Hay una película de Nicholas Ray, Hombres errantes, que arranca con una escena mítica que siempre me
ha causado un efecto arrebatador: una camioneta avanza en plena noche por una
carretera comarcal. Al amanecer, se detiene, se abre la portezuela del copiloto
y Robert Mitchum desciende de un salto y se despide del conductor. La camioneta
continúa su camino y él se queda solo en la cuneta, con su pequeña mochila a la
espalda. Aparenta unos cuarenta años. De repente, empieza a caminar, recorre un
trecho a pie, remonta una colina y, una vez arriba, divisa al otro lado lo que
parece una granja abandonada. Avanza tranquilamente hacia ella, la mañana es
clara y soleada, y al llegar allí se queda parado ante la cerca y contempla en
silencio la casa que poco a poco va apareciendo en la pantalla y que representa
el escenario en el que sin lugar a dudas transcurrieron los años de su
infancia. Se trata de una vieja casa de madera, medio destartalada, que
probablemente no había vuelto a ver desde que era un niño, pero la expresión de
su cara denota que no sabe muy bien qué hacer ni qué pensar. Al final se decide
a saltar la valla y se acerca a la puerta, pero no consigue abrirla. Entonces
da la impresión de recordar algo: se dirige a la parte trasera y se arrastra
con decisión bajo los cimientos. Luego mete la mano en un hueco entre las vigas
y al instante saca una vieja caja de hojalata en la que hay algunas cosas
revueltas: un mazo de cromos, algunas monedas, trozos de cuerda, un revólver de
madera y cosas así: el tesoro que había ocultado en aquel lugar cuando era
niño.
A partir de cierta edad todos tenemos la impresión de haber
dejado un tesoro abandonado en alguna parte. De ahí procede también, por otro
lado, esa incómoda sensación de haber sido estafados o desposeídos que a veces
inexplicablemente nos abruma. Lo malos es que tendemos a pensar que regresar es
posible. Regresar y recuperar aquello que escondimos: algo en verdad
maravilloso, sin duda lo mejor que hemos tenido. Pero no. El supuesto tesoro
deja de serlo en el momento de ser desenterrado.
El impasible rostro de Robert Mitchum refleja, sin embargo,
una mezcla de emociones contenidas: la mirada desenfocada de la nostalgia, al
principio. Después, la decepción, ahí junto a la comisura de la boca: una
decepción en realidad tan ingenua que amaga con convertirse en el inicio de una
sonrisa que no llega a emerger. Pero al final, sobre todo, un vislumbre de
liberación muy real. Ahí es adonde quería llegar: a ese vislumbre, a esa
especie de liberación que sigue al desengaño.
Momentos después, ya en el interior de la casa, echa un
vistazo a los cuartos y dice:
-Yo nací en esa habitación.
Y el hombre que ahora le acompaña, el nuevo ocupante de la
vivienda, un viejo solitario y medio vagabundo, mal afeitado y un tanto
desconfiado. Le contesta con sequedad:
-No es para estar orgulloso –y un poco después inquiere sin
verdadero interés- ¿qué le ha hecho volver?
A lo que Robert Mitchum, echándose de nuevo la mochila al
hombro, responde:
-No lo sé.
Sólo le falta añadir: “Pero sentí que debía hacerlo”.
En fin, nada muy transcendental. Sin embargo, ése es el punto que hay que alcanzar y que, a mí,
tan difícil me ha resultado siempre. El momento en que uno deja de mirar hacia
atrás porque comprende que ya no sirve de nada. Que no hay nada ahí que merezca
la pena recuperar. Nada demasiado valioso, ni sagrado, ni nada de eso.
Fernando Luis
Chivite. La fuga de todo. Ediciones Bassarai.
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