Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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jueves, 4 de mayo de 2023

las raíces reptantes, el cielo inmediato (iii)

sábado santo


Está de cuclillas junto al parque de juegos. Es mi ahijado, tiene algo más de dos años y busca abuelitos entre las margaritas y la hierba crecida. Rompe el tallo, observa la blancura del abuelito, le da vueltas en su diminuta mano y lo acerca a la boca antes de soplar y reír por el leve vuelo de las cipselas blancas —parece, el gesto, el de un beso de despedida antes del soplido que desgaja sus alas translúcidas en un revoloteo hacia el cielo—. Las cipselas caen a su alrededor como nieve en este día limpio de abril. A veces imito sus movimientos y soy yo quien resopla sobre el abuelito hasta despojarlo de toda blancura, como de niño, y nos reímos, mi ahijado y yo. Me pregunta su madre sobre el apodo de abuelito del diente de león. Le respondo que no lo sé, que de niños llamábamos meacamas a las flores amarillas del diente de león, que sospecho que algo tendrá el parecido de las semillas a una melena canosa. Este instante me recuerda a mi niñez, cuando arrancábamos las hojas de las margaritas para saber si alguien nos quería y los vuelos del diente de león eran nuestros deseos secretos en busca de materializarse.
*
Su hermano mayor se entristece cuando le contamos la muerte de nuestra gata Arenita. Jugaba con ella, la acariciaba, reía ante sus saltos y carreras cuando nos visitaba. Tapa con sus dos manos un diente de león, la cabeza gacha, los ojos entrecerrados, la boca una curva descendente. Le decimos que estaba muy enferma, que sólo sentía dolor, que ya no podía comer o beber. Arranca el abuelito con sus manos, sin soplos ni besos. 
*
Me pregunta, su madre, si me dará tiempo a leer todos mis libros. Está delante de la mitad de mi biblioteca, que desborda las estanterías y crece a través de columnas inciertas que desordeno cuando busco nueva lectura. Me pregunta sobre el tiempo, no si los he leído todos como es lo habitual. Y sé que no. Tardaría diez años en leer todo lo que me rodea —y lo que he dejado en casa de mis padres por falta de espacio— si dejara de comprar libros. Pero es una quimera dejar de pasar tardes en librerías, salir con una nueva lectura que relegará a las antiguas, buscar entre libros de segunda mano señales de otras vidas o libros descatalogados de Bruno Schulz. El tiempo no es un compartimento estanco.
*
Volvemos al parque a media tarde. Los hermanos corren entre toboganes cubiertos, puentes de madera, casetas que son escondrijos barcos piratas trenes. Ahora es e. quien vuelve a su infancia cuando se eleva en los columpios —los pies al cielo, el pelo revuelto, la sonrisa de niña—. No es la primera vez que contemplo a e. columpiarse y reír y sentir la levedad y la libertad y la fiebre de la niñez. Disfruta con los hermanos en los impulsos que le acercan al cielo inmediato. 

jueves, 27 de abril de 2023

las raíces reptantes, el cielo inmediato (II)

