Tres hombres apoyados en un ataúd a resguardo de la tormenta
de nieve y el viento que todo lo borra, sueños, deseos y fuerzas, todo salvo la
muerte, que los acecha en una blancura cegadora. Cuatro personas en camino, tres con vida, una muerta. El muchacho,
el cartero, el jornalero, tres miradas distintas, el muchacho que se inicia a
la vida y recuerda el hombro desnudo de una mujer que siente claro de luna, un
cartero cuya vida es arremeter contra las tormentas, romper el hielo en su cuerpo,
el silencio y una vida extraña a sus espaldas, el jornalero que vive en una
granja en el fin del mundo y sufre tanto como disfruta del aislamiento y la libertad.
Y la muerta, que habla al muchacho, lo guía cuando está perdido, ríe, grita o
habla del frío de la muerte, que parece enemiga o aliada, que es otro de tantos
muertos que deambulan por un territorio mítico, los vivos que preguntan quién
va a las sombras, si son hombres o fantasmas. En esa escena, Jón Kalman
Stefánsson consigue las mejores páginas de su novela, el infierno blanco
exterior, tres supervivientes que no deben dormirse y el ataúd que los defiende
del viento helado y los copos de nieve.
La tristeza de los
ángeles continúa donde terminó Entre cielo y tierra. El muchacho sin nombre, el fin del invierno, las tormentas
de nieve sobre Lugar, la pequeña población donde se refugió el muchacho tras
ver morir a su amigo Bárður en un bote pesquero, el blanco que une cielo y
tierra y borra horizontes, fronteras y líneas y el tiempo detenido. La llegada
del cartero, único punto de unión entre las poblaciones y los vivos, lleva al
muchacho fuera de su refugio, de las lecturas al capitán ciego, de la emoción
del primer beso y el primer amor, de las mujeres que lo acogieron en una casa
utópica, sin las reglas que imperan en el resto del pueblo, el cartero que
devuelve al muchacho al territorio inhóspito de acantilados, pasos de montaña y
valles nevados, a solas consigo mismo, con todo lo que lleva dentro, dudas,
recuerdos, miedos y anhelos, de nuevo el frío y la tormenta, pero esta vez
lejos del mar que le arrebató a su amigo.
Es ahí, en el viaje que inician Jens el cartero y el
muchacho hacia el norte de Islandia, el fin del mundo, donde está lo mejor de La tristeza de los ángeles. Entre la
aventura y la reflexión (entre Jack London y la poesía), Jens y el muchacho
avanzan por una tierra blanca, la nieve y el viento, las granjas aisladas donde
esperan la luz de la primavera mientras ven cómo se acaban sus víveres, los
encuentros con bultos extraños entre la tormenta, la ascensión a cumbres de
montaña y los muertos que siguen sus pasos al otro lado de la blancura. Jens y
el muchacho encorvados dentro de las tormentas y sus fantasmas, Jens un hombre
silencioso y corpulento, indeciso ante lo que le espera a su vuelto, su miedo
al mar y su fuerza que crece en las tormentas, el muchacho, en apariencia
frágil, que ya se ha enfrentado con la muerte en tierra y mar, dos hombres
contra el invierno, un mundo blanco e irreal.
Stefánsson continúa con el estilo poético de Entre cielo y tierra, párrafos que
pueden ser febriles o pausados, una respiración que estalla o la quietud tras
una tormenta. Su escritura es, a la vez, lo mejor y lo peor de La tristeza de los ángeles, su estilo
poético por momentos bordea lo ridículo, pero en general es inteligente y
reflexivo, una escritura que une invierno, frío, muerte y aventura, que se
pregunta por el sentido de la vida y la muerte, que describe un paraje extremo
y extraño, la cadencia musical de Stefánsson como huella reconocible. Aún queda
un libro más, la pregunta de si llegará finalmente la luz de la primavera y en
qué acabará convertido el muchacho de esta historia.
Ahora estaría bien dormir hasta que los sueños se conviertan
en cielo, un cielo calmo donde revoloteen suavemente unas cuantas plumas de
ángel y no haya nada más que la felicidad del que vive en la ignorancia de sí
mismo. Pero el sueño rehúye a los muertos. Cuando se cierran nuestros ojos
fijos no es el sueño lo que nos invade, sino los recuerdos. Primero llegan unos
pocos con el brillo de su belleza plateada; sin embargo, enseguida se transforman
en una tormenta de nieve oscura y asfixiante; así ha sido desde hace más de
sesenta años. El tiempo pasa, la gente muere, los cuerpos se hunden en la tierra
y ya no volvemos a saber de ellos. Y es que hay muy poco cielo aquí abajo, las
montañas nos lo arrebatan, y los temporales, magnificados por esas mismas cumbres,
son tan negros como el abismo. Sin embargo, a veces, cuando el cielo se despeja
después de una de esas tormentas, creemos vislumbrar la estela blanca que han
dejado los ángeles allá en lo alto, por encima de las nubes y las cimas, más
allá de los errores y los besos de los hombres; una estela blanca como promesa de
una gran felicidad. Esa promesa nos llena de una alegría infantil, y nuestro
optimismo, sepultado desde hace largo tiempo, parece despertar un poco, aunque
el desaliento y la desesperación también se vuelven más profundos. Así es, una
luz intensa perfila sombras profundas, una alegría desbordante encierra, en
alguna parte, una gran tristeza, y la felicidad del hombre parece condenada a
sostenerse en el filo de una navaja. La vida es bastante simple, pero el ser humano
no; lo que llamamos enigmas de la existencia no son más que las marañas y los
bosques impenetrables que nos habitan. En algún lugar está escrito que la
muerte tiene las respuestas, que ella libera la sabiduría ancestral de las
cadenas que la aprisionan; esto, evidentemente, es un auténtico disparate. Lo
que sabemos, lo que hemos aprendido, no procede de la muerte sino de la poesía,
de la desesperanza, en definitiva, de los recuerdos felices y las grandes
traiciones. La sabiduría no se encuentra en nuestro interior; en su lugar
albergamos algo que tiembla en lo más profundo de nuestro ser, y quizá sea más
valioso. Hemos recorrido un largo camino, más largo que nadie, nuestros ojos son
como gotas de lluvia: llenos de cielo, de aire puro y de la nada. Por eso no
debes tener miedo de escucharnos. Aunque, si te olvidas de vivir, acabarás como
nosotros: como un rebaño extraviado entre la vida y la muerte. Tan muerto, tan
frío, tan muerto. Y, sin embargo, en algún lugar, lejos, en los confines del
pensamiento, en lo más hondo de esa conciencia que da a los hombres su grandeza
y su abyección, se vislumbra todavía una luz que titila y se niega a apagarse,
se resiste a ceder bajo el peso de la oscuridad y la asfixia de la muerte. Esa
luz nos alimenta y nos tortura, nos impele a seguir adelante en vez de tirarnos
al suelo como animales desprovistos del don de la palabra y esperar lo que tal
vez nunca llegará. La luz se mantiene trémula y seguimos adelante. Cierto,
nuestros movimientos son inseguros, vacilantes, pero el objetivo es claro: salvar
el mundo. Salvarte a ti y a nosotros con estas historias, con estos fragmentos
de poemas y sueños que a lo largo de tanto tiempo han estado relegados al
olvido. Vamos a bordo de una barca de remos carcomida y con nuestras redes
enmohecidas nos disponemos a pescar estrellas.
Jón Kalman
Stefánsson. La tristeza de los ángeles. Traducción de Elías Portela.
Salamandra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario