El cementerio judío
A Abdulah Sidran
Los golpes más mortales
en dirección de Marindvor
llegan del cementerio judío.
El mercenario de Milošević no sabe
ni siquiera quién es Isak Samokovlija
y sobre su tumba ha colocado una ametralladora.
Tampoco sabe quién es aquel que acaba de caer
golpeado por sus proyectiles.
Él, simplemente, por cada habitante de la ciudad asesinado,
ya sea un médico de un puesto de socorro
o un conductor de autobús,
recibe cien marcos alemanes.
Adiós a Željko
Marjanović
Morimos.
Morimos
terriblemente rápido
y
terriblemente mal
en esta
ciudad
al
final del siglo,
al
final del amor.
Los
jóvenes al menos
son
asesinados,
que es
un altísimo privilegio
en toda
guerra,
pero
cuando repasamos la forma en la que mueren los viejos
―en las
novelas de John Galsworthy―
la
muerte de los viejos
en la
Sarajevo en guerra es terrible.
Morimos
en
hospitales gélidos
en
pasillos por los cuales
corre
la sangre de nuestros conciudadanos masacrados,
en las
cocinas ajenas y en habitaciones sin ventanas,
humillados
y exhaustos,
muchos
en soledad,
lejos
de aquellos a quienes aman.
Los Don
Juanes de otro tiempo
que no
habrían salido a la calle sin corbata
ni
siquiera para abrir el buzón
(cómo
se habrían sentido si en el ascensor se hubieran encontrado
con la
hermosa señora del noveno izquierda),
mueren
con las manos sucias,
las
uñas sin curarse,
las
camisas rotas,
los
abrigos llenos de quemaduras de cigarros,
recordando
el último vaso de champagne
bebido
en la vigilia del nuevo año de 1992.
Juraj
Marek se ha ahorcado.
Después
de enterrar a Vera,
Željko
había pensado hacer lo mismo
pero ha
renunciado
para no
inquietar a los vecinos.
Entre
otras cosas,
dos
suicidios en la misma casa,
en el
mismo edificio,
también
habría sido demasiado para una Sarajevo como esta.
Paseaba
como un vagabundo Suljo
después
de la muerte de Nina,
cada
amanecer buscando su granada,
pero
las granadas preferían
las
escuelas y los jardines de infancia.
Llorando
vendía de vez en cuando algún anillo de Vera
o un
abrigo de piel
para
comprar una botella de grappa pobre.
Y
después, aplazada la muerte,
regresaba
a su
casa desierta
llena
de recuerdos
con su
angina de pecho de antes de la guerra
y
pensaba tan solo en dos cosas:
el
momento en el que habría abrazado de nuevo a sus hijos y a sus nietos,
y el
reencuentro con Vera.
Uno de
los dos deseos se ha realizado finalmente.
El
segundo.
Es
cierto que no ha sido como aquella vez,
en la
época de Omladinska Rijeć
cuando
se encontraban en casa de Kopelman,
hoy
puede visitarse a Kopelman en el cementerio
de San
Giuseppe.
Pero lo
que importa es que están de nuevo juntos.
Importa
que él no deba ya salir
a
buscar su granada.
Y a
vender los anillos de Vera.
Hermanas
Las de
Esenin
se
llamaban Shura y Katia.
Las de
Majakowskij,
Ludmilla
y Olia.
Las
mías,
Nina y
Raza.
Todas
han muerto.
Raza y
Nina
con
sólo cincuenta días de distancia.
Han
muerto
o a
decir verdad
han
sido asesinadas por la necesidad.
Ahora
debo buscar en cualquier parte
una
nueva hermana,
porque
yo no puedo
vivir
sin ser hermano.
A los amigos de la ex Yugoslavia
¿Qué
nos ha sucedido a todos, amigos?
No sé
qué hacéis ahora.
Qué
escribís.
Con
quién bebéis.
Qué
libros leéis.
No sé
siquiera
si
somos todavía amigos.
Teoría de la distancia
La
teoría de la distancia la han inventado los estrictos,
aquellos
que no quieren arriesgar en nada.
Yo
pertenezco a aquellos
que
creen que del lunes
se debe
hablar el lunes;
es
probable que el martes sea demasiado tarde.
Obviamente
es difícil estando en la cantina,
mientras
caen los proyectiles,
escribir
poesía.
La
única cosa más difícil es no escribir.
V.P.
Quisiera
ser de nuevo soldado en Bileća
y
esperarte en la estación,
beber
contigo un café en la pastelería “da Bela”,
cogerte
de la mano junto a la fuente de la Trebinsjica
y
recibir tus cartas.
Para
que este poema fuera feliz
bastaría
sólo con poder mirarte
bajo el
cuadro de nuestra Popovaca
mientras
que la enfermera del puesto de socorro
te toma
la tensión y te clava una aguja.
Pero
quizás,
quizás
te has muerto
para
evitarle la vejez a los poemas
dedicados
a ti.
Como si
yo o mis poemas
hubiéramos
podido amarte menos dentro de diez años.
Una calle para mi nombre
Paseo
por la ciudad de nuestra juventud
y busco
una calle para mi nombre.
Las
calles grandes, ruidosas, se las dejo a los grandes de la historia.
¿Qué
hacía yo mientras se hacía la historia?
Simplemente
te amaba.
Busco
una calle pequeña, simple, cotidiana,
a
través de la cual, sin llamar la atención de nadie,
podamos
pasear incluso después de la muerte.
No es
importante que tenga un paisaje hermoso,
tampoco
que haya pájaros.
Lo
importante es que en ella puedan tener refugio
cualquier
hombre o perro en peligro.
Sería
hermoso que estuviera empedrada,
pero
tampoco esto es imprescindible.
Lo más
importante es que
en la
calle que lleve mi nombre
no le
suceda nunca a nadie una desgracia.
Izet Sarajlić. Sarajevo.
Traducción de Fernando Valverde. Valparaíso ediciones.
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