Estoy leyendo La guerra no tiene rostro de mujer. Un libro que da voz a las mujeres rusas que fueron soldados en la segunda guerra mundial. Se suceden los testimonios de docenas de mujeres sobre el horror de la guerra y el cambio que produjo en ellas (la defensa del ideal comunista y la patria en el primer instante y la crueldad y la muerte en tan diferentes formas que las enmudecieron después). Por un instante recuerdo una de mis lecturas del pasado otoño, Compañía K, de William March, y una reseña que nunca terminé. En aquella reseña empezaba comparando el libro de March con la Antología de Spoon River de Edgar Lee Masters. Si los poemas de Spoon River se centraban en un cementerio y estaban narrados por muertos que volvían a un momento de su vida, insignificante o decisivo, el instante de su muerte, y las emociones que los definieron, amor, odio o pasión, en Compañía K pasa algo parecido, voces de soldados, supervivientes o muertos, que recuerdan sus días en la primera guerra mundial (el primer intento de suicidio colectivo del ser humano, según Vonnegut), y hablan de momentos decisivos, combates, pequeños instantes de luz y pureza y la locura entre las trincheras.
Compañía K está formado por capítulos cortos y de ritmo rápido, abarca la gran guerra desde las bases de entrenamiento y los días antes de la llegada a Europa de las tropas estadounidenses, pasando por las batallas en las trincheras y terminando en el regreso de los supervivientes y su intento por recuperar su vida tras el horror. Las voces se suceden, docenas de soldados (desde soldados rasos a oficiales) que confiesan sus miedos y anhelos, que describen la espera del combate, la locura entre las alambradas, el terror a la muerte, las heridas y los trenes de evacuación, soldados que hablan con cinismo, hondura o sencillez de una guerra que los convierte en algo distinto, que los lleva al límite de la locura y les hace ver a Jesús en mitad del barro, arrebatar el pan a los muertos o una pequeña foto Lillian Gish como salvación.
En aquella reseña sin terminar decía que me costó entrar en ese juego de voces, hombres que aparecen por una página y desaparecen después de narrar un momento preciso de la guerra, de su guerra. Hasta que algo hizo clic. La sucesión de voces tenía un sentido, los preparativos, la guerra, los combates, el regreso a casa visto por cientos de hombres, algunos cínicos otros inocentes, todos asombrados por la locura a la que asisten, presa de remordimientos y temores, cada uno de ellos pieza fundamental de un rompecabezas, cada capítulo la fotografía de un instante. Hay momentos que aún recuerdo por su crudeza, el soldado atrapado en las alambradas a la espera de la muerte, la ejecución en una zanja de unos prisioneros alemanes, una escena a la que diferentes soldados volverán a lo largo del libro y que les provocará insomnio y culpabilidad, las cartas a las madres donde se habla sin tapujos de la muerte de sus hijos (la suciedad y brutalidad en la muerte, la muerte despojada de heroísmo), los cuerpos desmembrados y las conversaciones entre moribundos camino de un hospital.
De pronto, el hombre de los ojos azules me miró y sonrió y, antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba haciendo, le devolví la sonrisa. Después el sargento dio la orden de abrir fuego y los rifles empezaron a estallar, disparando balas por doquier. Apunté con cuidado al hombre de los ojos azules. Por algún motivo quise que muriera en el acto. Se dobló hacia delante, se agarró el vientre con las manos y dijo: «¡Oh, oh!», como un niño que ha comido ciruelas verdes. Cuando alzó las manos vi que las balas le habían cercenado casi todos los dedos y que escupían sangre como el agua que chorrea de un grifo que pierde. «¡Oh! ¡Oh! —decía una y otra vez con voz de asombro—. ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!» Entonces dio tres vueltas y cayó de espaldas con la cabeza en una posición más baja que sus pies. La sangre le salía a borbotones del vientre, con insistencia, como una marea que le empapó el abrigo embarrado y le manchó el cuello y la garganta. Levantó las manos dos veces más y dos veces más hizo ese ruido suave de asombro. Entonces sus manos y sus párpados dejaron de moverse.
