Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

domingo, 20 de marzo de 2016

Knockemstiff. Donald Ray Pollock

En el relato final de Knockemstiff, Donald Ray Pollock recupera a los personajes de La vida real, el primer cuento del libro que transcurre en un autocine y lo protagonizan un padre violento, su hijo apocado y una pelea en los baños donde el padre descarga su furia contra un hombre y su hijo gana su primer combate con una rabia y un dolor que le salen de las entrañas. En el último relato, Los combates, el muchacho se ha convertido en un hombre que lleva cinco meses en Alcohólicos Anónimos, una lucha por dejar no sólo la bebida, también una forma de vida (que parece igual a todos los habitantes de Knockemstiff), y su padre un enfermo está anclado a una bombona de oxígeno, igual de violento y podrido. Y entre esos dos relatos, los habitantes de una hondonada, hombres y mujeres alcohólicos y drogadictos, duros, violentos y perdedores con el sueño de abandonar su hogar y buscar una nueva vida en Florida o California, un sueño que saben irreal, una huida imposible de un lugar que los repele tanto como atrae.

Mi padre me enseñó a hacer daño a la gente una noche de agosto en el autocine Torch cuando yo tenía siete años. Era lo único que se le dio bien alguna vez. Fue hace muchos años, cuando la experiencia de ver películas al aire libre todavía era de lo más popular en el sur de Ohio. Ponían Godzilla, junto con una peli cutre de platillos volantes que demostraba que los moldes de tartas podían conquistar el mundo.
Aquella noche hacía un calor que se caían los pájaros, y para cuando empezó la peli en la enorme pantalla de madera contrachapada, el viejo ya estaba de un humor de perros. No paraba de despotricar contra el calor y de secarse el sudor de la frente con una bolsa de papel marrón. Hacía dos meses que no llovía en el condado de Ross. Todas las mañanas mi madre sintonizaba la KB98 en la radio de la cocina y escuchaba cómo la señorita Sally Flowers le pedía a Dios que hubiera tormenta. Luego salía y se quedaba mirando aquel cielo blanco y vacío que pendía como una sábana sobre la hondonada. A veces todavía la recuerdo allí de pie, en medio de aquella hierba reseca y marrón, estirando el cuello con la esperanza de ver ni que fuera una triste nube oscura.
—Eh, Vernon, mira esto —dijo mi madre aquella noche.
Desde que habíamos aparcado, había estado intentando demostrarle al viejo que era capaz de meterse un perrito caliente en la boca sin estropearse el reluciente pintalabios. Hay que tener en cuenta que mi madre llevaba todo el verano sin salir de Knockemstiff. El mero hecho de ver un par de luces rojas ya la tenía toda alborotada. Pero cada vez que se atragantaba con la salchicha, a mi viejo se le retorcían un poco más aquellos músculos como sogas que tenía en el pescuezo, y daba la impresión de que la cabeza le iba a salir disparada en cualquier momento. Mi hermana mayor, Jeannette, había sido lista y se había pasado todo el día fingiéndose enferma, y así era como los había convencido para que la dejaran quedarse en casa de una vecina. De manera que allí estaba yo, atrapado a solas en el asiento trasero, mordiéndome la piel de los dedos y confiando en que mamá no cabreara demasiado al viejo antes de que Godzilla destrozara Tokio a pisotones.


En Knockemstiff desfila una galería de personajes al límite, muchachos en sus primeras correrías de sexo y droga, anfetamínicos que se ponen hasta arriba con cualquier pastilla o espray, el sexo como algo oscuro y maloliente en el asiento trasero de un coche, hombres que viven en caravanas o autobuses abandonados y esperan el cheque del estado o trabajan en tiendas de mala muerte, mujeres que visten chándal y salen de madrugada a la caza de algún borracho que llevarse a la cama, viejos que se caen a pedazos y que conservan una violencia y una rabia extrañas. Los personajes de Pollock quieren huir pero hay algo que no les permite salir de los límites de Knockemstiff, como los muchachos que roban más de doscientas pastillas que vender en su huida hacia cualquier otra parte y que acaban dando vueltas y más vueltas por la zona. O las mujeres que se van con el primer hombre que conocen y vuelven a los pocos días. Knockemstiff como lugar maldito. Sólo una pareja consigue salir del poblado, una pareja de la que desconocemos su destino último, si regresarán por sus sueños rotos o conseguirán asentarse fuera de la hondonada. Y un muchacho al que han rapado el pelo con un hacha y termina con una peluca rubia en la casa asfixiante de un camionero. Nada de universidades. Nada de una segunda oportunidad.

Todo es turbio en los relatos de Pollock, los personajes, las historias, las emociones. Los perdedores que pueblan estos relatos no tienen ese halo de tristeza o poesía de otras obras, son seres en el filo de la navaja, el aliento y los pies podridos, sus únicos deseos basados en conseguir drogas y estar en otro sitio (la huida de su realidad, estar en otros mundos soñados), su ausencia de porvenir. Nada de supervivientes que intentan hacer de su vida algo bueno ni redenciones finales que dignifican a los personajes. No. Los personajes se humillan y pierden, rompen huesos con sus puños o acosan a vendedoras y niñas, se les fríe el cerebro o se dejan fotografiar bajo el cartel del pueblo como muestra de la “basura blanca” y una Norteamérica profunda y apenas conocida.

