Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
Mostrando entradas con la etiqueta los márgenes del camino. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta los márgenes del camino. Mostrar todas las entradas

jueves, 5 de marzo de 2020

camino fronterizo: Poesía no completa. Wisława Szymborska I

Leo junto a una ventana alargada —ahora, tres árboles invernales, sin hojas, el golpe del viento contra los troncos y un nido de otra estación, vacío, en una rama—. Leo al amanecer o al atardecer —y la línea de sombra sobre las páginas, y la primera luz sobre los tejados negros, y la última luz en el vacío que dejaron las pirámides del antiguo parque de atracciones, que aún veo, allá, en lo más alto del monte, después de su demolición, la estela de un triángulo que no existe, ahora, entre árboles, pero que existió, ayer—. Leo con un lápiz —para alejar unas palabras de otras, para dejar un camino de migas donde volver y sentir las huellas pasadas años después—, y doblo algunas páginas por su esquina —e intentar, así, recordar aquella primera impresión de unos poemas sobre otros, o leer aquello que quedó sin nombrar, ahora, y que sólo podré entender en otro tiempo, en otra estación, mañana—. Leo para escuchar —otras voces invisibles, otros yoes que completen un hueco, un silencio, una pregunta, dos espacio/tiempo que concluyen en la penumbra de un atardecer en una página, hoy, sobre unas palabras, anteriores. Leo los primeros poemas de Wisława Szymborska y escucho el ritmo de una canción que rehace los tiempos bíblicos y los tiempos en Shakespeare, que nos dice nada sucede dos veces, y convoca a los muertos, el ayer absoluto en el frágil todavía: la eternidad de los muertos dura/ mientras se les paga con memoria/ moneda inestable./ Y no hay día/ en que alguien no pierda su eternidad/, y las sombras de aquello que fue, o no: la Atlántida, este mundo, los sueños la mudanza de lo literal a lo figurado/, y la conmemoración del amor Henos aquí, amantes desnudos,/ bellos y mucho para nosotros mismos/, sólo cubiertos con hojas de párpados/, recostados en una noche profunda. Y escucho una risa juguetona y plegarias y subrayo a lápiz, siempre a lápiz, para dejar un camino que se difumine con el pasar de los años Nos conocemos a nosotros mismos/ en la medida en que nos ponen a prueba./ Se lo digo a ustedes/ desde mi ignorado corazón./ Leo hasta el inicio de la noche en farolas y estrellas, hasta el final de la última oscuridad, en la penumbra entre vida y lectura.




Conmemoración

Se amaron entre avellanos,
bajo soles de rocío,
de hojas y tierra
se les llenó el cabello.

Corazón de golondrina,
ten piedad de ellos.

Se arrodillaron junto al lago,
se quitaron las hojas,
y los peces se acercaban
a la orilla como estrellas.

Corazón de golondrina,
ten piedad de ellos.

El reflejo de los árboles humeaba
en la diminuta ola.
Golondrina, haz que nunca
lo olviden.

Golondrina, espina de la nube,
ancla del aire,
Ícaro mejorado,
frac en el séptimo cielo,
golondrina, caligrafía,
manecilla sin minutos,
gótico temprano de pájaros,
estrabismo en los cielos,

golondrina, silencio agudo,
luto alegre,
aureola de amantes,
ten piedad de ellos.

*

Todavía

En vagones sellados
van los nombres a través del país,
¿hasta dónde irán así,
bajarán alguna vez?:
no pregunten, no lo diré, no lo sé.

El nombre Natán golpea la pared con el puño,
el nombre Isaac canta enloquecido,
el nombre Sara pide agua para el nombre
Aarón, que se muere de sed.

No saltes en marcha, nombre de David.
Tú eres el nombre que condena a la derrota,
el no dado a nadie, sin hogar,
demasiado pesado para ser llevado en este país.

Nuestro hijo, que tenga un nombre eslavo,
porque aquí cuentan los pelos en la cabeza,
porque aquí separan el bien del mal
según el nombre y la forma de los párpados.

No saltes en marcha. Nuestro hijo se llamará Lech.
No saltes en marcha. No es el momento aún.
No saltes. La noche resuena como la risa
y remeda el traqueteo de las ruedas en los rieles.

