Apenas una sombra blanquinegra y escuálida la primera vez que la tuve entre mis brazos —los mocos secos en nariz y ojos—. Nos habían hablado de arenita en el refugio de gatos, la única de su camada en no tener un hogar para el invierno. La idea era que pasara con nosotros los meses más fríos mientras buscaban una adopción definitiva. En esos primeros días estuvo asustadiza. Se quedaba en una esquina, quieta, encogida, y observaba los gestos de nuestra gata. A veces se acercaba a ella y buscaba su aprobación. Estornudaba continuamente —aún hoy hay rastros de sus mocos en las paredes a una altura inesperada—. Para la primavera había engordado, dormía con nosotros —se estiraba bajo las mantas junto a e.—, jugaba con nuestra gata, escalaba las paredes para atrapar la luz de un espejo reflejada en ellas, aparecía al escuchar su nombre, luchamos contra pulgas y su enfermedad crónica y cada mañana de los últimos siete años entorpeció mi desayuno con sus gestos que pedían atención y mimos —subida a la encimera, apoyaba su cuerpo contra mi brazo y acercaba su mejilla a mi mano—. La adoptamos —nos decíamos que había un equilibrio de fuerzas en nuestro hogar, dos gatas y dos humanos—. Hubo momentos en los que me exasperó por su insistencia o por entrelazarse en mis piernas y hacerme tropezar o por sus uñas clavadas en mis rodillas antes de encontrar un hueco en mi regazo o su cara entre las páginas del libro y mi cara o sus patas escribiendo garabatos cuando saltaba sobre este teclado. Pero hoy, unos días después de su muerte, extraño todo eso, su bulto bajo las mantas, su cuerpo recogido en mis piernas mientras leía, su búsqueda obstinada, sus maullidos que asemejaban hipidos de chimpancé y que pedían abrir una puerta o dejarla salir a correr por el pasillo del edificio y tirarse en los felpudos de las casas con perros a los que luego escuchábamos contra nuestra puerta. Hay muchas clases de amor —y de hogar.