Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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sábado, 22 de julio de 2017

El corazón del hombre. Jón Kalman Stefánsson.


Entonces, el deshielo, la llegada de la primavera, el final de un mundo de nieve y su blancura cegadora, la luz en lugar de la oscuridad y la vida que emerge con nuevos sueños, viajes, delirios y amores, con nuevas preguntas y pruebas, con el sonido del viento, las montañas y el mar, un lenguaje diferente que habla de muertos en las profundidades oceánicas y un destino que cumplir. Regresa la primavera y con ella los recuerdos de un invierno donde el muchacho perdió a su amigo Bárđur por culpa de un poema y acompañó al cartero Jens en un paraje nevado y aterrador y empujó un ataúd contra el viento y sintió que los muertos le hablaban y guiaban desde su extremo invisible, sus voces un eco entre las tormentas de nieve, el muchacho entre dos mundos.

Dice un refrán que el corazón del hombre se divide en dos partes, la primera “dicha”, la segunda “desesperación”, una máxima que repiten las voces de los muertos que cuentan la historia del muchacho. Y es ahí, entre la dicha y la desesperación donde se mueve la última parte de la trilogía del muchacho de Jón Kalman Stefánsson. De vuelta en Lugar tras su viaje con el cartero Jens, el muchacho ve alejarse poco a poco el invierno mientras sueña con una mujer de pelo rojo y ojos verdes y se pregunta por el sentido del amor y la vida, el muchacho que ha sobrevivido a una prueba terrible junto al cartero, un mundo blanco que amenazaba con tragarse a los dos y llevárselos con los muertos que cuentan su historia, la única historia que deben contar, la historia de la luz y las tinieblas.

Es primavera y el muchacho se siente perdido entre amores soñados y personajes que se cuestionan su cobardía ante la vida, intentan conservar la independencia en un poblado que los acosa por su mundo utópico o viven apartados de todo y de todos. Crecen la luz y el deshielo, pero la vida sigue su rumbo inhóspito y hay quienes siguen cegado y no por la nieve y las tormentas pasadas sino por el poder y el dinero e intentan hacer de Lugar un pueblo rico, sin raíces ni emoción, la ambición en lucha contra la naturaleza y contra el ser humano, contra la libertad y los deseos. Y el muchacho debe saber navegar entre esa ambición y el microcosmos utópico donde vive (una mujer libre, un capitán ciego, una mujer que abandonó a su marido por una carta del muchacho).

La desesperación que gana en el corazón del hombre, que lo lleva a querer poseerlo todo y a todos, la desesperación de un maestro e intelectual que siente ha desperdiciado su vida y cómo se le escapa el amor, de una mujer que cabalga hasta los acantilados para superar la muerte de su amante, de un muchacho que se debate entre una mujer de ojos verdes y pelo rojo que traspasa la línea de montes y una muchacha impetuosa que está por abandonar Lugar, la desesperación del capitán ciego en su mundo oscuro y de las mujeres que temen a los hombres por su violencia, la desesperación que otorgan la poesía y los sueños. Y tras esa desesperación, el viento encrespado y el mar quebradizo y una tormenta en el corto verano que hace naufragar buques y recuerda su poderío a los habitantes de Lugar, la tormenta como cambio, la idea de salir de Lugar en busca de una tierra que hacer propia, el muchacho y el mundo que dejan atrás una vez más la costa y se internan en un porvenir extraño.

Stefánsson concluye la historia del muchacho y de Lugar en El corazón del hombre, bascula entre la dicha y la desesperación de los personajes, donde se descubre el amor y se pasa de la felicidad al dolor, de la luz a la oscuridad, de una vida frágil a una muerte en el fondo del mar. Éste, como todos los libros auténticos, habla de lo que significa ser un hombre, y lo que dice es que resulta endiabladamente difícil, dice uno de los personajes de El corazón del hombre, y eso hace Stefánsson, escribir la iniciación del muchacho en el mundo y enfrentarlo a la muerte, el amor, los sueños y los deseos, la nieve, las tinieblas, las montañas que se despeñan en el mar y las tormentas. Como los dos libros anteriores, el lenguaje poético de Stefánsson es lo mejor y lo peor del libro, capaz de páginas admirables donde hay una pregunta sobre la línea que separa a vivos y muertos, sobre la capacidad de fabulación, sobre el dolor y la felicidad, y momentos aburridos, cargantes o floridos. Los paisajes de Islandia, el recuerdo de las antiguas sagas, el atisbo de mundos lejanos, la luz y la oscuridad y un muchacho que carga a su espalda todos los sueños y todas las historias.









Es de día, un día lento, límpido, y Jens no está en la habitación. El muchacho permanece un buen rato sentado junto a la ventana, mirando hacia fuera. Observa a un grupo de niños que gritan y ríen mientras juegan entre las casas, han dibujado un gran círculo en la nieve y los tres más altos se esfuerzan en arrastrar a los más pequeños a su interior. Se queda observando, medita sobre lo que ha desaparecido, se frota el pecho; ahí, bajo la piel, está el corazón, que envejece más deprisa que todos los demás órganos, a excepción quizá de los ojos. El número de niños metidos dentro del círculo va en aumento, saltan, previenen o animan a gritos a los compañeros que todavía permanecen en el exterior y que son perseguidos por los tres gigantes. Hace mucho tiempo, todos éramos niños, los veranos eran más cálidos, más largos, y el mundo se extendía ante nosotros, vasto, incomprensible y lleno de promesas. Érase una vez, hace mucho tiempo. ¿Hay alguna fórmula que sea más triste que ésta: «hace mucho tiempo»? Érase una vez, pero ya no es. Hace mucho tiempo, yo era un niño. Hace mucho tiempo, los días eran palacios de cuentos de hadas. Luego se hundieron en un bosque oscuro y se perdieron, nosotros hemos dejado que todo eso sucediera. Dejamos que la vida se agriase, que se volviera grave. ¿Hacia dónde vas, vida, dónde estás, querida amiga?

***

Todas las tempestades se olvidan, casi todas, sea cual sea la violencia que desatan. Todopoderosas ante la vida, aterradoras, golpean cuanto existe, desgarran el mar, sacuden el cielo, son el reino de la violencia y de la fuerza, y uno se arrastra hasta su casa para refugiarse en ella, mientras los ratones de campo se entierran en agujeros bajo la hierba. Luego terminan, se las olvida, las briznas de hierba se enderezan, la brisa pierde el recuerdo de la tormenta, ninguna tempestad ha conseguido alterar la vida diaria hasta el punto de no poder recuperarnos de ella. Lo cotidiano es la hierba de la vida, dijo alguien, sin ello nada sucede. Y es verdad, lo cotidiano es como una hierba que se puede quemar hasta la raíz, pero que rebrota despacio, se abre camino a través de la noche, y luego, de pronto, florece. Pero está claro que esta tempestad nos puso a todos en peligro mientras duró, nos entristeció y asustó, porque estamos en junio, el reino de la luz, que el viento ha hecho pedazos y la lluvia ha desmenuzado.
Jón Kalman Stefánsson. El corazón del hombre. Traducción de José Manuel Fajardo. Editorial Salamandra.

jueves, 29 de diciembre de 2016

La tristeza de los ángeles. Jón Kalman Stefánsson

Tres hombres apoyados en un ataúd a resguardo de la tormenta de nieve y el viento que todo lo borra, sueños, deseos y fuerzas, todo salvo la muerte, que los acecha en una blancura cegadora. Cuatro personas en camino, tres con vida, una muerta. El muchacho, el cartero, el jornalero, tres miradas distintas, el muchacho que se inicia a la vida y recuerda el hombro desnudo de una mujer que siente claro de luna, un cartero cuya vida es arremeter contra las tormentas, romper el hielo en su cuerpo, el silencio y una vida extraña a sus espaldas, el jornalero que vive en una granja en el fin del mundo y sufre tanto como disfruta del aislamiento y la libertad. Y la muerta, que habla al muchacho, lo guía cuando está perdido, ríe, grita o habla del frío de la muerte, que parece enemiga o aliada, que es otro de tantos muertos que deambulan por un territorio mítico, los vivos que preguntan quién va a las sombras, si son hombres o fantasmas. En esa escena, Jón Kalman Stefánsson consigue las mejores páginas de su novela, el infierno blanco exterior, tres supervivientes que no deben dormirse y el ataúd que los defiende del viento helado y los copos de nieve.

