Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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sábado, 16 de mayo de 2020

-11. Łem

No leo. Por primera vez en el confinamiento. Veo un western de los años setenta de bandidos adolescentes que buscan aventura y oportunidad en el salvaje oeste y se encuentran con hombres curtidos y sanguinarios, jóvenes ahorcados, parejas que, tras fracasar en el nuevo edén, ejercen de profetas al regresar a sus hogares, y anuncian desastres y naufragios. Lo que me engancha de este western son las praderas abiertas, los cielos abiertos, el horizonte abierto, el crepitar de una fogata en la noche, el ruido de los cascos de los caballos sobre la tierra, la nieve y el viento y el sol, la silueta de un árbol o una granja solitarios en la llanura, un mundo sin paredes ni límites. Los westerns nos recuerdan que los espacios se cruzan.

Escucho los aplausos a diversas horas, por los médicos, por los que trabajan, por la primera enfermera muerta y me uno a ellos ahora, me dice e., a mi lado, los aplausos sustituyen a los relojes.

Una amiga escritora pregunta a sus contactos qué echan de menos en estos cuatro días de confinamiento. Es una encuesta que nos hará cada poco tiempo. Respondo que nada, que acabamos de empezar. Es decir, mis días entre semana, antes del encierro, eran parecidos a esta rutina del encierro. Trabajar de noche, dormitar varias veces a lo largo del día —la imposibilidad de dormir siete horas seguidas—, hacer la compra, cocinar, leer, volver al trabajo. Envío la respuesta y me doy cuenta de que hay algo que sí extraño. Un balcón. Me falta un balcón en el que sentarme a leer al sol, mirar alrededor, sentir las ráfagas de viento, tomar un café, hablar con un vecino, tender la ropa, apoyar mis pies en la barandilla, como en las películas del oeste, un balcón como el de mis padres, aquel donde mi hermana pequeña y yo jugábamos a fútbol de niños, pasaba tardes de domingo leyendo Las uvas de la ira, Cien años de soledad o El país de las últimas cosas, me sentaba junto a mi madre y mi tía g. a escuchar sus recuerdos y leía cartas —cuando aún había cartas. Un balcón también es un espacio abierto.


***

Hago una foto de un libro de Łem, La voz del amo, y la comparto, como cada día. Porque ahí, en ese libro que es más ensayo que novela sobre un contacto con otra civilización, Łem mezcla matemáticas, lingüística, filosofía o cosmología para hablar de cómo afrontar la comunicación con una cultura de la que desconocemos todo. Cómo hablar con el otro cuando no sabemos si el otro posee nuestros códigos y ritos, si muerte, familia, amor, si matemáticas, empatía, tiempo. Qué mensaje mandar, cómo decodificar el que se recibe, dónde el punto de unión.


El esfuerzo cogniscitivo del ser humano es una sucesión cuyo límite es el infinito, y la filosofía consiste en un intento de alcanzar ese límite de sopetón, mediante un único cortocircuito que nos proporcione la seguridad de un conocimiento ideal e inamovible. La ciencia, entretanto, se mueve a pasitos cortos, algunas veces parece arrastrarse y otras no parece que avance en absoluto, pero al final consigue alcanzar las últimas trincheras cavadas por el pensamiento filosófico. Una vez allí, sin preocuparse por el hecho de que fuera en ese preciso punto donde tenía que transcurrir la frontera definitiva del intelecto, la ciencia sigue adelante.
¿Cómo no iba a desesperar aquello a los filósofos? Y una de las formas que tomó dicha desesperación fue el positivismo. Este llamaba la atención por su virulencia, pues, a pesas de que fingía ser un fiel aliado de la ciencia, en realidad era el destructor de la misma. Lo que minaba y aniquilaba la filosofía, anulando sus grandes descubrimientos, iba a ser severamente castigado. El positivismo, falso aliado, fue el encargado de pronunciar esa sentencia, demostrando que la ciencia, al ser un registro abreviado del experimento, era en verdad de descubrir nada. El positivismo pretendía juzgar a la ciencia, obligarla a confesar su impotencia en cualquier cuestión transcendental (cosa que, como sabemos, no logró).
La historia de la filosofía es una historia plagada de sucesivos retrocesos. Primero, intentó identificar las categorías últimas del mundo; después, las categorías absolutas de la razón. Nosotros, mientras tanto, a medida que se iba acumulando el conocimiento, percibíamos cada vez más claramente su indefensión, pues cada filósofo estaba obligado a descubrir por sí mismo un patrón absoluto de la especie entera, e incluso de cualquier criatura racional que pudiera existir. En cambio, la ciencia consiste más bien en encontrar una experiencia cuya transcendencia de una experiencia reduzca a cenizas las categorías de pensamiento del pasado. Fue precisamente en ese pasado cuando cayeron el espacio y el tiempo absolutos, y hoy, además, se desmorona la supuesta eterna alternativa entre las proposiciones analíticas y sintéticas, o entre determinismo y el azar. Sin embargo, extrañamente, a ningún filósofo se le pasó por la cabeza que deducir, a partir de los propios esquemas de pensamiento, leyes universales para toda la humanidad, desde los tiempos de los eolitos hasta la extinción de las estrellas, era, por decirlo de un modo suave, algo imprudente.
Esa inicial identificación de uno mismo como el potencial descubridor de una norma que rigiera a todas las especies era, lo diré con más dureza, irresponsable. Los filósofos trataban de justificarse con su anhelo de comprenderlo «todo», pero el único valor real de ese anhelo es sólo psicológico. Por eso la filosofía nos dice mucho más de las esperanzas, los temores y los deseos humanos que de la esencia de un mundo perfectamente indiferente que solo para los diarios es un cúmulo de principios permanentemente inmutables.
Stanisław Łem. La Voz del Amo. Traducción de Abel Murcia y Katarzyna Mołoniewicz. Impedimenta.

viernes, 15 de septiembre de 2017

La Voz del Amo. Stanislaw Lem

La Voz del Amo va más allá de una historia de un posible contacto con una civilización extraterrestre, las investigaciones para desentrañar el mensaje recibido o las teorías sobre el Emisor y sus intenciones. Lem habla de matemáticas y filología, del silencio del creador y los límites de la filosofía, del vano intento de resumir un todo a partir de la restringida mirada de un individuo y de aquello que nos hace humanos, de cómo afrontar un encuentro con el otro cuando no sabemos nada de él: su cultura y su forma de plasmarla en un lenguaje, su percepción de la realidad y de la ciencia o el momento evolutivo en el que se encuentran. Lem aborda un tema recurrente en la ciencia-ficción pero lejos de ideas manidas e infantiles, en su novela no hay enfrentamientos bélicos ni acción trepidante y hueca sino una reflexión sobre la relación del ser humano y el universo, qué lugar ocupa en él y qué es lo que conocemos hasta ahora.

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A través de un informe, Peter Hogarth recuerda el momento donde se descubrió un mensaje de origen extraterrestre y los esfuerzos de los científicos (físicos, matemáticos, astrofísicos, filólogos) por encontrarle un sentido último. Pero Hogarth, a diferencia de toda la literatura escrita sobre los esfuerzos realizados por desentrañar el contenido de la Carta (y que hablaban de éxito), aborda la tarea sintiendo el fracaso que supuso no llegar a un final conclusivo, a una resolución del misterio. Ese fracaso y las constantes dudas sirven a Hogarth para hablar de la manera de afrontar el proyecto y, también, reflexionar sobre el conocimiento humano y fijarlo a un instante concreto, de las antiguas creencias a las nuevas religiones científicas, del lenguaje como cultura común y de la mirada viciada que afecta al objeto observado y al que llenamos de palabras como bondad o maldad, desvirtuando la observación y el acercamiento al objeto estudiado. Hogarth está ante lo desconocido, se cuestiona tanto por el Emisor como por el mensaje en sí, por qué el mensaje, capaz de alimentar la vida, fluye en un bucle y no tenía silencios ni una gramática para revelar su contenido, si se podría leer la carta desde cualquier punto y habría instrucciones para construir algún tipo de arma o todo es fruto de la casualidad.

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Las preguntas sobre si somos los receptores del mensaje o hemos captado por azar una conversación entre civilizaciones extraterrestres (anulando cualquier posibilidad de descifrado), si supone una explicación del origen y la descripción del cosmos, si lo que se cree mensaje no es otra cosa que un fenómeno del universo que funciona como un cordón umbilical entre sus diferentes extinciones, si estamos capacitados para acercarnos a seres avanzados y cómo sería ese encuentro, qué mecanismos y maquinarias usaríamos para una primera aproximación, si seríamos capaces de balbucear algo más que incoherencias. Hay algo realmente grotesco e hilarante en este informe de Hogarth y en la escritura de Lem, el egocentrismo del ser humano que nos une a las antiguas creencias que nos colocaban en el centro del universo y no a considerarnos una parte más de él.

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Lem hace algo maravilloso en La Voz del Amo, cruza la novela con el ensayo, reflexiona sobre nuestros conocimientos, intenta describir una cosmogonía propia a través de las matemáticas y fuera de las limitaciones de la filosofía, bucea en nuestra cultura y en el lenguaje como recipiente que la alberga y le da sentido, es reflexivo, irónico, desmedido. Extraordinaria novela.









Mi pensamiento discurría más o menos por estos derroteros: la cultura es a la vez algo necesario y casual, como el lecho de un nido, un refugio frente al mundo, un pequeño contra-mundo aceptado tácitamente por el grande de una forma relativamente indiferente, pues no contiene ninguna respuesta a las preguntas sobre el bien y el mal, la belleza y la fealdad, las reglas y las costumbres. La lengua, producto de esa cultura, es como el esqueleto del nido que reúne todos los elementos del lecho y los une de una forma que a los habitantes de ese nido les parece necesaria. El lenguaje constituye un referente de la identidad de todos los seres que anidan en él, un denominador común del grupo, una constante de su semejanza, por lo que no existe más allá de los bordes de esa refinada construcción.
Pero lo Emisores tenían que ser conscientes de ello. Cabía esperar, por tanto, que el contenido de la señal de las estrellas fuera matemático. Todos conocemos la trayectoria que siguieron los famosos triángulos de Pitágoras o la geometría de Euclides, con los que se pretendía saludar, a través del vacío, a civilizaciones distintas a la nuestra. Sin embargo, en este caso, los Emisores optaron por una solución diferente, lo cual me pareció bastante acertado. Un lenguaje étnico no les habría permitido alejarse de su planeta pues cada idioma está necesariamente enclavado en su substrato local. Pero la matemática suponía un alejamiento excesivamente preciso. Implicaba una rotura de los lazos no solo locales, de las limitaciones que se convirtieron en modelo de vicios y virtudes, pues esa ciencia se considera el resultado de la búsqueda de una libertad que no necesita de ninguna prueba tangible. La matemática es producto de la labor de unos ingenieros que desean que el mundo no pueda interferir, jamás y en ningún aspecto, en su obra, y precisamente por eso no sirve para decir nada sobre el mundo. Se la considera una ciencia pura porque está limpia de impurezas materiales y es esa pureza lo que la dota de su carácter inmortal. Pero también por eso resulta arbitraria como potencial progenitora de múltiples mundos posibles, siempre y cuando estos no sean contradictorios. Nuestra historia, con sus peripecias únicas e irreversibles, determinó que, de la infinita cantidad de matemáticas posibles, nosotros eligiéramos una. Solo mediante la matemática podemos comunicar que Somos, que Existimos. Si se quiere actuar a distancia de un modo efectivo, resulta imprescindible enviar un mensaje productivo. Sin embargo, un mensaje de ese tipo implica el empleo de una cierta tecnología, y la tecnología es en sí algo efímero, fugaz, que cambia con el uso de una materia prima y otra, de un método u otro. Y entonces en qué debería basarse dicho mensaje, ¿en la descripción de una «cosa»? Lo malo es que también una misma cosa se puede describir de infinidad de maneras. Nos encontrábamos en un callejón sin salida.
Stanislaw Lem. La Voz del Amo. Traducción de Abel Murcia y Katarzyna Mołoniewicz. Impedimenta.