Viernes santo

Dejábamos el camino de surcos amarillos a nuestra espalda, mi tía y yo, y profundizábamos en el bosque con un par de sacos de arpillera en busca de piñas para el invierno. Encontrábamos huellas en la tierra oscura, pequeñas marcas de corzos y zorros cuya sombra nunca vimos —sí el crepitar de las ramas en el vuelo fugaz de las ardillas y el temblor de las copas con las ráfagas de viento— y ascendíamos por las escaleras que las raíces de los árboles formaban en la tierra. Estábamos en silencio, mi tía y yo, sólo el graznido de los cuervos, el entrechocar de las piñas en la arpillera y su respiración asmática. Al atardecer, antes del camino blanco en el cielo nítido de agosto y el encendido de los faroles en las entradas de las casas —sus luces de luciérnaga ante la negrura alrededor de la aldea—, antes de las partidas de cartas en la cocina de leña y las caminatas en la oscuridad fuera de la aldea y la blancura nívea de las noches de luna, tomábamos una cerveza, mi tía y yo, tras descargar los sacos, los míos de la carretilla, los suyos de su cabeza —mi tía, en un equilibrio complejo, una sombra negra con dos sacos sobre la cabeza en el camino de rodadas amarillas—. Distinguíamos, desde la terraza, el declive del camino con nuestras huellas y, alrededor de los pastos y los maizales, la penumbra del bosque que atraía y excitaba a nuestros perros y los forzaba a aullar un ladrido ancestral. Aquel bosque, en la irrupción de la noche, se transformaba en un umbral a una tierra recién creada —dentro de sus tinieblas algo impreciso por surgir que la llama ondeante de la cocina de leña, en las primeras horas de la mañana, extinguía—.
*
Apenas hemos iniciado el ascenso que nos llevará al nacimiento del río Zadorra y e. se aproxima a los
robles centenarios, fuera del camino de tierra y barro. Parecen árboles rituales, dice. Me desconciertan la cercanía de sus troncos al cuerpo del elefante de sus y encontrar la cabeza de Medusa en el laberinto de sus ramas desnudas. Estamos ante un camino y un paisaje desconocidos, el descubrimiento de un mundo nuevo que se presenta por primera vez. Con cada paso lo despojo de su singularidad y lo sitúo junto a otros de tierra y polvo y gravilla y montes en el horizonte que también fueron extraños —la euforia de lo inexplorado y el temor a perder las señales que me revelasen lo oculto—. Sólo hay un camino que distingo de tantos otros, un camino blanco entre casas de piedra y tejados de pizarra, carballos que marcan el límite de una aldea, lavaderos abandonados a las zarzas, escuelas abandonadas de techos abiertos al cielo y replegadas sobre sí mismas —el eucalipto con las huellas de mi padre sigue creciendo y elevándose tras su muerte—. 
Intentamos abarcar por entero uno de los robles, e. y yo,  y conseguimos rozarnos con la yema de los dedos. No hay prisa en abandonar este sendero y vagabundeamos entre cuerpos centenarios —el musgo y los helechos y la blancura arraigada en las arrugas de la corteza, las raíces abultadas bajo la tierra y la desnudez quebradiza de sus ramas, un árbol ritual, un árbol de bruja, un dios petrificado por un conjuro, un tiempo lento de espera enraizado en su tronco—. Como caminar en los límites de un horizonte de sucesos, un paso más y nos veremos atraídos hacia el interior de este bosque.

Hay riachuelos en el camino de ascenso, el barro succiona nuestras botas y tenemos que tirar de nuestros cuerpos para avanzar —a nuestro paso, robles jóvenes de corteza lisa y blanca y las primeras hojas primaverales en los troncos—. Se escuchan picapinos y cuervos entre nuestras pisadas y las estelas de los aviones cortan el cielo azul en docenas de líneas blancas. Mi padre vería la puerta o el armario futuros en la madera de estos árboles —yo lentitud, permanencia, un mundo oculto bajo tierra—. 
Alzo la mirada hacia la cumbre. El camino aparece y desaparece delante de mí. Sé que es cuestión de tiempo salvar el desnivel, encontrar el manantial del que nace el río y sorprenderme por ese hilo de agua entre las rocas de la montaña —como las raíces, crecerá hasta convertirse en tiempo—, cruzar una senda por robles invernales cuyas ramas se entrelazan sin tocarse y se lanzan hacia el vacío, descender por otro paraje desconocido. Lo que en ese instante no sé, lo que no esperaba encontrar en el descenso es el ruido entre los árboles, como de pasos de gigante, y el salto de un corzo unos metros por delante, en el camino —el corzo nos mira durante un segundo, inquieto, y reanuda su carrera entre los robles—. 
Tengo el corazón cansado y apaciguado. 



sábado, 15 de abril de 2023

las raíces reptantes, el cielo inmediato (i)

