva donde, gracias a una grieta de la montaña, penetró una pequeña corriente de aire. De esta forma, sobrevivió y, cuando el fuego se extinguió tras un día y una noche, salió. Estuvo vagando varias semanas hasta llegar a Urfa; allí encontró a algunos refugiados armenios y les contó la matanza de los inocentes.
Y desde el tercer círculo se oye la voz de Djeman Bajá, el ministro de Marina, alarmado por el gran número de cadáveres que flotaban en el Éufrates. mY más indignado porque el itinerario de los convoyes podía perturbar la circulación ferroviaria. Entonces cayeron en la cuenta las autoridades turcas de que, por perfecto que hubiese sido el plan de exterminio de los armenios, adolecía, no obstante, de un defecto: que atrás quedaban los cuerpos de los asesinados. Deficiencia que Reşid Bajá, el prefecto de Diyarbakir, procuró remediar en la medida de lo posible:
—El Éufrates poco tiene que ver con nuestro valiato. Los cadáveres que flotan en el río provienen, seguramente, de los valiatos de Erzerum y Kharput. A los que mueren aquí se les arroja al fondo de las cuevas o, lo más habitual, se les rocía con gasolina y se les quema. No suele haber bastante sitio para enterrarlos.
Volvamos al primer círculo.
—Vosotros no habéis visto los lugares donde se reunían los convoyes —dijo Hraci Papazian— o, más exactamente, lo que había quedado de ellos. En Deir-ez-Zor. Miles de tiendas de campaña hechas de harapos. Mujeres y niños desnudos, tan debilitados por el hambre que el estómago ya no aceptaba comida. Los enterradores arrojaban a los carros a muertos y moribundos, todos revueltos, para no perder tiempo. Por la noche, a causa del frío, los que estaban todavía vivos se ponían a los muertos encima para calentarse. A las madres, lo mejor que les podía suceder era que surgiese algún beduino y se llevase a su hijo o hija para librarlo de aquella gigantesca fosa. La disentería volvía el aire irrespirable. Los perros hurgaban con el hocico en la barriga abierta de los muertos. Solo en octubre de 1915, por Ras-ul-Ain pasaron más de cuarenta mil mujeres, custodiadas por los soldados, sin llevar consigo ningún hombre con fuerzas. La cruzada de las mujeres martirizadas. A lo largo de las vías del tren, todo el camino estaba salpicado con los cadáveres descuartizados de las mujeres violadas.
—Del millón ochocientos cincuenta mil armenios que vivían en el Imperio Otomano —dijo el pastor evangélico Johannes Lepsius—, aproximadamente un millón cuatrocientos mil fueron deportados. De los restantes cuatrocientos cincuenta mil, más o menos doscientos mil se libraron de la deportación, en especial los de Constantinopla, Esmirna y Alepo. El avance de las tropas rusas salvó la vida de los otros doscientos cincuenta mil que se refugiaron en la Armenia rusa, parte de los cuales murió allí de tifus o de hambre. Los demás conservaron la vida, pero perdieron para siempre su tierra natal. Del casi millón y medio de armenios deportados, solo el diez por ciento llegaron a Deir-ez-Zor, punto final de los convoyes. En agosto de 1916, fueron enviados a Mosul, pero morirían en el desierto, engullidos por la arena o apelotonados en grutas, muertos y moribundos juntos, a las que se prendía fuego.
El libro de los
susurros vale como novela, como libro de historia, como recopilación de
recuerdos, vidas e imágenes, un acercamiento a un genocidio casi desconocido
con una voz que va de la nostalgia del pasado a la aventura y el misterio, el
dolor por la crueldad y el respeto por los muertos (nuevos y viejos) y la
tierra que nos conforman.
Luego venía el armario de los libros. Mi abuelo Garabet
conocía casi todos los alfabetos: latino, cirílico, griego y árabe. «Para que
no te equivoques. El alfabeto es el principio, por eso se le llama “alfabeto”.
