Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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martes, 19 de agosto de 2025

un muro de libros

Hace un par de meses, sin un motivo claro, formé un muro de libros en la mesa de la cocina. Eran las lecturas del año pasado. Como en mi niñez, cuando construía torres simétricas con las piezas de un tente, apilé los libros por tamaño y editoriales, una manera de buscar cierto orden y armonía. En estos dos meses han estado a nuestro lado, fuera de las estanterías, mientras comíamos, cocinábamos o nos sentábamos a escribir (yo) o dibujar en piedras (e.). A veces miraba la portada de los libros superiores, y recordaba la emoción de alguno de ellos —del asombro al hastío—, dónde la leí, en qué librería lo compré, si ocurrió algo inusual en los días de su lectura. Terminé Otras crónicas marcianas, por ejemplo, en el porche de un camping en Oyambre, una mañana de lluvia y niebla —la blancura de la lluvia, de la niebla, como parte del paisaje de un Marte ancestral—. Compré Sagapó y El salario del miedo en un par de librerías gijonesas. Recuerdo la fascinación por la escritura seca de Graciliano Ramos en Vidas secas, sus personajes más sombras que presencias, el aburrimiento inesperado de Baumgartner y Tierra salvaje, la nostalgia con la que salí de El cómputo de los días, Sé mía o Fuente amarga, el salvajismo de los relatos de En el sur de Indiana, la admiración por los libros de Labatut donde ensayo científico y ficción. Y si hay un libro que quedará cosido a mi propia vida será A lo lejos, de Hernán Díaz, empezado una mañana de diciembre antes del amanecer, antes de saber el ingreso de mi madre, un libro al que me uní en aquellos nueve días donde mi madre estuvo ingresada en la unidad de reanimación y leía de a poco en la sala de espera, alargando su lectura porque mientras leía mi madre seguía viva, un libro que terminé días después de su muerte, agotado, frágil y desamparado y del que recuerdo la soledad de un hombre sin lenguaje en los paisajes cambiantes de Norteamérica. De mi última lectura del pasado año, Abel, no retuve nada, pasé por sus páginas como quien se pierde en un desierto. La ausencia repentina de mi madre transformó los días invernales. 

Hoy he abierto el muro y desplegado las diferentes columnas ante mí. Podría escribir sobre el número de lecturas del año pasado pero, ahora, me pregunto por el tiempo dedicado a este muro de libros,
cuántos días de dos mil veinticuatro habré completado con todos ellos. Y no sólo mi tiempo. Me pregunto cuánto tiempo total hay en esos libros, el de los autores desde la primera idea hasta la última corrección o el del trabajo de edición. O por todas las páginas que no acabaron en esas novelas, ensayos, crónicas periodísticas, cartas o poemas, toda esa poda que terminó en la basura, real o virtual. O cuantos personajes y paisajes, con nombre o sin él, aparecen en esos libros y fueron inventados o sacados de la realidad circundante. O la suma total de las palabras usadas, de las palabras únicas, sin repetir. O cuántas veces se dicen las palabras arroyo olvido locura en ellas y escribir un largo poema combinando esas palabras con aquellas no escritas. 

Hay media docena de libros en este muro de los que no he recuerdo apenas nada. Otros, en cambio, todavía retumban en este nuevo año lector. Cristo se detuvo en Éboli, El general del ejército muerto, Trabajo sucio, El fin del “Homo sovieticus”, Los suicidas del fin del mundo, Los años de bronce, los cuentos de Pavese, los poemas de Frío polar, por poner algún ejemplo. Hace años tenía miedo de olvidar mis lecturas. Entonces, intenté crear un diario. Durante meses escribí en varios cuadernos las impresiones de las páginas leídas y cualquier cosa que me llamase la atención en ese día, una frase sorprendente de mi padre, una lluvia inesperada, la soledad en un vagón de tren. Escribía a lápiz en una letra que pasó de grande y espaciosa a apretada y estrecha. Fueron tres cuadernos en el segundo año de pandemia, el año donde mi padre murió. Si no escribía, olvidaba. Si olvidaba era como no haber leído. Ahora ese diario es un acto interno que desarrollo a la par que la lectura. Subrayo frases, pienso en la voracidad o el laconismo de una escritura, armo reseñas mentales que no escribo al llegar a casa —las guardo dentro, como los hombres-libro de Bradbury—, marco páginas y dejo hojas secas en aquellas que quiero reabrir primero, cuando esté entre el olvido y la espera. 

Aún guardo anidado ese miedo a olvidar, no ser Funés el memorioso, pasar por una lectura como por un espacio en blanco. Que no quede nada. Como si cada gesto tuviese que ser significativo, un hito en el camino. Un miedo que esconde un pánico mayor.

(2025.06.01)


El muro de libros

    • Compadezcan al lector - Kurt Vonnegut y Suzanne McConnell. Trad. Francisco Díaz Klassen. Catedral 
    • Tiempo de matar - Ennio Flaiano.Trad. Carlos Clavería Laguarda. Altamarea 
    • En el sur de Indiana - Frank Bill. Trad. Ce Santiago. Malas tierras
    • Samarcanda - Amin Maalouf. Trad. María Concepción García-Lomas. Alianza editorial
    • Espía de la primera persona - Sam Shepard. Trad. Mauricio Bach. Anagrama 
    • Luna de miel - Chuck Kinder. Trad. Aurora Echevarría. Circe 
    • Fuente amarga - Ignazio Silone. Trad. Carlos Clavería Laguarda. Altamarea 
    • Oriente Medio, Oriente roto - Milkel Ayestaran. Ediciones Península 
    • Cuando las mujeres fueron pájaros. Cincuenta y cuatro variaciones sobre la voz - Terry Tempest Williams. Trad. Isabel Zapata. Ediciones Antílope
    • Escribir para salvar una vida - John Edgar Wideman. Trad. Alberto Moyano Muñoz. Piel de Zapa 
    • Trabajo sucio - Larry Brown. Trad. Javier Lucini. Dirty Works
    • El martirio de la joven/La sonrisa de las piedras - Akira Yoshimura. Trad. Sandra Ruiz. Marbot ediciones
    • Rombo - Esther Kinsky. Trad. Richard Gross. Editorial Periférica 
    • Cartas desde el manicomio - Dario Džamonja. Trad. Marc Casals. Sajalín 
    • Acerca del robo de historias y otros relatos - Gueorgui Gospodínov. Trad. María Vútova. Impedimenta
    • Un mundo aparte - Gustaw Herling-Grudzinski. Trad. Agata Orzeszek y Francisco Javier Villaverde. Libros del Asteroide 
    • La casa del recuerdo y del olvido - Filip David. Trad. Patricia Pizarroso. Automática editorial 
    • El general del ejército muerto - Ismaíl Kadaré. Trad. Ramón Sánchez Lizarralde. Alianza editorial 
    • La subversión de Beti García - José Avello. Alianza editorial 
    • Cristo se detuvo en Éboli - Carlo Levi. Trad. Carlos Manzano. Pepitas de calabaza 
    • Los suicidas del fin del mundo - Leila Guerriero. Tusquets editores 
    • Cuentos de soldados y civiles - Ambrose Bierce. Trad. Jorge Ruffinelli. Edhasa 
    • Isolina. La mujer descuartizada - Dacia Maraini. Trad. Raquel Olcoz. Altamarea 
    • La última del domingo - Karmelo C. Iribarren. Visor 
    • Cuarteles de invierno - Osvaldo Soriano. Altamarea 
    • Sé mía - Richard Ford. Trad. Damià Alou. Anagrama
    • Otras crónicas marcianas - Ray Bradbury. Trad. Marcial Souto. Libros del zorro rojo
    • Sobre el fuego - Larry Brown. Trad. Javier Lucini. Dirty Works 
    • Un verdor terrible - Benjamín Labatut. Anagrama 
    • La luna en el arroyo - David Goodis. Trad. Diego de los Santos. Sajalín editores 
    • El camino a casa - Henriette Roosenburg. Trad. Alfonso Zuriaga. Altamarea 
    • El cómputo de los días - Sam Shepard. Trad. Javier Calvo. Editorial Hojas de Hierba 
    • Tarántula - Eduardo Halfon. Libros del Asteroide 
    • Tierra salvaje - Robert Olmstead. Trad. José Luis Piquero. Hermida editores 