Jueves santo

Me siento en una cafetería cuyo ventanal da a una encrucijada de calles —apenas el silencio de las sombras en las aceras y el primer cielo azul entre las esquinas de los tejados—. Sopeso con atención este momento, el inicio de cinco días de descanso, la expectación de tiempo por delante, de caminos y libros y calma, la avidez de destinos posibles antes de su culminación. Esté café junto al ventanal es mi forma de aquietarme antes de todo este tiempo ante mí, de rebajar el ruido y las impaciencias de los últimos días, de preguntarme qué encontraré en esta soledad tranquila, en esta luz cálida y temprana. Este instante atesora todos los deseos, todos los caminos. Dejo la taza de café en la barra y salgo a una calle desierta hacia al parque de los patos, aquel donde algunas tardes de viernes leo y me sorprendo de los gestos captados al azar —el hombre que anda a saltitos y alimenta a los gorriones mientras les habla en su idioma, los labios de una anciana al leer en silencio una vieja carta cuarteada, la emoción de los niños ante la cercanía de los patos y el recuerdo en los adultos de esa emoción, la sentencia terrible de una mujer al teléfono: para que veas que el vacío no es tan terrorífico, los lectores en bancos, las caricias y las sonrisas clandestinas—. Hace años escuché poemas bajo la lluvia junto a una de las fuentes del parque, poemas del desierto, de otras lluvias y otros nortes, de un frío proletario y un amor mármol, los espectadores resguardados en los árboles, los poetas bajo paraguas. Ralentizo mi paso entre cedros del Atlas, árboles de Júpiter, plátanos de sombra y me demoro ante el castaño de indias —el falso castaño— que en invierno, sin hojas, me parece el esqueleto de un animal prehistórico —estoy ante una réplica ordenada y limpia de la naturaleza, por encima de la copa de los árboles los edificios antiguos y la torre de cristal y, alrededor, la agitación de tráfico y gente—. Me despojo de toda prisa, de todo anhelo que no sea recorrer las raíces reptantes de estos árboles y el cielo inmediato.
*
Hay días que intento mirar la ciudad con ojos forasteros. Me dejo llevar por otros pasos y atravieso la gran vía, descanso donde otros se paran a fotografiarse y me pregunto qué verán en esta plaza en la que estamos —tal vez, los edificios burocráticos, el viejo hotel clásico, el sagrado corazón en el límite de la gran vía, los tulipanes en los jardines—, qué pensarán al llegar a un cruce de calles y descubrir un monte al final de una avenida, si repararán en la estatua del dios Hermes sobre el tejado del banco del comercio o en la flor en la mano de la Virgen Inmaculada de los jardines de Albia, si se asombrarán ante la fachada del depósito franco, única parte del depósito conservada y que me recuerda a la puerta de Rashomon, un umbral a otro tiempo. Se podría armar una reproducción casi exacta de la ciudad con las fotografías tomadas en esta mañana.
*
Las raíces de los árboles arquean y curvan la acera junto a la ría —algunas asoman entre los adoquines—, transformándola en un oleaje estático, en un mar paralizado. He tardado un par de horas en llegar al final de mi paseo. Cerca, en la curva de la ría, los centelleos del sol sobre las placas de titano del Guggenheim. Una chica deja su móvil en un banco, baila con la forma de barco del museo al fondo, comprueba el resultado en el móvil y reinicia el baile —un gesto que repetirá una docena de veces hasta encontrar el gesto adecuado—. Una mujer posa de espaldas. Y otra. Y varias familias más, escondiendo su mirada a la cámara. Una chica da una calada y se fotografía envuelta en el humo. Un guía se detiene junto al puente de Calatrava y explica a su grupo el desastre de su suelo de cristal en una ciudad de lluvia. En la otra orilla, quienes se dirigen al museo se paran un instante junto a las esculturas de las sirgueras, tocan su cuerpo de acero y la sirga en sus hombros y reanudan su camino tras una rápida sesión de fotos —¿sabrán que remolcaban barcos con esa maroma gruesa, como los bueyes antes que ellas? ¿Habrán advertido sus gestos de dolor? ¿Qué enraizó en su corazón?—. No tengo prisa, en la luz febril del mediodía, y paseo hasta el metro entre la realidad recreada por las miradas forasteras y las raíces de mi memoria. 

domingo, 7 de enero de 2018

típica estampa navideña

Quién sabe, puede que el viaje no haya sido en balde. Tal vez haya aprendido algo sobre mí mismo que desconocía. Especulaba sobre mi epifanía mientras espiaba a una mamá Noel en la tienda del aeropuerto. La minifalda roja, la redondez de sus nalgas, las medias trasparentes, el gorrito navideño ladeado. En el televisor se mostraba una gran nevada en el norte de Estados Unidos. Típica estampa navideña, titulaban. Y yo pensaba en los más de treinta grados en Buenos Aires el veinticinco de diciembre y en que era verano y no invierno, en las pequeñas barricadas ante los colegios judíos y los monumentos en recuerdo de la migración árabe de los parques. Por una vez, la Navidad carecía del significado conocido, diciembre era cálido y agotador, había miles de dioses que no reconocían al niño del pesebre ni a los tres reyes magos, ni siquiera tenía que seguir el calendario gregoriano, podría estar en el año cinco mil si me encontrase al otro lado del mundo y no en este dos mil cinco. Creábamos señales y las llenábamos de un sentido propio. Dicho de otra manera, una vez que delimitamos un hecho y le damos un sentido, eliminamos un sinfín de posibilidades. El veinticinco de diciembre nieva y todos celebramos la Navidad.
Regresaba a casa tras un mes en la Argentina. Me había dirigido al norte, lugar de choros, me avisaban antes de explicarme su significado: ladrones. ¿Lo ven? Por un instante choro fue cualquier cosa, paletos o una tribu indígena como los ona, pero no, ya no, choro es nuestro vulgar ratero. Viajaba sin prisa por una ruta no siempre asfaltada y veía banderas rojas y pequeños altares en los arcenes de las carreteras. Es por el Gauchito Gil, volvían a aclararme, un antiguo forajido reconvertido en santo milagrero, un muerto que anda entre los vivos, alguien a quien rezar imposibles. Nunca faltaba nadie que me explicase aquello que desconocía. Sentían mi acento español y se acercaban para confesarme que les tiraba la sangre y me preguntaban por la madre patria, me hablaban de sus abuelos murcianos o castellanos viejos, eso decían, y me preguntaban si eran hermosos esos lugares y cuánto costaba el pasaje de avión. Cuanto más al norte, más descendientes de españoles me encontraba. Y cuanto más al norte, mayor la sensación de estar ante un reflejo. Quiero decir, cruzaba ciudades llamadas Córdoba, La Rioja o Belén. Entonces, imaginaba a nuestros conquistadores llenos de miedo y pasmo en estas tierras ignotas, y cómo bautizaban los asentamientos con nombres del viejo mundo para acotar el salvajismo de este nuevo.
Les confieso una cosa. Mi viaje era una huida de esos días típicamentenavideños donde comía y bebía hasta gatear por el suelo y felicitaba las fiestas a cada persona, conocida o no, con la que me cruzaba. Me sentía arrastrado por una energía superior a mí y necesitaba poner distancia con ella, vivir estos días sin villancicos, los fantasmas dickensianos, las lágrimas de James Stewart y la capa de Ramón García.
Y ahora les cuento el momento culmen de mi viaje. Me había detenido en San Miguel de Tucumán a comer algo rápido en un bar de la plaza Independencia. Fuera, tres hombres vestidos de gauchos cabalgaban entre el tráfico. Llevaban sombrero, poncho y bombacha. Y boleadoras. El calor del asfalto les hacía parecer un espejismo, tres Martín Fierro salidos del desierto. Desmontaron frente al bar y entraron a pedir agua para los caballos. Era el único cliente en las mesas. Me preguntaron de dónde venía. Les dije la ruta que había tomado, Buenos Aires, Rosario, Santiago del Estero y que me quedaban Salta y Jujuy antes de regresar al punto de partida y volver a casa en el año nuevo. Antes de salir del bar y desaparecer, se acercaron uno a uno para darme algo, una antigua moneda de dos pesos, un puñado de hojas de coca para el mal de altura, una bolsita con la tierra roja de los valles calchaquíes.
Y aquí estoy ahora, en Ezeiza, contemplando las largas piernas de una mamá Noel mientras siento que he aprendido algo sobre mí. Y querrán saber qué es, ¿verdad? Ahí fuera hay un mundo de señales y, si respiro y me dejo llevar, puedo ver tres reyes magos en tres tipos duros y lacónicos, cruzar las casas bajas y antiguas de Belén y detenerme en un altar improvisado en medio de una ruta desértica para rezar a un santo milagrero.

viernes, 30 de junio de 2017

tierra



 












Es una figura negra
en el atardecer.

Está solo
con la primera oscuridad
la quietud en los campos
y un camino blanco
que desaparece
tras el monte.

Empieza a bailar.

Y sus pasos de baile
levantan el polvo del camino
y lo cubren por entero.

Por un instante
es una sombra
fantasmal
surgida de las entrañas de la tierra
que celebra la noche
y el misterio.

Alza los brazos
sonríe
salta
envuelve
el camino y
los campos de trigo
con su fuerza y su amor
por la tierra.

Su baile es felicidad
satisfacción
lucha

es apego
revolución
esperanza.

jueves, 19 de noviembre de 2015

gauchos

Escucho un rezo en la oscuridad. Hay una voz pura y sincera dentro de la habitación, dice renuncia, salvación, por favor, cada palabra una estela blanca entre las sombras desdibujadas de las paredes. Estoy quieto y aterrorizado, podría ser un muerto al que rezan por última vez. Durante unos minutos sólo existe la voz, y el desamparo y la respiración entrecortada tras las últimas palabras. La primera luz del amanecer mueve las cortinas, al otro lado no hay sonidos, sólo el movimiento mudo del tráfico en la avenida y las farolas iluminadas de la plaza, y pienso que mi vida es una habitación desconocida por donde se cuela una pequeña claridad.

Entro en una pequeña cafetería junto a la plaza. Los camareros me llaman profe, viejo, flaco, gallego, me dicen que la sangre les tira y sueñan con viajar a la madre patria, sus padres andaluces o castellanos, sus abuelos que llegaron en un barco huyendo del hambre y la pobreza. Un niño deja estampitas en el borde de las mesas, su cara somnolienta, las manos pequeñas e inseguras, la mirada hacia la puerta como si quisiera salir corriendo. Cuando deja la última desanda el camino y recoge las monedas que hay en su lugar. Le doy un peso y me quedo con una plegaria a San Expedito.

Llego al punto donde la avenida Libertad se convierte en la Mate de Luna. Es un nombre poético, una avenida larga y recta de más de cien cuadras, el hospital de maternidad en el inicio y los cerros de San Javier como horizonte. Las raíces de los naranjos emergen entre el cemento y rompen las veredas y las flores violetas de los lapachos cubren la tierra del parque. Es una tierra nueva y extraña y en algunos lugares apartados, los bosques profundos en el cerro, las llanuras desérticas, las sendas junto al río Salí, puedo sentir la huella de los primeros pobladores.

El sol asciende entre las ramas de los lapachos y los vagabundos que avivan el fuego de sus bidones conviven con las mujeres que rezan por los nonatos en un santuario improvisado. Un colectivo se detiene en un semáforo, la luna tapada con santos y oraciones, el suelo y los asientos de madera, la cumbia y las conversaciones de los estudiantes de bata blanca. Por un instante creo que el mundo se presenta ante mí con treinta años de diferencia.




Las cuerdas crujían al bajar el ataúd de mi abuelo. Observaba las sombras de mis tías entre las tumbas, el ligero escalofrío de sus cuerpos, las palabras mudas, el hueco negro y profundo en la tierra que esperaba otra muerte. Y la tormenta a lo lejos. De niño creía que los truenos y relámpagos eran mensajes de los muertos, la luz y el ruido un código secreto. Mis tías tenían miedo de las tormentas, apagaban las luces para que la tormenta pasase sin vernos y sólo se atrevían a encender una vela cuando el cielo clareaba tras los montes. El ataúd cayó en la fosa con un golpe seco y la tierra tembló bajo nuestros pies.

Pasamos una última noche en la habitación de mi abuelo, su vida repartida en cartas, fotografías, ropa de faena, trajes y viejos juguetes de madera. Muerto mi abuelo, aquellos objetos eran una puerta entreabierta a su pasado, las cartas del frente y sus dudas sobre cuántas vidas habría truncado, las fotografías que cabían en la palma de una mano y retrataban a hombres y mujeres envejecidos antes de tiempo y sepultados bajo el nuevo mundo que llegaba del otro lado del horizonte, su traje gris para los festejos, sus herramientas de carpintero y los recortes de periódicos con esquelas, noticias de la comarca y relatos sobre el fin de la guerra (de cualquier guerra). La casa se hizo más grande con cada muerte y partida y mi abuelo empequeñeció, rodeado de ausencias.

Cerré la puerta de su habitación por última vez y sentí que, al otro lado, el tiempo se mantendría inmóvil.




La ruta cruza los pequeños incendios de los campos de caña. Cae una nieve negra sobre el parabrisas y el humo acerca la tierra al cielo. Me detengo a un lado del camino, el crepitar de las hogueras, el olor dulzón de la caña, las espirales negras entre el humo y los gritos oscuros. Avanzo entre la niebla amarilla y busco un claro donde respirar tranquilo y limpiar mis ojos. Tardo unos minutos en acostumbrarme a la luz del sol entre los jirones de niebla y en descubrir las banderas rojas y el santuario del Gauchito Gil. Hay ofrendas y velas en la imagen del gaucho, recuerdan su sangre inocente derramada y piden un milagro, salvarse de la muerte, encontrar al hijo desaparecido, saldar viejas deudas. Observo mi sombra alargada sobre las banderas rojas y me pregunto si no será en ella, en mi sombra, donde se oculta la verdad.

sábado, 7 de noviembre de 2015

rosarios

Mi abuelo murió en invierno. Recuerdo el silencio casi sagrado de la casa, la luz gris de la mañana, nuestras sombras que oscurecían su cuerpo rígido, el polvo en la ventana de su habitación, recuerdo el frío que ralentizaba nuestras respiraciones, el olor a hierba cortada, sudor y leche agria, la dureza de la carretera que había tapado al viejo camino blanco, recuerdo pensar en mi propia muerte, ir de lo concreto, las figuras que me rodearían y sus gestos de despedida, a lo abstracto, sombras difusas y estelas blancas que derivarían en una luz oscura. Mi abuelo me miraba desde la muerte y en su mirada había incredulidad y el fin de su espera.

En su última carta mi abuelo me decía que estaba ante un mundo en decadencia, sentía que nada era real y que la vida se había acelerado, se sorprendía porque nadie usara palabras como llanada, quinqué o guillaume y que sólo yo respondiese a sus cartas (si olvidáis nuestras palabras, escribía, nos convertiréis en una ilusión), me confesaba que leía las esquelas del periódico con manos temblorosas y que se encontraba con nombres y fotos que le llevaban a un primer recuerdo.

Encontré mis cartas junto a su viejo reloj de bolsillo y un libro de H.G. Wells. Entré en la cocina y di cuerda al reloj, un gesto que mi abuelo repetía cada día en la penumbra del amanecer (e iniciaba la mañana antes de las campanadas de la iglesia, antes de nuestros pasos en la hierba y la huida de los saltamontes, antes del miedo sobre el puente del ahorcado, antes de las historias en la cocina y la luz verde de las luciérnagas entre las casas abandonadas, mucho antes de los primeros amores y las noches de insomnio y el peso de una carga en el pecho y la vida convertida en un espejismo). Mis tías recibían a mujeres menudas y de negro y hombres tímidos que bajaban la cabeza y murmuraban un pésame con su sombrero en la mano. Se sabían supervivientes y que su tiempo se agotaba, la yema de sus dedos en la cara de mi abuelo y el frío que estaba por llegar.

Dejé el reloj junto al libro de Wells y leí mis cartas pobladas por vagabundos, hombres pájaro, lugares de paso y ventanas iluminadas (y yo negaba con la cabeza, describía aquello que observaba pero me escondía en las palabras y respondía a los recuerdos y los pensamientos de mi abuelo con cartas anodinas). Le hablé de esta ciudad pero no del miedo de los primeros meses ni de cómo me sentí extraño fuera de nuestro camino blanco, tampoco de mi felicidad o el dolor tras alguna ruptura (la única pista, una referencia al frío que me devolvían los muebles de casa) o de cómo había usado cada momento significativo de mi vida para mis relatos y ya no sabía distinguir los detalles exactos de los inventados.

La primera vez que mi abuelo me visitó en la ciudad tenía la mirada de un niño en un mundo adulto. Buscaba el cielo entre los edificios y sonreía incómodo y minúsculo, la ciudad apoyada en sus hombros, la prisa y la rapidez de los pasos ajenos, las raíces de los árboles bajo el cemento, los parques esquinados como reflejo de un mundo desaparecido y la imposibilidad de un horizonte abierto. Encontró un refugio en la vieja estación de tren. Veía pasar a los viajeros y sentía que estaba ante un lugar conocido (el ritual de la espera y la lentitud del tiempo), daba una pequeña limosna a cada vagabundo de la estación, hablaba con un par de viejos jubilados de viajes que duraban días y de pasos de montaña y se sonrojaba cuando descubría a una pareja besándose (entonces miraba al suelo y recordaba en silencio).

Arrugué las cartas, prendí la cocina con ellas y preparé un café. Sonreí al ver el viejo reloj junto a La máquina del tiempo. Había un dibujo que me aterrorizaba y atraía de niño, las sombras de los morlocs alrededor de una hoguera y el viajero del tiempo encogido y asustado. Descubrí un dibujo parecido en mi primer libro de filosofía, una hoguera, unas sombras proyectadas contra la pared de una caverna, tres hombres atados, la luz que atraía y repelía la verdad al mismo tiempo (la apariencia del mundo alrededor como una línea de penumbra). Empecé a buscar historias fuera de la cocina y recogerlas en los márgenes de los libros de Wells y Platón, podía estar dentro de una caverna sin yo saberlo y lo que veía tal vez no fuese real, sólo conocía la cocina, el camino blanco, los campos y el tañido de las campanadas al atardecer, no tenía señales claras del mundo fuera del horizonte quebrado. Entre las páginas de La máquina del tiempo estaba mi letra de niño, redonda y clara, y fragmentos de otras vidas: Don Carlos relacionaba el dolor con el ruido seco y el fogonazo blanco de un disparo en el antebrazo, la realidad de la vieja costurera era la llama de una vela, la adolescencia de Modesto reducida al movimiento de la luz sobre los objetos y el silencio de un monasterio. Y era en la diferente percepción que tenían de la luz, una blancura cegadora, una línea fantasmagórica, algo no del todo definido, donde encontraba la salvación y la caverna misma, una hoguera que nos protegía y nos ocultaba la verdad. Sentía que estaba ante un mundo de tinieblas y que al observarlo lo transformaba para siempre, alejándome de la revelación última y quedándome ante la realidad sin interferencias.

Mis tías rezaban el rosario, sus manos en las cuentas, la cabeza agachada, el luto en sus ropas que invocaba a otros muertos, a dolores pasados, sus voces quebradizas una letanía frágil e inconexa. Me senté en una esquina, la distancia justa para ver el cuerpo rígido de mi abuelo sin una luz que lo guiase o le mintiese, las viejas fotografías en la pared de bailes y uniformes y ausencias, el eucalipto combado junto al camino blanco en el atardecer de invierno y las primeras ventanas encendidas, pequeñas hogueras en la oscuridad.

lunes, 26 de octubre de 2015

historias

La cocina guardaba nuestras historias.

Mi abuelo se sentaba en una esquina del banco de madera y recordaba una emboscada y un hospital de campaña, su voz baja y frágil, los dedos agrietados de la mano, la mirada perdida en el camino blanco tras la ventana, la sombra alargada del atardecer sobre un crucifijo de hierro. Hablaba de una masa de hombres en el suelo, de las fogatas en la noche, de una emboscada y su miedo a morir encogido bajo otros cuerpos, cada palabra un cambio en su mirada, cada silencio un disparo lejano. En sus historias, la espera de la muerte, la certeza de un final, el regreso a casa una quimera, la guerra prendida a la piel como polvo.

Mi abuela recordaba los trucos para destetar a mi padre, los pezones untados con ajo y cebolla y el cuerpo consumido, su voz soñadora y triste, una línea de pelo blanco bajo su pañuelo negro, el pecho hundido y la respiración asmática. Se agarraba a los muebles para andar y salía a la puerta de casa para vigilar el camino en silencio, su mirada lejos, muy lejos (y era ahí, en su silencio, en lo que nos ocultaba, donde realmente vivían sus historias, ella, hermética y solitaria, a salvo bajo su traje negro). Años después de su muerte me senté en aquel lugar de la entrada. El cielo entre los huecos de la parra, la puerta cerrada del pequeño taller de mi abuelo, el humo de las chimeneas sobre los tejados de pizarra, el camino que se desdoblaba en dos, a la derecha el pueblo, a la izquierda, una senda hacia el río. Recordé las tardes donde abríamos una senda en los prados y sentíamos la emoción y el peligro de algo indefinido que estaba por ocurrir, el vuelo de las libélulas sobre el río, el cielo que se movía sobre nosotros como una extraña maquinaria, el olor a laurel y truchas en la cesta de mimbre de mi padre, la vuelta a casa hambrientos y la posibilidad de otro horizonte. Desde aquel lugar de mi abuela se entreveía un mundo desaparecido.

Mis tías hablaban de verbenas mientras cocinaban (el crepitar del fuego, el golpe seco del hacha en los huesos para el caldo, las tripas de las truchas en un papel de periódico, sus manos rápidas y seguras, sus pequeños pasos de baile, sus sonrojos que creían invisibles). Los bailes acababan con el inicio de la noche y mis tías volvían a casa por el camino blanco con la ilusión de una aventura desconocida, el tacto de una mano en la espalda, el olor a colonia de una mejilla enrojecida, los pisotones de los muchachos torpes. Creían en un mundo secreto fuera de esos montes, en la vida como un destino escondido que está por aflorar y en la risa como salvación. Mis tías guardaban una fotografía rota, están sentadas en un prado, los vestidos floreados, un ramo de flores silvestres en la mano, la sonrisa apacible, la línea irregular donde se cortó la fotografía (y que dejó el umbral de un vacío).

Una vez mi padre me contó su historia, la única que no conoce la cocina. Mi padre era el silencio de la madre y la espera del padre, alguien perdido entre dos caminos extraños. La luz de la tarde entraba por la pequeña ventana del taller y veía la sombra negra de mi padre sobre la mesa de carpintero, el humo blanco de su cigarrillo en el aire, el crujido de la madera serrada, las manos seguras antes de los temblores y el tiempo. Marcaba la madera con su lápiz y hacía cálculos en una hoja de papel y mi padre me habló de cavar en el monte y de las viejas líneas de autobús que unían los pueblos de la comarca, de los días de trabajo en la costa y la arena que sustituía al cemento, de una ciudad que escondía dragones en sus muelles. Conservo una carta de mi padre escrita en aquella ciudad, describe avenidas kilométricas, el tiempo muerto en avenidas y cafés, el cielo bajo y la nieve sobre la ciudad.