Me quedé donde estaba, disparando de un lado hacia el otro conforme a las
instrucciones.
«Todo cuanto me han enseñado a creer acerca de la misericordia, la justicia y la virtud es mentira —pensé—. Pero la más grande de todas las mentiras son las palabras “Dios es Amor”. Esa es sin duda la peor mentira jamás inventada por el hombre.»
March no habla de combates heroicos o de gestos patrióticos, habla de barro y sangre, de alambradas como último lugar donde morir, de las miradas aterradas de soldados y prisioneros, de la falta de escrúpulos y de la culpabilidad, de la ausencia de un dios comprensivo y de la fina línea entre guerra y locura. En los últimos capítulos (las últimas voces), los supervivientes hablan del regreso al hogar, hombres asediados por fantasmas de soldados alemanes, granjeros que sienten pegados a la piel sus acciones de guerra y creen que un destino negro se cierne sobre ellos, muchachos que, tras años en las trincheras, no encuentran un sitio en su pueblo o soldados que se reencuentran y se quedan en silencio, la guerra lo único que los une. Es ahí, en esa distancia con la guerra vivida, donde los soldados supervivientes continúan con la lucha.
Compañía K acabó por convertirse en una de las mejores lecturas del pasado otoño.
Encima de mí un tipo hablaba sin parar de Nebraska. Su cabeza, que asomaba por encima de la litera, tenía un color blanco grisáceo y sus uñas habían cobrado un color azulado. Hablaba en voz queda y lenta. Tenía muchas ganas de hablar porque sabía que iba a morir antes de llegar al hospital. Pero no había nadie que lo escuchara. Estábamos allí tumbados, casi en silencio, pensando en nuestras desgracias, como carneros recién castrados, demasiado cansados para consolarnos con juramentos. Permanecimos mudos, mirando fijamente al techo, o echando algún vistazo por las puertas al campo precioso, ahora en plena floración.
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Nos tocaba un sector tranquilo, para variar, y a fe que nos lo concedieron. A nuestras espaldas teníamos el pueblo de Pont-á-Mousson y delante discurría el río Mosela. Al otro lado del río habían acampado los alemanes. La noche en que nos hicimos con las trincheras, los franceses nos informaron de las reglas del juego y nos pidieron que no las infringiéramos: por la mañana, los alemanes podían bajar al río a nadar, a lavar ropa o a coger la fruta de los árboles que crecían en su orilla; por la tarde tenían que desaparecer y nosotros éramos libres de nadar, de hacer juegos y de comer las ciruelas que crecían en nuestra orilla. El acuerdo funcionaba a la perfección.
Una mañana, los alemanes nos dejaron una nota de disculpa avisándonos de que iban a bombardearnos aquella misma noche a las diez en punto y que la descarga iba a durar veinte minutos. Efectivamente, la descarga se produjo, pero todos habíamos retrocedido casi un kilómetro y nos habíamos acostado, de modo que no hubo daños. Pasamos doce maravillosos días allí, al lado del Mosela, y entonces, con gran pesar, tuvimos que ponernos en camino. Sin embargo, todos habíamos aprendido algo: si los soldados rasos de cada ejército pudieran reunirse a la orilla de un río para hablar tranquilamente de las cosas, no habría guerra que durara más de una semana.
***
Estaba sentado en el despacho de la compañía escribiendo las cartas mientras Steve Waller, el administrativo, preparaba las nóminas. Concedí a cada hombre una muerte gloriosa y romántica con unas últimas palabras pertinentes, pero al cabo de unas treinta cartas yo mismo me atragantaba con las mentiras que estaba contando. Decidí que en al menos una de las cartas diría la verdad, y esto es lo que escribí:
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Estaba sentado en el despacho de la compañía escribiendo las cartas mientras Steve Waller, el administrativo, preparaba las nóminas. Concedí a cada hombre una muerte gloriosa y romántica con unas últimas palabras pertinentes, pero al cabo de unas treinta cartas yo mismo me atragantaba con las mentiras que estaba contando. Decidí que en al menos una de las cartas diría la verdad, y esto es lo que escribí:
Estimada señora:
Su hijo, Francis, falleció innecesariamente en el bosque de Belleau. Le interesará saber que en el momento de su muerte estaba plagado de bichos y debilitado por la diarrea. Tenía los pies hinchados y podridos y apestaban. Vivió como un animal asustado, pasando frío y hambre. Entonces, el día 6 de junio, le alcanzó un pedazo de metralla y sufrió dolores horrorosos mientras agonizaba lentamente. Nadie hubiese creído que pudiera sobrevivir aquellas tres horas, pero así fue. Pasó tres horas enteras entre gritos y maldiciones. Verá, no tenía nada a lo que aferrarse: había aprendido hacía tiempo que lo que usted misma, su madre, que tanto lo quería, le había enseñado a creer mediante unos sustantivos tan inanes como honor, valentía y patriotismo era una enorme mentira...
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No conseguía quitarme de la cabeza a aquellos prisioneros, que se caían y se ponían de rodillas para volver a caerse otra vez. Caminé hasta el final de la trinchera y me asomé por encima del borde. A muchos kilómetros delante de nosotros oía los disparos de fusiles y del oeste venían los estallidos intermitentes de los obuses, pero en el bosque reinaba la tranquilidad. «Cualquiera diría que estamos en medio de esta guerra», pensé.
Entonces me entraron unas ganas irreprimibles de volver al barranco y ver a los prisioneros. Salí rápidamente de la trinchera, antes de que los demás pudieran sospechar de mis intenciones.
Los prisioneros yacían donde los habíamos dejado, casi todos boca arriba y enredados formando unos nudos grotescos que parecían gusanos de pesca en una lata. Llevaban los bolsillos del revés y vacíos, los abrigos desabrochados y abiertos. Me quedé un rato mirándolos en silencio, completamente impasible. De repente la rama de un árbol que crecía al lado del barranco se balanceó y cayó, dejando que un rayo de sol se filtrara a través de los árboles e iluminara los rostros de los hombres. Desde la espesura del bosque un pájaro soltó un único gorjeo temeroso y calló de repente, recordando lo que había pasado. Me invadió una sensación extraña que no alcanzaba a entender. Me eché al suelo y hundí el rostro en las hojas caídas.
—Mientras viva, nunca más volveré a hacer daño a nada —dije—. Nunca más, mientras viva... ¡Nunca!... ¡Nunca!... ¡Nunca!
William March. Compañía K. Traducción de Bianca Southwood. Libros del silencio.
Entonces me entraron unas ganas irreprimibles de volver al barranco y ver a los prisioneros. Salí rápidamente de la trinchera, antes de que los demás pudieran sospechar de mis intenciones.
Los prisioneros yacían donde los habíamos dejado, casi todos boca arriba y enredados formando unos nudos grotescos que parecían gusanos de pesca en una lata. Llevaban los bolsillos del revés y vacíos, los abrigos desabrochados y abiertos. Me quedé un rato mirándolos en silencio, completamente impasible. De repente la rama de un árbol que crecía al lado del barranco se balanceó y cayó, dejando que un rayo de sol se filtrara a través de los árboles e iluminara los rostros de los hombres. Desde la espesura del bosque un pájaro soltó un único gorjeo temeroso y calló de repente, recordando lo que había pasado. Me invadió una sensación extraña que no alcanzaba a entender. Me eché al suelo y hundí el rostro en las hojas caídas.
—Mientras viva, nunca más volveré a hacer daño a nada —dije—. Nunca más, mientras viva... ¡Nunca!... ¡Nunca!... ¡Nunca!
William March. Compañía K. Traducción de Bianca Southwood. Libros del silencio.
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