No llueve por primera vez en noviembre. Salgo a dar un
pequeño paseo por la ciudad para alejarme de los límites de mi rutina y, así, olvidarme
por un par de horas de los gestos y los hábitos aprendidos. Quiero respirar el
aire frío junto a la ría —todavía marrón por las tres semanas de lluvia—,
buscar la última luz de la tarde, justo antes de que se enciendan las farolas,
sobre los tejados rojizos y los montes, — la luz de finales de noviembre e
inicios de diciembre, esa luz pausada y lenta que cae sobre todos nosotros y
los objetos y el mundo alrededor, esa luz que es penumbra y difumina los
contornos y muestra aquello que ha permanecido oculto durante el día, mostrando
una realidad secreta y furtiva, esa luz que me silencia y aquieta y contiene—,
seguir un camino que no lleve, necesariamente, a algún sitio. Entro en una
librería de la zona antigua. Sólo quería leer algún fragmento, recordarme las
lecturas que me esperan en casa, casi trescientos libros por leer —o eso me
digo, sabiendo que habrá algún libro que me hable—. Y encuentro Morir. Una vida, de Cory Taylor, un
libro y una autora desconocidos. Escrito durante dos semanas por una mujer con
cáncer terminal, las páginas ojeadas me hacen sentir que necesito leerlo —si
necesitar es la expresión correcta—. Abandono la librería con el libro en la
mano, sintiendo que ahí, en ese libro, no había una búsqueda de fama o
artificios para crear tal o cual emoción, sino desnudez, cercanía, pausa —como
una luz de diciembre—. Dice Taylor en la página 39, la primera abierta al azar,
que la mayor parte del tiempo escribe en su cabeza, que la escritura da forma
al mundo. Me repito esas palabras durante mi paseo, recuerdo que llevo tiempo sin
escribir nada por cansancio o por la pereza y desgana de esos límites de la
rutina, que siempre acabo sintiéndome culpable por ese no escribir, por no
dedicarle algunos minutos a unas rápidas notas sobre mis lecturas —y seguir así
ahondando en el libro, dejando pequeñas migas que me permitan recordar mejor
una novela—. Tengo las palabras de
Taylor en mi cabeza, algo que yo hago, mirar, escribir en mi cabeza —pero poco,
muy poco en una hoja—, pienso en los pequeños textos que podría hacer sobre
aquello que veo, sin un hilo ni relación, una niña saltando sobre las hojas
caídas de un árbol, las hojas rojas chutadas como balones de fútbol, el vuelo
negro de los cormoranes sobre la ría, una madre corriendo mientras su hijo
pedalea a su lado —la palabra madre, todo lo que evoca—, todos los hombres y
mujeres parados en la acera, la cara blanquecina —fantasmal— por la pantalla de
móvil y que me recuerdan historias de invasiones extraterrestres y ladrones de
cuerpos, las siluetas de los muebles tras las primeras ventanas iluminadas. Ando
un camino fronterizo entre literatura y vida. Vuelvo a casa, con un libro en la
mano y ganas de escribir por primera vez en meses, cuando se encienden las
farolas.
(19.11.19)
Aunque la mayor parte del tiempo escribas sólo en tu
cabeza, la escritura da forma al mundo y lo hace más soportable. De niña, me
entusiasmaba el poder que tenía la poesía de excluir todo lo que no fuera el
poema en sí, de crear un universo entero con sólo unos cuantos versos. Escribir
para el cine no es diferente. Emma Thompson dijo en una ocasión que un guión es
como intentar organizar un montón de virutas de hierro. Tienes que conseguir un
campo magnético tan potente que imponga su propio orden y sea capaz de mantener
firmemente el mundo creado por el guión en tensión y suspense. En la ficción
puedes ser más flexible y menos ordenado, pero la mayor parte del tiempo
consiste en saber elegir qué es lo que hay que excluir del mundo imaginario
para no sucumbir al caos. Y eso es precisamente lo que hago ahora con este
último libro: le estoy dando forma a mi muerte, para que yo, y otros, podamos
percibirla claramente. Y, al mismo tiempo, conseguir que me resulte más
soportable morir.
No sé dónde estaría ahora si no hubiese podido dedicarme
a este extraño trabajo. me ha salvado la vida muchas veces a lo largo de los
años, y sigue haciéndolo hoy, pues mientras mi cuerpo se precipita hacia la
catástrofe, mi mente está en otro lugar, concentrada en esa otra tarea vital
que es explicarles algo valioso a otros antes de irme. Porque nunca he sido tan
feliz como cuando estoy escribiendo o pensando en escribir u observando el
mundo como una escritora, y así ha sido siempre.
Morir. Una vida.
Cory Taylor. Traducción Catalina Ginard Ferón. Gatopardo ediciones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario