Creo firmemente en la correspondencia entre la vida exterior
y la vida interior; así como tengo la certeza de que aunque algunos hombres
consigan vivir una vida virtuosa, el resto seguirá sin advertirlo. La
diferencia y la distancia son una misma cosa. Vivir una vida auténtica es como
viajar a un país lejano y encontrarnos progresivamente rodeados por nuevos
escenarios y hombres; y cuando me hallo rodeado por los más ancianos, me doy
cuenta de que de ninguna forma estoy viviendo una vida nueva o mejor. El exterior
es sólo la representación de lo que hay dentro. Los hábitos no esconden al
hombre, sino que lo muestran; ellos son sus auténticos ropajes. No me incumben
las curiosas razones que puedan aducir para atenerse a ellos. Las
circunstancias no son rígidas e inflexibles; sí lo son, sin embargo, nuestros
hábitos.
A veces tenemos la tendencia a hablar con ligereza, como si
una vida divina fuera a injertarse o a aparecer en nuestro presente como una
oportuna fundación. Esto podría tener sentido si pudiéramos reconstruir nuestra
antigua vida, excluyendo de ella todo el calor de nuestros afectos, dejándolos
marchitar, como el mirlo construye su morada sobre el nido del cuclillo, y allí
incuba sus huevos, que son los únicos que eclosionan. Pero lo cierto es que
nosotros -y aquí se halla la línea de demarcación- incubamos ambos huevos. Y ya
que el cuclillo lo aventaja en un día, su cría, al nacer, expulsa a las crías
del mirlo. No hay otra solución: destruir el huevo del cuclillo o construir un
nido nuevo.
El cambio es el cambio. Ninguna vida nueva ocupa viejos
cuerpos decadentes. La vida nace, crece y florece. Los hombres intentan revivir
patéticamente lo viejo, y por eso lo aceptan y soportan. ¿Por qué aguantar en
el hospicio pudiendo ir al cielo? Es como embalsamarse, nada más. Dejad de lado
vuestros ungüentos y sudarios, y entrad en el cuerpo de un recién nacido.
Podéis ver en las catacumbas de Egipto el resultado de aquel experimento.
Conocemos su final.
Creo firmemente en la simplicidad. Es asombroso y triste ver
cómo incluso los hombres más sabios pasan sus días ocupados en asuntos
triviales que creen que han de atender, en detrimento de otros asuntos más
importantes que creen su deber omitir. Cuando un matemático desea hallar la
solución de un problema difícil, empieza por deshacerse de todas las
dificultades de la ecuación, reduciéndola a sus términos más sencillos. Hagamos
lo propio y simplifiquemos el problema de la existencia, y diferenciemos entre
lo necesario y lo real. Sondeemos la tierra para ver hacia dónde se extienden
nuestras principales raíces. Me basaré siempre en los hechos. ¿Por qué negarse
a ver? ¿Por qué no utilizar nuestros propios ojos? ¿O es que los hombres lo
ignoran todo? Conozco a muchos a los que es difícil engañar cuando se trata de
asuntos comunes, muy desconfiados de los cantos de sirena, que disponen
responsablemente de su dinero y saben cómo gastarlo, que disfrutan fama de
prudentes y cautelosos, y que, no obstante, aceptan vivir gran parte de su
existencia tras un mostrador, como cajeros de un banco, y brillan y se oxidan y
finalmente desaparecen. Si saben
algo, ¿por qué diablos lo hacen? ¿Saben qué es el pan? ¿Y para qué sirve? ¿Saben qué es la vida? Si supieran algo, cuán rápido dejarían de
frecuentar para siempre los lugares donde ahora se los conoce tan bien.
Esta vida, nuestra respetable vida diaria, sobre la cual se
halla tan bien plantado el hombre de buen sentido, el inglés de mundo, y sobre
la que descansan nuestras instituciones, es en realidad la más pura ilusión,
que se desvanecerá como el edificio sin cimientos de una visión. Sin embargo,
un minúsculo resplandor de realidad que a veces ilumina la oscuridad de los
días de todos los hombres nos revela algo más consistente y perdurable que el
diamante, la piedra angular del mundo.
El hombre es incapaz de concebir un estado de cosas tan
bello que resulte irrealizable. ¿Puede alguien revisar honestamente su propia
experiencia y afirmar que no es así? ¿Existen hechos a los que apelar cuando
decimos que nuestros sueños son prematuros? ¿Habéis tenido noticia de algún
hombre que haya luchado durante toda su vida por algo, y que de algún modo no
lo lograra? Un hombre que aspira a algo sin descanso, ¿no se siente ya elevado?
¿Quién que haya intentado el acto más simple de heroísmo, de magnanimidad, o
buscado la verdad y la sinceridad, no halló algo que mereciese la pena? ¿Quién
podría decir que ésta es una empresa vana? Es innegable que no debemos esperar
que nuestro paraíso sea un jardín. No sabéis lo que pedís. Veamos la
literatura. ¡Cuántos buenos pensamientos ha concebido cada ser humano! ¡Y qué
pocos pensamientos buenos se expresan! Y, sin embargo, no poseemos una sola
fantasía, por más sutil o etérea que haya sido, que el simple talento, acompañado de resolución y constancia, tras mil
fracasos, no pueda fijar y grabar con palabras distintas y duraderas, de tal
forma que entendamos que nuestros sueños son los hechos más confiables que
conocemos. Pero no estoy hablando de sueños ahora.
Lo que puede expresarse con palabras puede expresarse con
nuestra vida.
Mi vida real es un hecho sobre el que no tengo razones para
congratularme conmigo mismo, pero tengo respeto por mi fe y mis aspiraciones.
De ellas le hablo ahora. La posición de cada uno es demasiado simple para ser
descrita. No he prestado ningún juramento. No tengo un esquema para entender la
sociedad, la Naturaleza o Dios. Soy, simplemente, lo que soy, o comienzo a
serlo. Vivo en el presente. El pasado es sólo un recuerdo
para mí, y el futuro una anticipación. Amo la vida, amo el cambio más que sus
modalidades. En la historia no está escrito cómo el malo se hizo mejor. Creo en
algo, y no hay más. Sé que soy. Sé que existe otro, más sabio que yo, que se
interesa por mí, de quien soy su criatura y, de alguna manera, su igual. Sé que
el reto merece la pena, que las cosas van bien. No he recibido ninguna mala
noticia.
Respecto a las posiciones, a las combinaciones y a los
detalles, ¿qué son en realidad? Cuando hace buen tiempo y alzamos la mirada,
¿qué vemos sino el cielo y el sol?
Si busca persuadir a alguien de que hace mal, actúe bien.
Que no le importe si no lo convence. Los hombres creen en lo que ven.
Consigamos que vean.
Siga con su vida, persista en ella, gire a su alrededor,
como hace un perro alrededor del coche de su amo. Haga lo que ame. Conozca bien
de qué está hecho, roa sus propios huesos, entiérrelos y desentiérrelos para
roerlos de nuevo. No sea demasiado moral. Sería como hacer trampas con uno
mismo. Sitúese por encima de los principios morales. No sea simplemente bueno,
sea bueno por algo. Todas las fábulas tienen su moraleja, pero a los inocentes
lo que les gusta es escuchar la historia.
No permita que nada se interponga entre usted y la luz.
Respete a los hombres sólo como hermanos. Cuando emprenda viaje a la Ciudad
Celestial, no porte carta de recomendación alguna. Cuando llame, pida ver a
Dios, y nunca a los sirvientes. En aquello que más le importe, no piense que
dispone de compañeros de viaje. Dese cuenta de que está solo en el mundo.
Henry David Thoreau.
Cartas a un buscador de sí mismo. Traducción de Antonio García Maldonado.
Errata Naturae
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