Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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miércoles, 22 de junio de 2016

El dependiente. Bernard Malamud

Las vidas de Morris, Ida, Helena y Frank, una comunidad pequeña y pobre en Brooklyn, sus sueños y esperanzas frustrados, las ideas de redención y sacrificio, de culpa y bondad, de expiar pecados y malas acciones, estar enterrado en vida y el futuro como algo oscuro, la pregunta de qué significa ser judío, el invierno que rodea a los personajes y los doblega y la luz y el calor de la primavera algo lejano y ajeno y en el centro de todo ello una colmado, una tienda que pasa por ser tanto una carga como una oportunidad, la carga de algo que se ha quedado obsoleto y ata a Morris, su dueño, la oportunidad para el nuevo dependiente Frank de redimirse de sus errores y encontrar algo parecido a un trabajo y un hogar, la tienda desde la que se ve un barrio humilde, ancianas polacas que madrugan por un panecillo, trabajadores italianos que viven arrendados, hombres que llevan meses sin trabajo, muchachos que dan golpes y atracos chapuceros y viven a salto de mata.

Bernard Malamud construye una novela modélica donde pesa la idea del sacrificio y la (posibilidad de) redención. Morris, enterrado en su colmado, incapaz de volver a los buenos tiempos de antaño donde se hacía una buena caja diaria, abre cada día con la esperanza (vana, inútil), de vivir de su comercio, recuerda su huída de Rusia, los primeros años en una nueva tierra. Ida, la mujer, se pregunta por su matrimonio, si no ha cometido un error, su cuerpo que ya no le responde como antaño, los días que pasan de la casa a la tienda y vuelta a empezar. Helena ha dejado los estudios para trabajar y dar parte de su sueldo a sus padres y así poder tapar los agujeros que deja la tienda, su sueño de independencia resquebrajado. Frank, un italiano que perdió a sus padres siendo niño, vuelve a la tienda que ha atracado para devolver el dinero robado y buscar una nueva oportunidad que lo redima, ante él, ante los demás. Cada personaje, un claroscuro, una renuncia y los sueños abandonados.

El dependiente transcurre en un invierno, el verano es la promesa de un cambio y algo por llegar. Malamud dota a sus personajes de una suave tristeza, se saben dueños de unos sueños inalcanzables, reflotar la tienda para Morris, vendarla para Ida, la independencia de Helena, la búsqueda de perdón y de un hogar definitivo de Frank. La nieve cae, Morris ve el barrio a través de su cristalera, observa las nuevas tiendas, los cambios, la gente de paso, y él encerrado, y en ese encierro la creencia de algo que está por llegar y le haga salir de su pobreza y le ayude a empezar de nuevo. Y lo que está por llegar es un atraco. Frank, un italiano entre judíos, admira a san Francisco de Asís, su imagen un faro en una vida que ha enlazado orfanatos, casas de acogida, la calle y las malas compañías. Atraca una tienda de un judío y vuelve como forma de cambio y búsqueda de perdón. Malamud dibuja en Frank un personaje con una moral extraña, tan férrea que no hace más que saltársela, que lo empuja a pequeños actos de violencia o robo con el convencimiento de que será el último, de que podrá perdonarse en un futuro próximo, de que no hay sacrificio que no lo redima. Frank es el nuevo dependiente de la tienda, vive en una pequeña habitación sin baño, arregla los desperfectos, roba algo cada día de la caja con la idea de devolverlo más adelante, se enamora de Helena y se pregunta por el significado de ser judío. Cada gesto un intento de restablecer el orden perdido tras el atraco cometido en el colmado de Morris, una forma de llegar a Helena, de acercarse a una vida normal.

Hay un desasosiego y un destino negro que recorre la vida de los personajes de El dependiente. Los personajes se mueven por la tienda, por el barrio, hablan de sus sueños, miran su presente, buscan soluciones o se quedan sentados observando pasar la vida y las oportunidades mientras hacen cuentas, se preguntan dónde dejaron de ser felices. Malamud llena de muebles las habitaciones de Morris e Ida y de grietas las paredes de la tienda y hace de los paseos nocturnos de Frank y Helena una emoción sencilla por lo que se esperaba de la vida y lo que finalmente se ha encontrado, esos paseos fuera de las cuatro paredes de la tienda que les hacen sentir una pequeña esperanza, algo nuevo. Helena deja pasar pretendientes, Morris compradores y Frank ocasiones de ser honesto consigo y los demás, y en todo eso que pasa, la decepción y la tristeza. El dependiente es un libro reflexivo inteligente, los personajes dibujados al milímetro.







Un sábado de diciembre por la mañana, Morris, que llevaba más de dos semanas arriba, en la casa, ausente de la tienda, bajó con la cabeza ya curada. La noche anterior, Ida le había comunicado a Frank que tendría que irse por la mañana, pero al saberlo Morris lo discutió con ella. Aunque nada le había dicho a Ida, el tendero, después de su retiro, se sentía deprimido ante la perspectiva de tener que reanudar su triste vida en la tienda. Le aterraban las horas muertas, llenas de recuerdos de los años perdidos en la juventud. Lo consolaba un poco la mejora en los negocios pero no lo suficiente, pues estaba convencido de que, tal como Ida se lo explicaba, los negocios iban mejor gracias exclusivamente a su asistente, al que recordaba como un desconocido de ojos hambrientos y digno de la mayor lástima. Y la explicación, por lo demás, era muy sencilla: la tienda no había mejorado porque aquel huésped del sótano fuera un mago, sino simplemente porque no era judío. Los gentiles del barrio se sentían más cómodos con uno de los suyos. Tenían atragantados a los judíos. Cierto que algunas temporadas habían frecuentado su tienda, le habían llamado por su nombre de pila y le habían pedido que les fiara como si tuviera la obligación de hacerlo, petición a la que con frecuencia, ingenuamente, había accedido. Pero en el fondo de sus corazones le odiaban. De no ser así, la presencia de Frank no hubiera determinado una diferencia tan súbita en los ingresos. Tenía miedo de que los cuarenta y cinco dólares más a la semana desaparecieran de la noche a la mañana si se despedía al italiano, y así se lo dijo a Ida. Ella, aunque temía que él tuviera razón, insistía en que Frank tenía que marcharse. Cómo retenerle, argumentaba, trabajando siete días a la semana, doce horas al día, por unos miserables cinco dólares a la semana. Era injusto. El tendero estaba de acuerdo en esto, pero insistía en por qué habían de poner al muchacho en la calle si quería quedarse. Cinco dólares eran poco, pero también había que tener en cuenta la cama y la comida, las cajetillas de cigarrillos gratis, y las botellas de cerveza que, según ella decía, se tragaba cada día. Si las cosas marchaban bien podría ofrecerle más, incluso una comisión pequeña, muy pequeña, por ejemplo todo lo que sobrepasara los ciento cincuenta dólares a la semana, cantidad que no había ingresado desde que Schmitz había abierto su tienda a la vuelta de la esquina; entretanto tendría los domingos libres y se le reducirían las horas de trabajo. Ahora que Morris podía abrir la tienda, Frank podría dormir hasta las nueve. La oferta no era una bicoca, pero el tendero concluyó que al menos se le daría la oportunidad de poderse quedar.

***

—Lo que me gustaría saber, es qué es un judío en realidad.
No le complacían a Morris estas preguntas dada su escasa cultura, pero sin embargo se sentía obligado a responder.
—Mi padre solía decir que lo único necesario para ser un buen judío es un buen corazón.
—¿Y usted qué dice?
—Lo más importante es el Torah. Ésta es la Ley… un judío tiene la obligación de creer en la Ley.
—Bueno y ahora le pregunto —continuó Frank—, ¿se considera usted un verdadero judío?
—¿Qué quiere decir con eso? —dijo Morris, sobresaltado.
—No se ofenda —respondió Frank—, pero yo puedo darle una razón por la que no lo es. La primera es que no va usted a la sinagoga, por lo menos yo no le he visto. No mantiene su cocina kosher. Ni tan siquiera lleva uno de esos gorritos negros como cierto sastre que conocí en la parte sur de Chicago. Rezaba tres veces al día. Incluso le he oído comentar, a la señora, que abría usted la tienda en las festividades judías, sin importarle nada sus protestas.
—A veces —dijo Morris ruborizándose—, para poder comer, hay que abrir en día de fiesta. El día de Yom Kippur no abro. Pero no me preocupa lo kosher, para mí eso está pasado ya. Lo que me importa es seguir la Ley Judía.
—Pero todas estas cosas forman parte de la Ley, ¿verdad? ¿Y no dice la Ley que no se puede comer cerdo? Pues yo le he visto probar el jamón.
—Para mí carece de importancia el comer o no cerdo. Para algunos judíos esto es grave, pero yo no lo creo así. Nadie me podrá decir que no soy judío porque a veces, cuando tengo la boca seca, me coma un poquito de jamón. Pero les creeré cuando me digan que olvido la Ley. Y ésta manda ser justos, buenos. Quiere decir que hay que ser así con los demás. Nuestra vida ya es bastante dura. ¿Por qué hemos de herir a otros? No somos animales. Todos debiéramos tener lo mejor, no solamente usted y yo. Precisamente por esto necesitamos la Ley. Esto es lo que cree un judío.
—Me parece que otras religiones tienen estas ideas también —dijo Frank—, pero, ahora, dígame, ¿por qué puñetas sufren tanto los judíos? A mí me parece que les gusta sufrir, ¿verdad, Morris?
—¿A usted le gusta sufrir? Sufren porque son judíos.
—A eso me refiero, sufren más de lo que les toca.
—Mientras se vive se sufre. Unos más, otros menos, pero nadie lo desea. Sin embargo, si un judío no sufre por la Ley, su sufrimiento es inútil.
—¿Por qué sufre usted, Morris? —preguntó Frank.
—Sufro por usted —dijo tranquilamente Morris.
Frank dejó el cuchillo sobre la mesa, le dolía la boca.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que usted también sufre por mí.
El dependiente dio por terminada la discusión.
—Si un judío se olvida de la Ley —dijo por último Morris—, no es un hombre bueno.
Frank volvió a coger su cuchillo y prosiguió pelando las patatas. El tendero se cuidaba de su montón en silencio. El asistente no volvió a hacer preguntas.
Mientras se enfriaban las patatas, Morris, preocupado por la charla, trataba de adivinar por qué Frank la había provocado. Instintivamente el pensamiento de Helen cruzó su cabeza.
—Dígame la verdad —dijo—, ¿por qué me ha hecho estas preguntas?
Frank se removió en la silla y contestó muy despacio:
—A decir verdad, Morris, en cierta época no me hacían demasiada gracia los judíos.
Morris le miró sin pestañear.
—Pero de esto hace mucho tiempo —continuó Frank—. No creo que los entendiera ni conociera muy bien.
Tenía la frente empapada de sudor.
—Esto ocurre con mucha frecuencia —dijo Morris.
Pero su confesión no alivió gran cosa al dependiente.
Bernard Malamud. El dependiente. Traducción de Vida Ozores. El Aleph Editores.

miércoles, 12 de agosto de 2015

inicio de La ciudad de Dios. E. L. Doctorow



De modo que la teoría dice que el universo se expandió exponencialmente desde un punto, un punto singular espacio/tiempo, una cosa/momento, un suceso original y particular o azar cuántico fundamental, hasta el extremo de que la palabra explosión es inadecuada, aunque la teoría se conozca como Big Bang o Gran Explosión. Lo que se supone que hemos de tener presente, y no olvidar, es que el universo no estalló dentro de un espacio preexistente y disponible, fue el espacio lo que estalló, llevándoselo todo en un inmenso florecimiento expansivo, un silencioso destello que en un segundo o dos dio nacimiento a todo el impetuoso universo de gas y materia y luz-oscuridad, un plof cósmico de la nada que se convirtió en el volumen y la cronología del espacio-tiempo. ¿Entendido?
Y desde entonces la historia universal ha sido una especie de evolución desde la materia estelar, el polvo elemental, las nebulosas, ardientes, brillantes, pulsátiles, todo alejándose de todo lo demás durante los últimos quince mil millones de años.
¿Y qué significa que la singularidad original, o la originalidad singular, que incluía en su existencia submicroscópica todo el espacio, todo el tiempo, que de manera repentina y voluminosa y monumental iba a surgir en conceptos que podemos comprender, o aprender... qué significa decir que... el universo no nació en un estallido a través del espacio, sino que el espacio, que es en sí mismo una propiedad del universo, es lo que explotó con todo en su interior? ¿Qué significa decir que el espacio es lo que se expandió, se extendió, floreció? ¿Para formar qué? Incluso ahora, el universo que expande sus galaxias de soles ardientes, estrellas que mueren, monumentos metálicos de piedra, nubes de polvo cósmico, debe de estar llenando... algo. Si se expande, tiene perímetros que en la actualidad sobrepasan nuestra capacidad de medición. ¿Qué aspecto tienen las cosas en este instante en el confín del universo? ¿Qué hay justo al otro lado de ese confín paramétrico que todo lo anega antes de quedar anegado? ¿Qué es lo que va a ser invadido, llenado, iluminado, activado? ¿O acaso no hay confín, frontera, sino una serie infinita de universos que se expanden uno dentro del otro, todos al mismo tiempo? De modo que la materia en expansión se expande fútilmente dentro de sí misma, una materia oscura en infinita circunvolución de aterradora e insensata infinitud, sin propiedades, sin volumen, sin energías elementales transformadoras de luz o fuerza o cuantos pulsátiles, todo ello invenciones de nuestra propia conciencia; y nuestra conciencia, que carece de volumen y cualidad física, es un proyecto tan definitivamente absurdo, frío e inhumano como el universo de nuestra ilusión.
Me gustaría encontrar a un astrónomo con quien hablar. Pienso en cómo la gente se anestesiaba para sobrevivir a los campos de concentración. ¿Se insensibilizan también los astrónomos ante el universo estrellado? Lo que quiero decir es: ¿ven el universo como un trabajo? (No lo digo para exonerar a los demás, a quienes se nos ofrecen esas angustiosas insinuaciones de la vastedad del universo y seguimos con nuestras vidas como si eso no fuera más que una exposición del Museo de Historia Natural.) ¿Entiende el astrónomo corriente y moliente que hace su trabajo que más allá de los fenómenos celestiales que constituyen su estudio —los cálculos de su radiometría, por no hablar del obligado respeto reverencial de su vida profesional— reside una verdad inmensamente aterradora —el definitivo contexto de nuestra lucha, la conclusión de nuestros intelectos históricos tan desagradables de contemplar— que incluso aunque uno se vuelva hacia Dios no puede mitigar la desdicha de tan profunda, desastrosa, desesperanzada infinitud? Ésta es mi pregunta. De hecho, si Dios tiene algo que ver en este asunto, en estos hechos elementales, en estos aparentes conceptos, es tan temible que se halla más allá de cualquier súplica humana de solaz, o consuelo, o de la redención que nos procuraría compartir Su secreto.
E. L. Doctorow. 
La ciudad de Dios. Traducción de Damián Alou. Quinteto. El Aleph