Puedes empezar por donde quieras, a condición de que logres desentrañar el
principio», decía. Mi abuelo desentrañó los principios, pero lió los finales.
Cuando estaba en su lecho de muerte, nos llamaron a nosotros, los niños, para
que fuésemos a verlo. No entendí lo que decía. Parecía tranquilo y hablaba con
sabiduría. Pero no podía entenderlo. Después, mi padre me explicó que el abuelo
nos había hablado mezclando los idiomas: persa, árabe, turco, ruso y armenio.
Todas las tierras conocidas en su infancia y adolescencia resucitaron en él.
Igual que cuando uno se apresta a irse agarra lo primero que le viene a mano,
él, antes de marcharse de este mundo, agarraba al azar las palabras.
Con los libros, lo mismo. Había libros en turco, en
caracteres del antiguo alfabeto, orientales, manuales de dibujo en inglés y
ediciones antiguas del Larousse. El abuelo hojeaba de cuando en cuando un
espléndido libro de alfombras en alemán. «Nuestras alfombras son como la
Biblia. En ellas se halla todo, desde los inicios hasta hoy.» Buscábamos juntos
las caras del mundo. «Aquí está el ojo de Dios», adivinaba yo y él asentía. «Y
éste es un ángel.» «No es ángel. Es viejo, debe de ser un arcángel. Quizá
Rafael, que es el más viejo de todos.» Me habría gustado hablarle del ángel
viejo del patio que en verano olía a yodo y en invierno se lavaba los pies
descalzos en la nieve. Pero comprendí que los hombres que no hayan vivido una
infancia sin miedo no han podido conocer ángeles viejos. Y mi abuelo llegaba a
la página de la que se sentía más orgulloso: la alfombra tejida por él mismo.
Aquella alfombra se hallaba en nuestra habitación, la de los niños, y ahora
está en la de mi hija Armine. «Es importante tener encima de la cabeza un techo
sólido y debajo de los pies una alfombra gruesa», afirmaba el abuelo. Nuestra
alfombra persa era compacta, trabajada a mano y con muchos nudos. «Una alfombra
ha de ser lo bastante gruesa para que, cuando la enrolles, parezca el tronco de
un árbol del mismo grosor», explicaba. Nuestra alfombra pasó por la historia, y
no de cualquier manera. En agosto de 1944, el ejército soviético entró en la
ciudad de Focşani. Tres oficiales se alojaron en nuestra casa. Estuvieron
bebiendo toda la noche y se emborracharon como cubas. Mi abuelo y su cuñado,
Sahag Şeitanian, el marido de la tía Armenuhi, permanecieron despiertos y en
guardia hasta el amanecer, saltando cada vez que uno de los rusos tiraba una
colilla encendida en la alfombra. Entre empellones y denuestos, Garabet y Sahag
recogieron todas las colillas. Apenas si quedaron dos o tres señales que se ven
todavía hoy. Mi abuelo tenía una visión directamente kantiana del mundo: el
techo encima de la cabeza, el altar ante los ojos y la alfombra mullida bajo
los pies.
No podía leer todos los libros de la casa. Pero los
conocía por el olor. El abuelo Garabet me había enseñado a reconocerlos así. Un
buen libro huele de cierta manera. Encuadernado en piel desprende un olor casi
humano. Algunas veces, sin darme cuenta me pongo a olfatear los libros en una librería.
«Ni que estuviera ciego», decía yo. «¿Y qué pasa si lo estuvieras?», replicaba
encogiéndose de hombros el abuelo Garabet. «De todo cuanto eres, los ojos son l
omenos tuyo. La luz es como un pájaro que pone los huevos en nido ajeno.»
Comprendí los libros, antes que nada, palpándolos y
oliéndolos. No era yo el único. Entre las hojas veía algunas veces un insecto
rojizo. «No lo mates», me prohibía mi abuelo. «Es un escorpión de libros. Cada
mundo ha de tener sus bichos. El libro también es un mundo. Los bichos están
destinados a alimentarse de los pecados y errores del mundo. Eso mismo pasa con
este escorpión: corrige los errores del libro.» Durante mucho tiempo no lo
creí. Sin embargo, ahora, el narrador soy yo, una especie de escriba que quiere
enmendar los viejos errores. Por ello, soy un escorpión de libros.
***
Entonces, de repente, aquellas mujeres resultaban útiles.
Lo sabían todo. Cómo había que colocar el paño negro en el dintel de entrada.
Cómo había que dejar las persianas para que la luz del sol no le diese al
muerto en la cara y la estropease. Cómo había que cubrir los espejos con una
gasa negra, pues de lo contrario al pariente del muerto que se mirase en el
espejo lo arrastraría la muerte también hasta la tumba, que permanecería siete
años sin sellar. Cómo no hay que lavarse las manos y la cara, cómo no deben
pasarse las mujeres el peine ni los hombres la navaja de afeitar por las
mejillas para que la muerte no deje trazas en el suelo. Cómo había que frotar
el cuerpo del muerto con trapos mojados en agua bendita y aceite de nardo por
los sobacos, las sienes, la frente y el vientre para desbautizar lo que había
sido bautizado, a fin de que la tumba se cerrase de verdad y por entero y que
el alma no campase a sus anchas por la Tierra. Cómo había que colocar la moneda
entre los dedos para pagar el paso por las aduanas y juntar las manos sobre el
icono para mostrar unción ante el Gran Juicio. Cómo había que atar las piernas
para que el cuerpo se mantuviera extendido durante los oficios, pero que luego
había que desatarlo a fin de que nada lo retuviese, con pesar, en este mundo y
fuese libre en el otro. Cómo había que colocar los cirios del velatorio, cómo
cortar la mecha con las tijeras para que no hubieses ni demasiada luz ni
sombra, ni demasiada claridad ni humo en exceso. Cómo cerrar la tumba, como
quien hace una cama, cómo se arroja tierra sobre el ataúd, cómo se pasa por
encima con el vino, cómo se reparte la colivă,
cómo se regalan
las cosas del muerto y las toallas limpias, con monedas anudadas en una punta,
cómo se plañe, pero también, cómo se hacen votos por el muerto, incluso en
estas circunstancias: «¡Que Dios te conceda sus días!». O sea, lo que el muerto
no consiguió vivir.
***
Daidai Simon, el tío, como lo
llamábamos nosotros los niños en armenio, fumaba sin parar y, cuando no estaba
callado, decía cosas extrañas. Como a todos los ancianos de mi niñez, al abuelo
Garabet le fascinaban las cosas etéreas: el aire y la luz. «Qué pena que los
hombres no sean capaces de ver la luz como es de verdad y de escuchar el aire
con sus melodías, sin sentirse obligados a desmenuzarlas, dispersarlas,
acelerarlas o estrangularlas. Cuando se sopla y el aire canta a través de
tubos, bocinas u orificios, no significa que esté inventándose un sonido, sino
que los sonidos se oyen de forma más débil o más fuerte. Por desgracia, los
hombres no tienen paciencia para entender al aire en su forma más sosegada». El
abuelo escuchaba los sonidos que no se oían. Al tío Sahag lo atraían las cosas
que tal vez podían suceder o tal vez no. Le gustaban los dados. Jugaban al
chaquete o al ghiulbahar, encontraba
formas complicadas para moverlos en el hueco de la mano, en tazas tapadas con
la palma o tirándolos antes a lo alto para evitar la influencia humana. Así, el
tío Shalag era un hombre inquieto y dispuesto a imaginar o a aceptar cualquier
fantasía, cualquier confabulación, hilos ocultos y enmarañados. Para él, todo
cabía en lo posible; todo hombre era un dado que rodaba. El mundo estaba
formado por millones y millones de dados que se agitaban y luego rodaban en la
bandeja de metal. Con números más grandes o más pequeños, pareos o impares.