Una nube de gente atraviesa el país,
de una gran nube poca lluvia, una lágrima,
poca lluvia, una lágrima, tiempo seco.
Las vías conducen a un bosque negro.

Así es, suena la rueda. Bosque sin claros.
Así es. Por el bosque va el transporte de gritos.
Así es. Despertada de noche, oigo,
eso es, el retumbar del silencio en el silencio.

*

Prueba

Ay, canción, de mí te burlas,
pues aunque fuera hacia arriba no me abriría como una rosa.
Como una rosa florece la rosa y nadie más. Lo sabes.

Intenté tener hojas. Quise poblarme de arbustos.
Conteniendo el aliento —para que fuera más rápido—
esperé el momento de convertirme en rosa.

Canción, tú que de mí no te apiadas:
tengo un cuerpo individual que en nada se transforma,
y soy desechable hasta la médula de los huesos.

*

Atlántida

Existieron o no existieron.
En una isla o no en una isla.
Un océano o no un océano
se los tragó o no.

¿Hubo quién amara a quién?
¿Hubo quién con quién luchara?
Sucedió todo o nada
allí o no allí.

Había siete ciudades.
¿Seguro?
Querían estar para siempre.
¿Y las pruebas?

No inventaron la pólvora, no.
Inventaron la pólvora, sí.

Hipotéticos. Dudosos.
No conmemorados.
No extraídos del aire,
Del fuego, del agua, de la tierra.

No encerrados en la piedra
ni en la gota de lluvia.
Incapaces de servir
en serio como moraleja.

Cayó un meteoro.
No era un meteoro.
Un volcán hizo erupción.
No era un volcán.
Alguien gritó algo.
Nadie nada.

En esta más/menos Atlántida.
Poesía no completa. Wisława Szymborska. Traducción de Gerardo Beltrán y Abel A. Murcia. Fondo de cultura económica.

jueves, 2 de enero de 2020

hacer lumbre

Ayer encontré una cabaña en un bosque. Como en los cuentos. Salía humo de la chimenea. Ese humo hacia el cielo me recordó las aldeas de tejados de pizarra de mis padres. De niño me agachaba para abrir el tiro de la cocina mientras mi madre o alguna de mis tías encendía una piña y la dejaba caer dentro de aquel agujero abisal del que pronto saldrían las primeras llamas. Creo que lo llamaban hacer lumbre.

Algunas tardes de agosto acompañaba a mi tía a recoger piñas para el invierno. Llevábamos una carretilla y sacos de arpillera. Seguíamos las rodadas del camino hasta que se convertían primero en senda y luego bosque. Mi tía hablaba en refranes. Decía, hay que desayunar como un rey, comer como un capitán general y cenar como un mendigo. Sus refranes eran su camino en la espesura de los días. El ruido en el bosque era el viento entre los árboles, nuestras pisadas en las hojas caídas, el salto de una ardilla. Años más tarde me adentré solo en el bosque. Entonces, el ruido era el latir de mi respiración.

El humo me ayudó a recordar.

Elegí a Bobin como primera lectura. Un asesino blanco como la nieve. Me senté en mi cocina, tan distinta a las de mis abuelos, de la que no salen llamas, y corté los bordes del libro. Era un libro intonso. El crepitar del cuchillo abriendo las hojas pegadas fue, por un instante, hacer lumbre.

Leo a Bobin poco a poco. Unas páginas suyas me llenan como docenas de otros. Me habla, de nuevo, de la pureza, la lentitud, dios, la importancia de lo que se ve a través de una ventana, que es mirar y esperar un ofrecimiento.

Y luego, al ir a trabajar, la luna creciente y una estrella binaria con su parpadeo azul y rojizo en el cielo.

Así mi primer día.


martes, 3 de diciembre de 2019

camino fronterizo: Cory Taylor

No llueve por primera vez en noviembre. Salgo a dar un pequeño paseo por la ciudad para alejarme de los límites de mi rutina y, así, olvidarme por un par de horas de los gestos y los hábitos aprendidos. Quiero respirar el aire frío junto a la ría —todavía marrón por las tres semanas de lluvia—, buscar la última luz de la tarde, justo antes de que se enciendan las farolas, sobre los tejados rojizos y los montes, — la luz de finales de noviembre e inicios de diciembre, esa luz pausada y lenta que cae sobre todos nosotros y los objetos y el mundo alrededor, esa luz que es penumbra y difumina los contornos y muestra aquello que ha permanecido oculto durante el día, mostrando una realidad secreta y furtiva, esa luz que me silencia y aquieta y contiene—, seguir un camino que no lleve, necesariamente, a algún sitio. Entro en una librería de la zona antigua. Sólo quería leer algún fragmento, recordarme las lecturas que me esperan en casa, casi trescientos libros por leer —o eso me digo, sabiendo que habrá algún libro que me hable—. Y encuentro Morir. Una vida, de Cory Taylor, un libro y una autora desconocidos. Escrito durante dos semanas por una mujer con cáncer terminal, las páginas ojeadas me hacen sentir que necesito leerlo —si necesitar es la expresión correcta—. Abandono la librería con el libro en la mano, sintiendo que ahí, en ese libro, no había una búsqueda de fama o artificios para crear tal o cual emoción, sino desnudez, cercanía, pausa —como una luz de diciembre—. Dice Taylor en la página 39, la primera abierta al azar, que la mayor parte del tiempo escribe en su cabeza, que la escritura da forma al mundo. Me repito esas palabras durante mi paseo, recuerdo que llevo tiempo sin escribir nada por cansancio o por la pereza y desgana de esos límites de la rutina, que siempre acabo sintiéndome culpable por ese no escribir, por no dedicarle algunos minutos a unas rápidas notas sobre mis lecturas —y seguir así ahondando en el libro, dejando pequeñas migas que me permitan recordar mejor una  novela—. Tengo las palabras de Taylor en mi cabeza, algo que yo hago, mirar, escribir en mi cabeza —pero poco, muy poco en una hoja—, pienso en los pequeños textos que podría hacer sobre aquello que veo, sin un hilo ni relación, una niña saltando sobre las hojas caídas de un árbol, las hojas rojas chutadas como balones de fútbol, el vuelo negro de los cormoranes sobre la ría, una madre corriendo mientras su hijo pedalea a su lado —la palabra madre, todo lo que evoca—, todos los hombres y mujeres parados en la acera, la cara blanquecina —fantasmal— por la pantalla de móvil y que me recuerdan historias de invasiones extraterrestres y ladrones de cuerpos, las siluetas de los muebles tras las primeras ventanas iluminadas. Ando un camino fronterizo entre literatura y vida. Vuelvo a casa, con un libro en la mano y ganas de escribir por primera vez en meses, cuando se encienden las farolas.
(19.11.19)




Aunque la mayor parte del tiempo escribas sólo en tu cabeza, la escritura da forma al mundo y lo hace más soportable. De niña, me entusiasmaba el poder que tenía la poesía de excluir todo lo que no fuera el poema en sí, de crear un universo entero con sólo unos cuantos versos. Escribir para el cine no es diferente. Emma Thompson dijo en una ocasión que un guión es como intentar organizar un montón de virutas de hierro. Tienes que conseguir un campo magnético tan potente que imponga su propio orden y sea capaz de mantener firmemente el mundo creado por el guión en tensión y suspense. En la ficción puedes ser más flexible y menos ordenado, pero la mayor parte del tiempo consiste en saber elegir qué es lo que hay que excluir del mundo imaginario para no sucumbir al caos. Y eso es precisamente lo que hago ahora con este último libro: le estoy dando forma a mi muerte, para que yo, y otros, podamos percibirla claramente. Y, al mismo tiempo, conseguir que me resulte más soportable morir.
No sé dónde estaría ahora si no hubiese podido dedicarme a este extraño trabajo. me ha salvado la vida muchas veces a lo largo de los años, y sigue haciéndolo hoy, pues mientras mi cuerpo se precipita hacia la catástrofe, mi mente está en otro lugar, concentrada en esa otra tarea vital que es explicarles algo valioso a otros antes de irme. Porque nunca he sido tan feliz como cuando estoy escribiendo o pensando en escribir u observando el mundo como una escritora, y así ha sido siempre.
Morir. Una vida. Cory Taylor. Traducción Catalina Ginard Ferón. Gatopardo ediciones.