Subí dando tumbos al porche de cemento y, mientras me hurgaba los bolsillos en busca de la llave de casa, eché un vistazo por la ventana. Dee y Marshall estaban acurrucados juntos en el sofá como dos pajarillos felices. Estaban comiendo tostadas y las migas volaban en todas direcciones de tan deprisa que hablaba mi hijo. Vi cómo se le movían los labios, formando unas palabras que nunca le había oído decir. Pegué el oído a la puerta, con el corazón acelerado, y escuché su voz excitada y entrecortada. Por un momento me pareció estar presenciando una especie de milagro. Pero luego, allí plantado, empecé a percatarme de que Marshall había hablado siempre, sólo que no en mi presencia.
Me aparté de la puerta y di una bocanada profunda de aire frío. Me di cuenta de que me encontraba en uno de esos momentos de la vida en que es posible hacer grandes cosas si estás dispuesto a tomar la decisión adecuada. Pasó un coche, iluminándome con los faros, y de pronto supe qué hacer. Me imaginé perfectamente regresando al cabo de un par de años, limpio y listo para sacar adelante a mi familia. De pronto me acordé del frasco de oxicodona que había en el botiquín y me detuve. Levanté las manos inmundas y me embadurné primero la cara de mierda y luego el pelo. Di media vuelta, agarré el pomo de la puerta y metí la llave en la cerradura. Oí que dentro de la caravana todo quedaba triste y en silencio mientras abría la puerta, pero no me importó. Solamente una vez más, solamente una más antes de marcharme, necesitaba sentirme bendecido.


Pollock golpea con fuerza en estos cuentos, la escritura precisa y escueta. Coge a un puñado de personajes, los hace pasar de un cuento a otro, vemos cómo han crecido, cómo no hay esperanza para ellos, los hace vomitar en arcenes y cagar en callejones oscuros, eso sin hablar del amor, no existe, sólo encuentros fugaces y etílicos en coches y caravanas, los únicos momentos tiernos parecen darse entre algunas madres y sus hijos, el susurro de comprensión entre ellos. Knockemstiff es una colección extraordinaria de relatos brutales y descarnados.








Aunque está podrida hasta la médula, supongo que siempre he estado enamorado de Tina Elliot, desde la primera vez que le puse los ojos encima. Entró en la tienda con su madre justo cuando yo acababa de empezar a trabajar aquí, un retaco de chiquilla, y me dijo que me daba un beso si le regalaba una chocolatina Reese’s rellena de mantequilla de cacahuete. Pero aquello fue en los tiempos en que Tina no tenía edad para hacer otras cosas, y ya desde que empezó a emperifollarse para los chavales, siempre estuvo buscando a uno que se la llevara de aquí. Ojalá pudiera ser yo, de verdad; lo que pasa es que creo que no me iré nunca de la hondonada, ni siquiera por Tina. Llevo aquí toda la vida, igual que una seta pegada a un tronco podrido, y no quiero acercarme al pueblo si puedo evitarlo.
No hace mucho, me dijo que yo le recordaba a un primo que tiene en el condado de Pyke, un chaval chiflado que se pasa el día jugando con un monedero de plástico y soltándoles rollos estrafalarios a los pájaros. Sabía que estaba colocada con alguna de esas porquerías que toma Boo, pero aun así me dolió que me dijera aquello; me hizo acordarme de la vez en que mi viejo me llevó a cazar conejos. Todavía recuerdo la decepción que expresaba su cara fría y roja porque aquel día no fui capaz de apretar el gatillo en la nieve.
—Lo has echado a perder —le dijo a mi madre cuando volvimos a casa. Debió de decirle aquello a la pobre mujer mil veces antes de morirse.
En ocasiones me da miedo pensar que lo más seguro es que me pase el resto de mis días deseando haberle reventado las tripas a un conejo delante del huerto de Harry Frey cuando tenía seis años.

***

Llevaba una temporada viviendo en Massieville con el lisiado de mi tío porque no tenía dinero y no me querían en ningún otro lado, y me pasaba la mayor parte del tiempo cambiándole el cubo de la mierda y metiéndole cigarrillos en el agujero de fumar. Cada veinticuatro horas lo limpiaba con un paño húmedo y daba la vuelta a su cuerpo roto para airearlo bien. Se había quedado inválido del todo en un accidente raro de coche y había terminado cobrando una indemnización enorme que lo condenaba a tener el dinero suficiente para pasarse vegetando el resto de su vida de mierda.
Se suponía que tenía que portarme bien —su hija incluso había insistido en que le firmara un maldito papel—, pero una madrugada me encontré con un cuelgue de tres pares de cojones en un coche desconocido, con el suelo lleno de copos de piel muerta, herramientas robadas y esos casetes de gasolinera que siempre están de oferta a 1,99 $. El conductor era un tal Jimmy, un palurdo que me llamaba «primo» todo el tiempo, aunque no recordaba cuándo lo había conocido, y mucho menos haberlo visto en las reuniones que solíamos celebrar cuando a nuestra familia todavía se le permitía entrar en los parques estatales. Pese a todo, como yo era la clase de persona que era, parece ser que le había dejado convencerme para inhalar varios botes de Bactine. Después me había puesto enfermo, y ahora tenía el cerebro como una botella de lejía helada. Mientras la nieve se arremolinaba a nuestro alrededor en el aparcamiento del Wal-Mart, me enjuagué la boca con la última cerveza de Jimmy y juré no volver a meter la cabeza en una bolsa de pan.
Donald Ray Pollock. Knockemstiff. Traducción de Javier Calvo. Libros del silencio.

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