Buscábamos ramas caídas en la oscuridad bajo los árboles e imaginábamos selvas birmanas, los peligros de enemigos invisibles y serpientes reptadoras. Volvíamos con magulladuras y un pequeño hatillo de ramas y el orgullo de haber resistido en un paraje hostil contra un ejército de fantasmas. O recogíamos los restos de viejos muebles tirados en la calle y los libros rotos y amarillentos que enseñaban a escribir cartas comerciales y postales de felicitación en un lenguaje que sentíamos de un tiempo extinto. Apilábamos ramas, muebles y libros en la tierra y esperábamos la noche de la hoguera. A veces aparecía un colchón en la pila y sabíamos que los muelles humearían entre las cenizas a la mañana siguiente, el único que el fuego no podría consumir.
Nos llamábamos a los timbres de casa para bajar a la calle y esperar el anochecer. Sería una noche sin relojes ni tiempo, sin más normas que la de no acercarse demasiado a la hoguera. Nos sentábamos en los bordillos y hablábamos de nuestros planes de verano, los viajes y los pueblos que nos esperaban, los días donde se borraría la noción del tiempo y nuestros cuerpos se volverían sucios y morenos. Aquella noche era el final de un curso y el inicio del verano y el fuego una frontera.
Recuerdo una sombra negra que iniciaba la hoguera, el crepitar de las primeras llamas, el humo entre la madera. Mirábamos sorprendidos las figuras del fuego hacia el cielo y creíamos ver caras y señales del futuro. Volvíamos a casa y nuestra ropa olía a humo, nos despedíamos hasta la mañana, cuando saltaríamos sobre la ceniza gris y negra y sentiríamos una esperanza extraña en el verano, en un tiempo antes de consumirnos y convertirnos en esa ceniza bajo nuestros pies.
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