La tristeza de los ángeles continúa donde terminó Entre cielo y tierra. El muchacho sin nombre, el fin del invierno, las tormentas de nieve sobre Lugar, la pequeña población donde se refugió el muchacho tras ver morir a su amigo Bárður en un bote pesquero, el blanco que une cielo y tierra y borra horizontes, fronteras y líneas y el tiempo detenido. La llegada del cartero, único punto de unión entre las poblaciones y los vivos, lleva al muchacho fuera de su refugio, de las lecturas al capitán ciego, de la emoción del primer beso y el primer amor, de las mujeres que lo acogieron en una casa utópica, sin las reglas que imperan en el resto del pueblo, el cartero que devuelve al muchacho al territorio inhóspito de acantilados, pasos de montaña y valles nevados, a solas consigo mismo, con todo lo que lleva dentro, dudas, recuerdos, miedos y anhelos, de nuevo el frío y la tormenta, pero esta vez lejos del mar que le arrebató a su amigo.

Es ahí, en el viaje que inician Jens el cartero y el muchacho hacia el norte de Islandia, el fin del mundo, donde está lo mejor de La tristeza de los ángeles. Entre la aventura y la reflexión (entre Jack London y la poesía), Jens y el muchacho avanzan por una tierra blanca, la nieve y el viento, las granjas aisladas donde esperan la luz de la primavera mientras ven cómo se acaban sus víveres, los encuentros con bultos extraños entre la tormenta, la ascensión a cumbres de montaña y los muertos que siguen sus pasos al otro lado de la blancura. Jens y el muchacho encorvados dentro de las tormentas y sus fantasmas, Jens un hombre silencioso y corpulento, indeciso ante lo que le espera a su vuelto, su miedo al mar y su fuerza que crece en las tormentas, el muchacho, en apariencia frágil, que ya se ha enfrentado con la muerte en tierra y mar, dos hombres contra el invierno, un mundo blanco e irreal.

Stefánsson continúa con el estilo poético de Entre cielo y tierra, párrafos que pueden ser febriles o pausados, una respiración que estalla o la quietud tras una tormenta. Su escritura es, a la vez, lo mejor y lo peor de La tristeza de los ángeles, su estilo poético por momentos bordea lo ridículo, pero en general es inteligente y reflexivo, una escritura que une invierno, frío, muerte y aventura, que se pregunta por el sentido de la vida y la muerte, que describe un paraje extremo y extraño, la cadencia musical de Stefánsson como huella reconocible. Aún queda un libro más, la pregunta de si llegará finalmente la luz de la primavera y en qué acabará convertido el muchacho de esta historia.








Ahora estaría bien dormir hasta que los sueños se conviertan en cielo, un cielo calmo donde revoloteen suavemente unas cuantas plumas de ángel y no haya nada más que la felicidad del que vive en la ignorancia de sí mismo. Pero el sueño rehúye a los muertos. Cuando se cierran nuestros ojos fijos no es el sueño lo que nos invade, sino los recuerdos. Primero llegan unos pocos con el brillo de su belleza plateada; sin embargo, enseguida se transforman en una tormenta de nieve oscura y asfixiante; así ha sido desde hace más de sesenta años. El tiempo pasa, la gente muere, los cuerpos se hunden en la tierra y ya no volvemos a saber de ellos. Y es que hay muy poco cielo aquí abajo, las montañas nos lo arrebatan, y los temporales, magnificados por esas mismas cumbres, son tan negros como el abismo. Sin embargo, a veces, cuando el cielo se despeja después de una de esas tormentas, creemos vislumbrar la estela blanca que han dejado los ángeles allá en lo alto, por encima de las nubes y las cimas, más allá de los errores y los besos de los hombres; una estela blanca como promesa de una gran felicidad. Esa promesa nos llena de una alegría infantil, y nuestro optimismo, sepultado desde hace largo tiempo, parece despertar un poco, aunque el desaliento y la desesperación también se vuelven más profundos. Así es, una luz intensa perfila sombras profundas, una alegría desbordante encierra, en alguna parte, una gran tristeza, y la felicidad del hombre parece condenada a sostenerse en el filo de una navaja. La vida es bastante simple, pero el ser humano no; lo que llamamos enigmas de la existencia no son más que las marañas y los bosques impenetrables que nos habitan. En algún lugar está escrito que la muerte tiene las respuestas, que ella libera la sabiduría ancestral de las cadenas que la aprisionan; esto, evidentemente, es un auténtico disparate. Lo que sabemos, lo que hemos aprendido, no procede de la muerte sino de la poesía, de la desesperanza, en definitiva, de los recuerdos felices y las grandes traiciones. La sabiduría no se encuentra en nuestro interior; en su lugar albergamos algo que tiembla en lo más profundo de nuestro ser, y quizá sea más valioso. Hemos recorrido un largo camino, más largo que nadie, nuestros ojos son como gotas de lluvia: llenos de cielo, de aire puro y de la nada. Por eso no debes tener miedo de escucharnos. Aunque, si te olvidas de vivir, acabarás como nosotros: como un rebaño extraviado entre la vida y la muerte. Tan muerto, tan frío, tan muerto. Y, sin embargo, en algún lugar, lejos, en los confines del pensamiento, en lo más hondo de esa conciencia que da a los hombres su grandeza y su abyección, se vislumbra todavía una luz que titila y se niega a apagarse, se resiste a ceder bajo el peso de la oscuridad y la asfixia de la muerte. Esa luz nos alimenta y nos tortura, nos impele a seguir adelante en vez de tirarnos al suelo como animales desprovistos del don de la palabra y esperar lo que tal vez nunca llegará. La luz se mantiene trémula y seguimos adelante. Cierto, nuestros movimientos son inseguros, vacilantes, pero el objetivo es claro: salvar el mundo. Salvarte a ti y a nosotros con estas historias, con estos fragmentos de poemas y sueños que a lo largo de tanto tiempo han estado relegados al olvido. Vamos a bordo de una barca de remos carcomida y con nuestras redes enmohecidas nos disponemos a pescar estrellas.
Jón Kalman Stefánsson. La tristeza de los ángeles. Traducción de Elías Portela. Salamandra.

viernes, 7 de octubre de 2016

Entre cielo y tierra. Jón Kalman Stefánsson

La luz y la oscuridad, los muertos y los vivos, el mar y la tierra, los sueños y la realidad, la blancura de la nieve y el primer verde de la primavera, los nombres de los marinos y los pescadores y de las mujeres que miran marcharse los botes hacia alta mar y un muchacho sin nombre que mira estupefacto a su alrededor y parece no tener huellas tras de sí, los extremos se tocan y se mezclan en Entre cielo y tierra, no hay una frontera que los separe, que los coloque en mundos y dimensiones distintos, son partes de un todo, la misma mirada, el mismo continente.

Entre cielo y tierra es el invierno y los pescadores en alta mar, es el ruido del viento y las pequeñas barcas donde seis hombres buscan bancos de bacalaos mientras ven acercarse la tormenta, es un muchacho sin nombre que quiere ver mundo y su amigo, Bárđur, que lleva a la espalda una edición de El paraíso perdido (para mí tú eres todo cuanto existe bajo el Cielo), es la voz de los muertos que asisten a los gestos y los sueños de los vivos, que recuerdan una época y unos hombres que dejaron de existir tiempo atrás, es la zozobra de una barca, una cáscara de nuez, un ataúd abierto en el mar, y el frío que congela corazones, es devolver el libro a su dueño y ver fantasmas y no saber qué es vida y qué sueño, es la presencia del mar y la muerte.



Las laderas del monte se alzan casi seiscientos metros hacia el cielo y la cima está oculta por las nubes. El mar a un lado, montañas rotas y altísimas al otro: he aquí toda nuestra historia. Autoridades, comerciantes, quizá ellos dicten nuestros míseros días, pero las montañas y el mar reinan sobre la vida, son el destino, o eso creemos a veces, y así te sucedería también a ti si hubieras despertado y hubieras dormido, año tras año, bajo estas mismas montañas, tu pecho subiendo y bajando al ritmo de la respiración del mar en nuestras frágiles barquitas. Pocas cosas hay tan bellas como el mar en los días buenos, o en las noches claras, cuando sueña y el claro de luna es la suma de sus sueños. Pero el mar carece de belleza, y lo odiamos más que a ninguna otra cosa cuando las olas se alzan decenas de metros por encima de la barca, cuando las rompientes la sumergen y nos ahogan como a miserables cachorrillos, por mucho que agitemos las manos invocando a Dios y Jesucristo, el mar nos ahoga como a miserables cachorrillos. Y entonces todos somos iguales. Los justos y los canallas, grandullones y alfeñiques, felices y desdichados. Hay gritos y algunas manos que se agitan desesperadamente, y luego es como si nunca hubiéramos existido, el cuerpo sin vida se hunde, su sangre se enfría, los recuerdos se borran, llegan los peces y mordisquean los labios que ayer fueron besados y pronunciaron las palabras que lo significan todo, mordisquean los hombros que llevaron al hijo pequeño, y los ojos ya no miran, están en el fondo del mar. El mar es de un azul gélido y nunca está quieto, un monstruo gigantesco que inspira, nos transporta casi siempre a su lomo pero a veces no, y entonces nos ahogamos; la historia del ser humano no es mucho más que eso.


En el inicio de Entre cielo y tierra, dos muchachos se acercan a las cabañas de pescadores de la costa para salir a pescar en un pequeño bote. Les gusta leer, escribir cartas, tienen un halo romántico, se emocionan con el recuerdo de una mujer o miran atentamente los gestos de la mujer de su patrón, su cuerpo un deseo acallado, los dos muchachos amigos íntimos, uno, sin nombre y con su pasado muerto, el otro, Bárđur, que intenta recordar un verso de El paraíso perdido, un gesto nimio que lo llevará al frío en alta mar, a la espera de la muerte. El muchacho volverá al pueblo del que salieron con el buen tiempo, rodeado de nieve y de pesadillas, y encontrará a un puñado de personajes (un capitán ciego, una mujer cuervo, un capitán que ha perdido el amor por su mujer, un fantasma) que le darán un hogar.

Stefánsson usa un lenguaje poético en Entre cielo y tierra, frases a veces largas y abruptas y que buscan describir un mundo y unos personajes entre la luz y la oscuridad, el mar que es tanto buscado como odiado, el viento en las montañas, la vida de los pescaderos, las tormentas que todo lo transforman, los pescadores que han sobrevivido al mar y aquellos que están en su fondo, esperando. Hay momentos donde ese lenguaje poético es el principal acierto de Stefánsson, le da cierta tristeza y lentitud a su novela, y veces donde parece cortar el ritmo y la acción, donde se enreda en enlazar imágenes poéticas y que en alguna ocasión saturan por su repetición.

Hay buenos momentos en Entre cielo y tierra, los sermones y los gestos cotidianos de los pescadores y las viejas canciones, la llegada de una tormenta desde tierra, el muchacho que vuelve al pueblo y ve fantasmas y se cuestiona sobre la muerte y, sobre todo, la luz y la oscuridad en un mismo punto.








La gente vive, tiene sus horas, sus besos, risas, abrazos, palabras cariñosas, su alegría y sus penas, cada vida es un universo que luego se derrumba y no deja nada más que unos pocos objetos que deben su atractivo a la muerte de su propietario, se hacen importantes, a veces sagrados, como si fragmentos de la vida desaparecida se hubieran trasladado a la taza de café, a la sierra, al cepillo de dientes, a la bufanda. Pero todo acaba por apagarse, los recuerdos se van borrando y todo muere. Donde había vida y luz hay ahora oscuridad y olvido. El padre del muchacho muere, el mar lo devora y nunca lo devuelve. ¿Dónde están tus ojos que me hacían hermosa, las manos que hacían cosquillas a los niños, la voz que mantenía la oscuridad lejos de ellos? Se ahoga y el hogar se deshace. El muchacho se va a un sitio, su hermano a otro, cinco horas de difícil marcha de un sitio a otro, la madre y la hermanita, un año de edad tan sólo, acaban en un valle lejano. Un día, los cuatro se acuestan en la misma cama, muy apretados pero a gusto, es casi lo único bueno de la pérdida del padre, y luego se alza entre ellos una montaña de setecientos metros de altura, vertical y pelada, el muchacho sigue odiándola ferozmente. Pero es inútil odiar las montañas, son más grandes que nosotros, están en su lugar y no se mueven un milímetro en decenas de miles de años, mientras que nosotros llegamos y nos vamos en un abrir y cerrar de ojos. Pero las montañas no suelen detener las cartas. Su madre escribía. Le describía a su padre para que no lo olvidase, para que siguiera vivo en la mente de su hijo, una luz con la que calentarse, una luz para añorar, escribía para salvar a su marido del olvido. Contaba cómo hablaban los dos, cómo leían juntos, cómo era el padre con los hijos, con qué palabras cariñosas se refería a ellos, qué canciones les cantaba, cómo era cuando estaba solo, inmóvil, en la explanada del granero, la mirada perdida en la lejanía… «Tu hermana presume, orgullosa, de tener dos hermanos grandotes. Sé que tú no la olvidas. ¿Os podéis visitar alguna vez tu hermano y tú? No dejéis de hacerlo. ¡No podéis dejar que el mundo os separe! Con toda seguridad, el verano próximo iremos a visitaros, ya me han dado el permiso y he empezado a ahorrar para comprar zapatos para el viaje. Tu hermana pregunta casi todas las mañanas: ¿Salimos hoy? ¿Cuándo salimos?».
¿Cuándo salimos?
Lo más probable es que la luna se formara al mismo tiempo que la tierra, pero también es posible que la tierra la haya atrapado en su órbita, y ahora está colgada encima del muchacho, toda de roca, de roca muerta.

***

Ven algunas estrellas, hay nubes de distintos colores, azules, casi negras, claras y grises, y el cielo cambia continuamente, como el corazón. Bárður resopla y murmura algo con voz entrecortada por el esfuerzo… se pone el gorro… sombrío por alguna razón. El corazón se les sale a todos por la boca. El corazón es el músculo que bombea la sangre, el hogar del sufrimiento, de la soledad, de la alegría, el único músculo capaz de quitarnos el sueño. El hogar de la incertidumbre: si despertaremos vivos, si lloverá en cuanto terminemos de segar el heno, si picarán los peces, si ella me quiere, si él cruzará el páramo para decir esas palabras; la incertidumbre sobre Dios, sobre el sentido de la vida y, también, de la muerte. Reman y sus corazones bombean sangre e incertidumbre sobre el pescado y la vida, pero no sobre Dios, no, porque entonces nunca se atreverían a meterse en aquel cascarón, un ataúd abierto en medio del mar, que es azul en la superficie y negro como la pez por debajo. Para ellos, Dios es absoluto. Él y Pétur son probablemente los únicos seres a los que Einar respeta en este mundo, a veces a Jesús también, pero ese respeto no es igual de incondicional, un hombre que ofrece la otra mejilla no duraría mucho en nuestras montañas. Árni rema y su esfuerzo y él se confunden, no piensa en nada durante largo rato, pero luego Sesselja reaparece en su memoria, y los niños, tres hijos vivos y uno muerto, Árni rema y piensa en los edificios, los animales, el municipio, tiene intención de ser candidato a concejal dentro de tres años, uno ha de tener un objetivo en la vida, de otro modo no llegas a ningún sitio y te pudres. La energía habita en los doce experimentados brazos, pero el bote apenas parece moverse, las olas se alzan a su alrededor, no violentas pero sí altas, y ocultan el horizonte, hay mar abierto en esas olas y la barca no es más que una tabla, los hombres van sentados sobre una tabla y confían en Dios. Pero Bárður y el muchacho no están tan seguros como los demás. Ellos son jóvenes y han leído más de lo que tenían que leer, sus corazones bombean más incertidumbre que los demás, y no sólo sobre Dios, porque el muchacho está también inseguro sobre la vida, pero especialmente sobre él mismo en la vida, y sobre su sentido. Piensa en Guðrún y eso no reduce la inseguridad. Guðrún tiene ojos luminosos, tan luminosos que a su lado nunca existe la noche, piensa entre una y otra bogada, y esa frase lo satisface, la repite y se la guarda en la memoria para decírsela más tarde a Bárður, cuando tengan tierra firme bajo los pies y entre las personas haya más distancia que aquí, en la barca. Mira la espalda de Pétur, oye a Gvendur respirar despacio, como un trol, detrás de él. Ojos tan luminosos que a su lado no existe la noche, repite para sí, y los versos que esa noche Bárður leyó en voz alta de El paraíso perdido vuelven a su mente en la barca: para mí tú eres todo cuanto existe bajo el Cielo.
Jón Kalman Stefánsson. Entre cielo y tierra. Traducción de Enrique Bernárdez Sanchís. Salamandra editorial.