Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
Mostrando entradas con la etiqueta Montserrat Gurguí. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Montserrat Gurguí. Mostrar todas las entradas

domingo, 10 de enero de 2021

Gilead. Marilynne Robinson

En los primeros días de noviembre, cuando el viento sur apaciguaba las tardes y hacía caer las hojas secas de los árboles como sirimiri y los parques infantiles aún no estaban cerrados, en esa algarabía de juegos infantiles y luz cambiante y el vuelo negro de cormoranes y mirlos entre las hojas hacia el cielo, leí Gilead sentado en un banco de piedra, cerca del río —siempre el mismo banco de piedra, como un sortilegio—. Había una comunión, eso sentía, entre aquello que me rodeaba y la escritura reflexiva e intimista de Marilynne Robinson, algo indecible que unía los gritos de los niños y el lento extinguir de la tarde con las páginas donde luz misterio vida yo   donde gracia temor soledad. Esperaba ese momento de salir a leer, ahí fuera, como una tregua de este tiempo confuso, el encuentro con una realidad, la visión de un viejo reverendo, que me era ajena —ese encuentro con el otro que propicia la literatura—. 

Leía esa larga carta que el reverendo John Ames escribe a su hijo de siete años y pensaba en la necesidad de introspección, serenidad y ecuanimidad para enjuiciar la propia vida. Es una carta de un enfermo en el proceso de morir para que la lea su hijo al alcanzar la mayoría de edad, es una letanía y un susurro y una confesión como las que tuvo que escuchar Ames en su estudio, es la memoria desordenada en recuerdos que aparecen de manera convulsa, es serenidad y tristeza y culpa y dicha y miedo y soledad. En su carta, Ames, mientras describe el presente, los juegos de su hijo, la belleza secreta de su mujer, sus relaciones con los vecinos, desenreda el pasado para su hijo, y lo hace con una voz pausada, lenta, afectuosa, alguien que se despide de una vida y lo hace sin ira y sin buscar un ajuste de cuentas y, menos aún, sin maquillar los claroscuros de su alma.

Hace años, en un funeral, el oficiante reflexionó sobre la palabra recordar: primero nos explicó su significado, volver a pasar por el corazón, luego, en ese volver a pasar, el dolor y la felicidad, la luz y las sombras y los viejos gestos y olores ante nosotros. Ames recuerda para su hijo en una vejez donde le falla, precisamente, el corazón. Cada recuerdo, cada vuelta al pasado, es ahondar en una surco en su corazón,  hasta casi extenuarlo. Pero hay una necesidad vital en sus palabras, es relatarse para mostrarse ante sí y ante su hijo quién era y qué raíces, qué actos, por pequeños que fueran, le llevaron hasta su presente donde padre septuagenario, cómo es su creencia y su amor hacia Dios, qué significa una vida de estudio y soledad. Y tal vez sea el verbo significar, hacer señales/marcas, el que describa estas memorias, este testamento de Ames hacia su hijo. Porque Ames, como en los cuentos infantiles, deja un rastro de migas que llevará a su hijo no sólo a la vejez de la que él es testigo en su infancia, también podrá desandar la vida de un hombre en sus recuerdos y pasiones y pesares, acercarse al secreto que es un padre y a los espacios en blanco que deja. Ames recuerda —vuelve a pasar por el corazón— su historia y se adentra en tiempos anteriores, en los de su padre y abuelo, en la llegada de la familia a la región de Iowa —que Ames no abandonará, anclado como árbol en tierra—, en la figura mítica del abuelo, cuya tumba buscará con su padre en unas escenas que llevan a la imaginería del western: un abuelo seguidor de los abolicionistas John Brown y Jim Line, un predicador de revolver y biblia en mano, como en La ira de Dios, los recuerdos dedicados al abuelo los únicos momentos donde acción y aventura. Deja señales, Ames, en este relatarse donde es confesante y no confesor y habla del dolor por la pérdida de su primera familia, los años de soledad, resentimiento y pobreza, el miedo ante una nueva familia en su vejez; desnuda sus preocupaciones presentes, la pronta muerte con una esposa y un hijo jóvenes, la pregunta de qué se ha hecho con la propia vida, el regreso de un viejo vecino, hijo de un amigo predicador, un hombre de pasado cruel y amoral, que desequilibra la aparente armonía y sencillez de los días del reverendo —y cómo tratar a este hombre con tantas caras ocultas, cómo imponer el no juzgues bíblico sobre el miedo, la sospecha y la rabia en el corazón, una prueba en los últimos días para un hombre que sólo esperaba dejar testimonio de una vida en una carta y se encuentra con la lucha entre el agotamiento, la desconfianza y los principios que han regido su vida—. 

Gilead se sustenta en una escritura introspectiva y sosegada para mostrar las luces y las sombras en la vida de un hombre religioso. Ames guarda en un baúl todos sus sermones, que equivaldrían a docenas de tomos si se reuniesen en libros. En todos ellos, el estudio atento de la Biblia, el significado de los sacramentos o las palabras de los profetas, la huella de un Dios en el destino de cada ser humano, desmenuzar un libro para estudiar sus partes y sentir que sólo puede asomarse a una verdad en todo ello. Una vida donde la palabra de Dios, donde gracia revelación mandamientos naturaleza albedrío designio, un estudio inconcluso. Muestra su idea de Dios y la vida, Ames, y lo hace con la voz queda de alguien que eligió soledad y no moverse de su tierra, párrafos que son sermones abreviados entre sus confesiones.

Un recuerdo propio. Encontré, hace años, en una pequeña librería donde estanterías hasta el techo y un pasillo angosto entre sus dos piezas, Gilead. Leí párrafos al azar, la nota de los traductores donde nos dan una pista sobre el significado de ese Gilead que aparece en tantas novelas, una tradición ancestral y un lugar donde se encuentra bálsamo en el que consuelo salvación esperanza. Intenté leer la novela de Robinson tres o cuatro veces en estos años. A las pocas páginas cerraba el libro, cansado ante una religiosidad que rechazaba y una voz que sentía empalagosa. Este noviembre de viento sur, sin lluvia, le di otra oportunidad. Y algo cambió. Había una escritura lenta en la que cabía todo, el cambio de las estaciones y de luz, la disertación sobre una frase en el Génesis, los miedos de un hombre ante la vejez y ante sus sentimientos, había una religiosidad que me era ajena, pero que me hacía pensar en todas aquellos creyentes que ven un designio casi matemático a la vida, cómo sería vivir con tal grado de fe y certidumbre. Ha sido una buena lectura, Gilead






Te hablaba de visiones. Recuerdo que una vez, cuando era pequeño, mi padre ayudó a demoler una iglesia que había ardido. Un rayo había alcanzado el campanario y éste había caído sobre el edificio. El día que fuimos a demolerla, llovía. El púlpito quedó intacto, plantado bajo la lluvia, pero los bancos estaban hechos astillas. Todos agradecían a Dios que aquello hubiera sucedido en martes y a medianoche. Era un día cálido, caía una lluvia cálida y no había dónde cobijarse, por lo que nadie hizo mucho caso del agua. Acudió a echar una mano gente de diversa procedencia. Desengancharon los caballos y a los niños más pequeños nos sentaron en una vieja colcha debajo de un carromato aparcado en la cuneta, y allí charlamos y jugamos a las canicas y vimos a los chicos mayores y a los hombres escalar las ruinas en busca de Biblias e himnarios mientras cantaban, todos cantábamos, Bendito Jesús y La vieja Cruz nudosa, y el viento impulsaba la lluvia a rachas y las gotas nos alcanzaban donde estábamos. El viento era más fresco que la lluvia, cuyas gotas, al caer en la caja del carromato, producían el mismo sonido que cuando repiquetean en el alero de un desván. No llueve nunca, pero recuerdo ese día. Y cuando hubieron reunido todos los libros que habían quedado inservibles, prepararon dos tumbas y pusieron las Biblias en una y los himnarios en la otra y, a continuación, el ministro que oficiaba en aquella iglesia —baptista, creo recordar— rezó una oración. Siempre me maravillaba, cuando observaba a los adultos, cómo parecían saber sin asomo de duda lo que había que hacer en cada situación, lo que era decoroso.
Las mujeres pusieron en nuestro carromato los pasteles y tortas que habían traído y los libros que aún se podían utilizar y luego cubrieron la caja del carro con planchas de madera, lonas y mantas de viaje. Toda la comida quedó bastante húmeda. Al parecer, nadie había previsto que pudiera llover. Y como se acercaba el tiempo de cosecha, estarían demasiado atareados para volver en una buena temporada. Colocaron el púlpito bajo un árbol y lo cubrieron con una manta de montar, rescataron cuanto pudieron, que se redujo principalmente a ripias y clavos, y luego demolieron lo que aún quedaba en pie, para hacer una hoguera cuando todo se hubiera secado. Las cenizas se volvieron líquidas con la lluvia y los hombres que trabajaban en las ruinas quedaron tiznados y enfangados de pies a cabeza, hasta tal punto que costaba reconocerlos. Mi padre me trajo unas galletas manchadas de hollín de sus manos. «No importa, no hay nada más limpio que las cenizas», me dijo. Sin embargo, éstas afectaban al sabor de la galleta, que debía de parecerse, pensé, al del pan de la aflicción, que por entonces era mencionado con frecuencia aunque hoy día está bastante olvidado.
«Extraño es el fruto de la adversidad». Desde luego que sí. Cuando estoy aquí arriba, en mi estudio, con la radio puesta y algún viejo libro en las manos y es de noche y el viento sopla y la casa cruje, olvido dónde estoy y es como si durante un par de minutos volviera a encontrarme en tiempos de penalidades, y la experiencia destila una dulzura que no comprendo. Sin embargo, esto no hace sino realzar su valor. Lo que planteo es que nunca llegas a conocer la verdadera naturaleza de nada, ni siquiera de tu propia experiencia. O tal vez ésta no tiene una naturaleza fija y cierta. Recuerdo a mi padre agachado bajo la lluvia, con el agua goteándole del sombrero y dándome de comer la galleta con su mano tiznada, con las ruinas ennegrecidas de la iglesia al fondo y el humo alzándose donde la lluvia caía sobre las brasas. Recuerdo el aguacero y a las mujeres entonando La vieja Cruz nudosa mientras se ocupaban de todo con delicados movimientos, casi como si bailaran al son del himno. En aquella época, ninguna mujer adulta permitía nunca que la vieran con los cabellos sin recoger, pero aquel día incluso las venerables ancianas llevaban la melena suelta a la espalda, como si fuesen colegialas. Resultaba muy gozoso y triste. Vuelvo a mencionarlo porque se me antoja que buena parte de mi vida quedó comprendida en este momento. La aflicción me ha devuelto más de una vez a esa mañana, en la que tomé la comunión de manos de mi padre. Sí, recuerdo aquello como una comunión y creo que eso fue, exactamente.
Marilynne Robinson. Gilead. Traducción Montserrat Gurguí y Hernán Sabaté. Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores.

viernes, 1 de abril de 2016

notas sobre Los amigos de Eddie Coyle. George V. Higgins

Eddie Coyle no quiere ir a la cárcel. Coyle es un delincuente de poca monta, trapichea con armas, da información innecesaria a la policía, conoce a traficantes, mafiosos, asesinos a sueldo, esos amigos que menciona el título de la novela, se mueve por garitos y callejones de Boston y lleva marcados los nudillos por un asunto que salió mal. Coyle está asustado por su condena y busca a quién delatar entre sus “amigos”, una manera de evitar la cárcel, de seguir con sus trapicheos en la calle. Habla con traficantes, vende pistolas que serán usadas en varios atracos, da chivatazos a un agente de policía, se mueve de forma extraña y despierta las sospechas y las dudas en su entorno de amistades. Coyle agarrado a su única esperanza de librarse de unos años de encierro, su instinto que lo ayuda tanto como lo lleva a un destino del que no podrá librarse, un antihéroe que no busca la redención o una epifanía sino la calle y la supervivencia. Y es en esos días donde Coyle trapichea y decide qué hacer y a quién delatar donde se mueve la novela de Higgins, la tensión al seguir los pasos de Coyle, las líneas secundarias que se centran en atracos a bancos, encargos a asesinos a sueldo y las decisiones de los amigos de Coyle que lo conducen a un callejón sin salida. Eddie Coyle como un personaje de la calle en una lucha desigual, inútil.

***

Al final de Los amigos de Eddie Coyle, un abogado y un fiscal hablan sobre Jackie Brown un delincuente de veintisiete años, traficante de armas, la posibilidad de dejarlo libre si delata a sus clientes, el abogado cansado de tener que defender a la misma morralla y preguntándose cuándo se acabará esa mierda, el fiscal que responde que las cosas cambian cada día, algunos mueren y otros envejecen. Y es eso lo que muestra George V. Higgins, un mundo poblado de delincuentes de medio pelo, traficantes, soplones, mafiosos y atracadores sin un código de honor ni lealtad, como tampoco lo tienen abogados o policías, la frontera entre víctima y verdugo, entre delito y ley difuminada por un puñado de personajes que harán cualquier cosa por sacar tajada de sus negocios ilegales, cada uno de ellos prescindible, su ausencia ocupada por otro igual o peor que él.

***

En Los amigos de Eddie Coyle hay tensión, crudeza y escenas cortas y directas. La acción transcurre en garitos de mala muerte, coches detenidos en la calle, aparcamientos, los encuentros son rápidos, violentos, una venta de armas, una conversación privada con la policía, cada personaje que busca su beneficio sin importar a quién arrastra con sus decisiones, personajes fuera de límite, asesinos que se toman su trabajo como si fueran obreros, atracadores de gatillo fácil, policías que acosan y retuercen la realidad. No hay buenos ni malos en la novela de Higgins, todos se mueven por una fina línea gris.

***

Los diálogos de Higgins. De los mejores dentro de la novela negra. Ágiles, rudos, irónicos, retorcidos, inteligentes. Los diálogos que son la novela entera, que definen a los personajes y sus acciones, que te mantienen en vilo y te hacen pensar que Tarantino debió estudiar sus novelas para películas como Pulp Fiction o Reservoir Dogs, diálogos de supervivientes, de tipos sin entrañas, de policías que buscan una detención sin importar las consecuencias, de barmans que esconden una crueldad fría y metódica, diálogos escritos en estado de gracia, diálogos como estos…







El tipo mazas estaba sentado frente a Jackie Brown y dejaba que se le enfriara el café.
—No sé si esto me gusta —dijo—. No sé si me gusta comprar material del mismo lote que otra persona, porque no sé qué hará con él, ¿comprendes? Si otra persona compra pipas del mismo lote y eso causa problemas a mi gente, también me los causará a mí.
—Comprendo —dijo Jackie Brown.
La gente que salía temprano del trabajo aquella tarde de noviembre pasaba ante ellos con paso apresurado. El tullido vendía el Records, molestando a la gente con sus gritos desde la plataforma rodante.
—No lo comprendes de la misma manera que lo comprendo yo —dijo el mazas—. Tengo ciertas responsabilidades.
—Mira —dijo Jackie Brown—, te digo que lo comprendo. ¿Sabes cómo me llamo o no?
—Lo sé —replicó el mazas.
—Pues ya está —dijo Jackie Brown.
—De ya está, nada —dijo el mazas—. Ojalá me hubieran dado cinco centavos por cada vez que he sabido cómo se llamaba alguien, de veras. Mira esto. —El mazas extendió los dedos de la mano izquierda sobre la mesa de fórmica de motas doradas—. ¿Sabes qué es esto?
—Tu mano —le espetó Jackie Brown.
—Espero que examines las pistolas con más atención que esta mano —dijo el mazas—. Mírate la tuya, maldita sea.
Jackie Brown extendió los dedos de la mano izquierda.
—Sí —dijo.
—Cuenta cuántos nudillos tienes, joder —dijo el mazas.
—¿Todos? —preguntó Jackie Brown.
—Oh, Dios —exclamó el mazas—. Cuenta todos los que te dé la gana. Yo tengo cuatro más. Uno en cada dedo. ¿Sabes cómo me salieron? Compré material a un menda, del que también sabía cómo se llamaba, y el material fue rastreado y al tipo lo condenaron a entre quince y veinticinco años. Los cumple en la cárcel de Walpole, Massachusetts, y sigue allí, pero tenía amigos, y ellos me hicieron unos nudillos nuevos. Me metieron la mano en un cajón y, luego, uno de ellos cerró el cajón de una patada. Me dolió del carajo. No tienes idea de lo que me dolió.
—¡Jesús! —dijo Jackie Brown.
—Lo que hizo que me doliera más —dijo el mazas—, lo que empeoró el dolor, fue saber lo que iban a hacerme, ¿comprendes? Estás allí y ellos te dicen que has cabreado a alguien, que has cometido un gran error y que ahora hay alguien chupando talego por ello y que no es nada personal, entiéndelo, pero tiene que hacerse. Ahora pon la mano ahí. Y tú piensas en no hacerlo, ¿sabes? Cuando era pequeño, iba a la catequesis y la monja me decía «Pon la mano», y las primeras veces que lo hice me pegó en los nudillos con una regla de borde metálico. Como lo oyes. Conque un día, cuando me dijo «Pon la mano», yo le dije «No». Y entonces me pegó con esa regla en la cara. Pues esa vez igual, salvo que estos tíos no están cabreados, no se cabrean contigo, ¿entiendes? Son tipos a los que ves constantemente, tipos que a lo mejor te caen mal o que no te caen mal, con los que has tomado una copa o has salido a buscar tías. «Eh, Paulie, escucha, no es nada personal, ¿sabes? Has cometido un error. La mano. No quiero tener que pegarte un tiro, ¿vale?» Así que pones la mano, la que tú quieras, yo puse la izquierda porque soy diestro y porque, como ya he dicho, sabía lo que iba a pasar, y entonces ellos te ponen los dedos en el cajón y uno de los mendas lo cierra de una patada. ¿Has oído alguna vez el ruido que hacen los huesos cuando se rompen? Es como cuando alguien parte una tablilla. Duele del carajo.
—¡Jesús! —dijo Jackie Brown.
—Exacto —dijo el mazas—. Llevé escayola casi un mes. Y cuando el tiempo es húmedo, todavía me duele. No puedo doblar los dedos. Así que no me importa cómo te llames ni quién me lo haya dicho. Del otro tipo sabía el nombre y mis dedos no ganaron nada con eso, maldita sea. El nombre de uno no basta. A mí me pagan para que sea cuidadoso. Lo que quiero saber es, ¿qué ocurre si se le sigue el rastro a una de las otras pistolas de este lote? ¿Tendré que empezar a mirar precios de muletas? Esto es un trato serio, ¿sabes? No sé a quién le has vendido antes, pero el menda dice que tienes armas para vender y yo necesito armas. Lo que hago es protegerme, ser astuto. ¿Qué pasa si el hombre que tiene cuatro le da una a alguien para que mate a un policía, joder? ¿Tendré que largarme de la ciudad?
—No —respondió Jackie Brown.
—¿No? —repitió el mazas—. De acuerdo, espero que no te equivoques en eso. Voy corto de dedos. Y si tengo que largarme de la ciudad, amigo, tú tendrás que largarte de la ciudad. Eso lo entiendes. Me lo harán a mí y lo que te hagan a ti será peor. Eso ya lo sabes.

***

—Una de las primeras cosas que aprendí fue no preguntarle a un hombre por qué tiene prisa —respondió el mazas—. El tío dice que tiene prisa y yo ya le he dicho que puede confiar en mí porque tú me dijiste que podía confiar en ti. Ahora las cosas están saliendo de otra manera y uno de nosotros tendrá un problema serio. Y voy a decirte algo, chico —prosiguió el mazas—. Es otra cosa que te enseño: cuando uno de nosotros tenga un problema, ese serás tú. Con esto queda todo dicho.
—Escucha... —dijo Jackie Brown.
—Ni escucha ni nada —dijo el mazas—. Me estoy haciendo viejo. He pasado toda la vida sentado en un antro cutre tras otro con una pandilla de pringados como tú, bebiendo café, comiendo carne estofada y viendo a otros volar a Florida mientras yo me devano los sesos preguntándome cómo demonios pagaré al fontanero la semana próxima. He estado en el talego y lo he resistido, pero no puedo correr más riesgos. Tú puedes venirme con los cuentos que quieras, que si esto, que si lo otro y blablablá. Pero tú, tú todavía eres un chaval y vas por ahí diciendo «Bueno, yo soy un hombre, puedes confiar en lo que digo y lo tendrás. Sé lo que hago». Pues bien, chico, tú también vas a aprender algo y te aconsejo que lo aprendas ahora, porque cuando dices eso, cuando me haces salir solo ahí fuera porque me fío de lo que dices, será mejor que tú también respondas. Porque si dices que vas a cumplir, tendrás que cumplir de verdad, joder, porque si no cumples, se te quedará enganchada la polla en la cremallera de mala manera. Ahora no quiero que me vengas con mandangas ni palabrería. Quiero comprarte diez pistolas y tengo el dinero para pagarlas y las quiero para mañana por la tarde en el mismo sitio y yo estaré allí y tú estarás allí con las malditas pistolas. Porque si no estás, iré a buscarte y te encontraré, porque no seré el único que te busque y nosotros sabemos encontrar a la gente.

***

—Bien —replicó Dillon—, pues vuelve y dile que has hablado conmigo. El me conoce, sabe quién soy, dile: «Dillon se encargará, pero lo hará bien, lo hará de modo que no haya mil seiscientos tíos mirándolo cuando lo haga». Dile eso.
—Tendrás que ir con cuidado —dijo el hombre— o pondrán precio a tu cabeza.
—Puedes apostar el culo a que iré con cuidado —dijo Dillon—. Pido un precio justo. Cinco de los grandes por anticipado. Por cierto, ¿dónde están?
—Ahora no tengo el dinero —dijo el hombre—. Haz el trabajo y te lo daré.
—¡Vaya! —dijo Dillon—. Un coche grande y moderno de judío rico, un traje de cuatrocientos dólares, zapatos caros y todo lo demás, y quiere que trabaje para él a crédito. Déjame que te diga una cosa, monada. No va a ser así. Empiezo a preguntarme si realmente te envió el jefe. No lo he visto nunca trabajar así. Siempre es muy cuidadoso, hace las cosas como es debido. Nada que ver con esto. Él no es de esos que se dejan tomar una foto mientras echa una meada, con una mano en la polla y sujetándose los pantalones con la otra. ¿Qué coño pasa con vosotros, tíos? ¿Habéis perdido los papeles?
—Pero, escucha... —dijo el hombre.
—Ni escucha ni nada —dijo Dillon—. Si trato a un hombre con respeto, espero que él también me trate con un poco de respeto. El sabe cómo trabajo, lo que hago, y por eso me quiere a mí. Conmigo, hay que poner la pasta por delante. Si no hay dinero, no hago el trabajo. No acepto tarjetas de crédito de ninguna clase. Y ahora, haz una cosa. Ve a ver al jefe y le dices «Dillon lo está preparando todo, el coche, la pistola, todo. Lo tendrá todo dispuesto para actuar en cuanto tú aprietes el botón». Dile eso. Y no vuelvas a verme sin el dinero. Estoy dispuesto a hacer un favor a quien sea, pero también tengo que pensar en otras cosas. Hay maneras correctas y maneras incorrectas de actuar. A menos que quieras que detengan a Coyle o algo así. Eso podría hacerlo hoy mismo y gratis.
—No me tomes el pelo —dijo el hombre—, no me vengas con tonterías de que lo harás detener. Si llega el momento de que el jefe quiere dejar de serlo, ya te lo haremos saber. Tú ya sabes cómo manejar esos asuntos.
—Pues sí —replicó Dillon—. Y precisamente por eso me cuesta tanto entender qué carajo ocurre aquí. Me parece que aquí hay algo raro, no sé. Ya sabes dónde ponerte en contacto conmigo. Lo prepararé todo, pero no me moveré hasta que tenga la pasta, ¿entendido?
—Al jefe no le va a gustar —dijo el hombre.
—Ha sido él quien ha venido a buscarme —dijo Dillon—. Supongo que eso significa que quiere que haga algo, que lo haga yo. Me ha pedido que hiciera cosas difíciles y las he hecho y nadie ha salido herido salvo el tío que tenía que salir herido. En todo lo que he hecho, nadie ha terminado en la morgue, y no puedo decir lo mismo de algunos que conozco.
George V. Higgins. Los amigos de Eddie Coyle. Traducción de Montserrat Gurguí y Hernán Sabaté. Libros del Asteroide.