En
cambio, al tío Simon no le atraían ni las cosas etéreas ni las azarosas. Él
hablaba de cosas sensatas e inbdudables. A saber, de la tierra y las piedras.
La tierra era la parte viva y las piedras la muerta, al menos aparentemente,
como son los huesos en el cuerpo. El abuelo miraba al cielo y se reía de Arşag,
el campanero, quien, haciendo lo propio, no pasaba de la altura de los pájaros.
El tío Simon miraba al suelo. «Anoche tuve una visión. Miraba al centro de la
tierra. Había luz como en el cielo».
Cuando
era niño, el tío Simon había sido zahorí. En Anatolia, las tierras eran áridas
y las lluvias escasas, de gotas grandes y fugaces. La lluvia apenas si
alcanzaba a mitigar la sed de la tierra y menos aún la de los hombres. Por eso,
éstos, cuando buscaban el remedio, miraban no al cielo, sino a la tierra. Los
buscadores de tesoros ocultos eran, en realidad, los buscadores de agua. Algunos
eran magos y hacían toda clase de cosas raras para dar con los manantiales
subterráneos. Escondían fuegos de azufre, golpeaban la piel tensa de los
tambores, balbuceaban viejas palabras arameas o egipcias, mezclándolas. Otros
eran lisa y llanamente unos impostores. ( … ) El tío Simon se orientaba por el
sabor de la tierra. Iba despacio, con la cabeza baja, se diría que veía en la
tierra como a través del agua. Luego pegaba la oreja y escuchaba. Y finalmente,
cuando la vista y el oído lo convencían, escarbaba con los dedos. Cuando daba
con tierra blanca, se la llevaba a la punta de la lengua y la degustaba con los
ojos cerrados. Al principio, los hombres miraban incrédulos a aquel extraño
niño que husmeaba la tierra como una alimaña, la acariciaba, le hablaba y la
masticaba como su fuera un bollo de trigo. Más tarde, comprobaron que raras
veces fallaba, así que acudían desde lejos para pedírselo a sus padres, a fin
de que les mostrase el camino hasta el agua.
***
En El libro de los susurros, las fotografías
sustituyen a menudo a las personas vivas. Como el siglo XX truncó muchas
existencias y con demasiada rapidez, las gentes no siempre conseguían poner con
precisión a los vivos con los vivos y a los muertos con los muertos. En ese
siglo, la muerte cogió a la humanidad por sorpresa como nunca antes. Los
armenios colocados en su círculo cada vez más menguado, cuando desaparecía
alguno, para no romper el círculo ponían en su lugar una fotografía. Por eso,
en las regiones de origen, en el triángulo formado por los tres lagos, Van,
Sevan y Urmia, o doquiera llevaran su vida errante, para ellos la fotografía
suponía, de alguna manera, el presentimiento de la muerte.
Las
fotos eran para los armenios de aquellos tiempos como un testamento o un seguro
de vida. Si la persona regresaba, fuera de los convoyes de deportados, fuera de
los orfanatos o fuera de los viajes por mar, la foto se guardaba y el vivo
recuperaba su lugar entre los demás. Si ya no volvía, entonces la foto volvía a
traer al desaparecido entre los suyos cuando las cajas antiguas adornadas de
bellas incrustaciones se abrían durante las fiestas. La fotografía se convertía
en una disculpa por parte de quienes, en aquel apresurado siglo, se habían
marchado sin haber tenido tiempo de despedirse.
Los
armenios de mi infancia vivían más entre fotografías que entre hombres.
Varujan Vosgonian. El libro de
los susurros. Traducción de Joaquín Garrigós. Editorial Pre-Textos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario