La soledad de las cosas. Un
banco frente al mar, carcomido, una casa derruida (el último
vestigio de una historia) y una ventana en un muro por la que pasaban gaviotas
y mercantes, un árbol joven y alargado entre las rocas de los acantilados, una
casa abandonada (las ventanas tapiadas, las flores mustias, la hierba crecida),
las columnas de piedra de un antiguo puente ferroviario, un tractor detenido en
un campo de hierba seca, las flechas amarillas pintadas en suelos, troncos y
señales de tráfico, una antigua estación de tren.
Mi propia soledad. El silencio
del camino, la sensación de aburrimiento, miedo, dudas, alegría, tranquilidad y
redención. Sólo mi respiración y mis pasos y mis pensamientos que basculan de un
camino blanco a este camino de color cambiante (el gris del cemento y la
gravilla, el rojizo de las antiguas minas, la tierra seca y el barro
amarillentos), yo como un paisaje en el que caben casas abandonadas y montes y
una jaula de pájaro en mi pecho y un fuego cálido en las entrañas y las cartas
del enamorado, el ermitaño y el mundo, y las antiguas derrotas (rascacielos que
se colapsan) y las próximas victorias (una ventana iluminada en el horizonte) y
la forma de tu vientre en mi mano y el sabor de tus pechos en mi garganta y mi
yo más puro, más sencillo, reflejado en tus ojos, y un amor que es verdad.
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