Había un loco que llegaba por el camino blanco y entraba en la cocina y tocaba la armónica mientras miraba a las mujeres con sus ojos azules e infantiles, había un mujer que era la última habitante de una aldea en ruinas, la luz de su ventana la frontera entre el horizonte y el mundo de más allá, y que tomaba café en silencio y se marchaba sin decir una palabra (el paraguas negro y abierto incluso en las plácidas tardes de verano y los guantes de piel en sus manos), había vagabundos que pedían limosna con voz baja y educada mientras se despojaban de sus sombreros raídos y nos miraban con ojos ciegos y acuosos (yo me fijaba en la suela de sus zapatos y me preguntaba por caminos desconocidos, noches al raso y una soledad que creía redentora, los veía como forasteros de novela del oeste que no tenían un destino claro, cada uno de sus pasos un centro), y los viejos amigos de mi abuelo que llegaban después del atardecer, la lentitud en terminar su vino y las burlas por mis manos blandas, y hablaban del tiempo y la muerte y recordaban ahorcados y ahogados y heridas en las que cabían manos enteras (y la muerte era la rigidez de una mandíbula abierta, los ojos huecos y profundos, el zumbido de los mosquitos y la letanía de un rosario).

Y estaba mi propia historia, la renuncia en las tardes de verano y la mirada aturdida más allá de la ventana de la cocina, las sombras de los árboles en la tierra blanca del camino, las líneas amarillas de los últimos rayos de sol, el ruido eléctrico de los insectos sobre los campos, el tañido lejano de las campanas de la iglesia que anunciaban un misterio. Las siluetas se convertían en la promesa de un espacio que cruzar, las columnas de piedra de la escuela recortadas contra el cielo, el agujero en el techo y la escuela que se replegaba sobre sí misma (y que un día desaparecería dentro de la tierra), el pequeño lavadero de piedra donde las lagartijas corrían entre las ropas y las muchachas planeaban venganzas, el puente de madera que siempre cruzaba corriendo por miedo a traspasar la materia y caer al río, la iglesia con cinco calaveras incrustadas en la pared y un cementerio con cuerpos descabezados, la puerta en la que grabé una fecha para anclar el tiempo al espacio (y crear este recuerdo futuro), y las bifurcaciones que se adentraban en bosques y pueblos abandonados. La ventana y el camino blanco se convertían en una frontera entre realidad e invención.




(Escribo camino blanco y miento. El camino era tierra amarilla y piedras aplastadas, era polvo y hierba entre las huellas de las ruedas, era agujeros profundos como los ojos de los muertos y zarzas grises. Y si el camino no era como lo recuerdo, qué pensar de las palabras pronunciadas hace treinta años, de los vagabundos vistos fugazmente, de aquella fecha que grabé en una puerta de madera que ya no existe. Y si mis recuerdos no son exactos, cómo saber quién soy yo realmente, qué hay de real y de mito en mí, cuántas mentiras albergo y me creo).

miércoles, 5 de agosto de 2015

caminos reflejados



 









La soledad de las cosas. Un banco frente al mar, carcomido, una casa derruida (el último vestigio de una historia) y una ventana en un muro por la que pasaban gaviotas y mercantes, un árbol joven y alargado entre las rocas de los acantilados, una casa abandonada (las ventanas tapiadas, las flores mustias, la hierba crecida), las columnas de piedra de un antiguo puente ferroviario, un tractor detenido en un campo de hierba seca, las flechas amarillas pintadas en suelos, troncos y señales de tráfico, una antigua estación de tren. 
 

Mi propia soledad. El silencio del camino, la sensación de aburrimiento, miedo, dudas, alegría, tranquilidad y redención. Sólo mi respiración y mis pasos y mis pensamientos que basculan de un camino blanco a este camino de color cambiante (el gris del cemento y la gravilla, el rojizo de las antiguas minas, la tierra seca y el barro amarillentos), yo como un paisaje en el que caben casas abandonadas y montes y una jaula de pájaro en mi pecho y un fuego cálido en las entrañas y las cartas del enamorado, el ermitaño y el mundo, y las antiguas derrotas (rascacielos que se colapsan) y las próximas victorias (una ventana iluminada en el horizonte) y la forma de tu vientre en mi mano y el sabor de tus pechos en mi garganta y mi yo más puro, más sencillo, reflejado en tus ojos, y un amor que es verdad.