    • Baumgartner - Paul Auster. Trad. Benito Gómez Ibáñez. Seix Barral 
    • El sueño de la aldea Ding - Yan Lianke. Trad. Belén Cuadra Mora. Automática 
    • La acusación. Cuentos prohibidos de Corea del Norte - Bandi. Trad. Héctor Bofill y Hye Young Yu. Libros del Asteroide 
    • El amigo - Sigrid Nunez. Trad. Mercedes Cebrián. Anagrama 
    • Los cuentos - Cesare Pavese. Trad. Esther Benítez. Debolsillo 
    • Una muerte roja - Walter Mosley. Trad. Susana Lijtmaer. Anagrama
    • El atado - Ilse Aichinger. Trad. Adan Kovacsics. ediciones del subsuelo 
    • Los años de bronce - Slobodan Snajder. Trad. Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pistelek. Armaenia editorial 
    • MANIAC - Benjamín Labatut. Anagrama 
    • De repente llaman a la puerta - Etgar Keret. Trad. Ana María Bejarano. Siruela
    • El fin del "Homo sovieticus" - Svetlana Alexiévich. Trad. Jorge Ferrer. Acantilado 
    • Sagapò (Te quiero) - Renzo Biasion. Trad. Juan Díaz de Atauri. Acantilado 
    • Abecedario de pólvora - Yordán Radíchkov. Trad. Viktoria Leftérova y Enrique Gil Delgado. Automática 
    • Cuál es tu tormento - Sigrid Nunez. Trad. Mercedes Cebrián. Anagrama 
    • La piedra de la locura - Benjamín Labatut. Anagrama 
    • Los vulnerables - Sigrid Nunez. Trad. Mercedes Cebrián. Anagrama
    • El salario del miedo - Georges Arnaud. Trad. Encarna Castejón. Contraseña editorial
    • Vidas secas - Graciliano Morales. Trad. Antonio Jiménez Morato. las afueras 
    • Lamento lo ocurrido - Richard Ford. Trad. Damià Alou. Anagrama 
    • Una vida de tres perros - Abigail Thomas. Trad. Regina López Muñoz. Errata naturae 
    • Más de un siglo se alarga el día - Chinguiz Aitmátov. Trad. Marta Sánchez-Nieves Fernández. Automática 
    • Mi planta de naranja lima - José Mauro de Vasconcelos. Trad. Carlos Manzano 
    • Frío polar - Isabel Bono. Tusquets 
    • Via Gemito - Domenico Starnone. Trad. Salvador Expósito. Altamarea 
    • Los alegres funerales de Alik - Liudmila Ulítskaya. Trad. Víctor Gallego Ballesteros 
    • Expreso al paraíso (Memoria de una locura) – Mark Vonnegut. Trad. José C. Vales. Libros del Kultrum 
    • Plan de evasión - Adolfo Bioy Casares. Austral 
    • Pan - Knut Hamsun. Trad. Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo. Nórdica 
    • Soberanía del vacío - Christian Bobin. Trad. Alicia Martínez. Ediciones El Gallo de Oro
    • Cartas de oro - Christian Bobin. Trad. Alicia Martínez. Ediciones El Gallo de Oro 
    • La vida pasajera - Christian Bobin. Trad. Alicia Martínez. Ediciones El Gallo de Oro 
    • A lo lejos - Hernán Díaz. Trad. Jon Bilbao. Impedimenta
    • Abel - Alessandro Baricco. Trad. Xavier González Rovira. Anagrama 


domingo, 31 de diciembre de 2023

hoy mañana el primer ayer

Dice Bobin, amor, gozo, lentitud. Vonnegut sólo conoce una regla, maldita sea, hay que ser amables —Vonnegut también nos dice que hemos venido a hacer el ganso—. Y en noviembre de mil novecientos noventa y uno, una lectora anónima escribió en un libro de Banana Yoshimoto la siguiente frase en francés: escribe lo esencial en la arena. Podría ser un buen deseo para el nuevo año, amor, gozo, lentitud, amabilidad y escribir lo esencial en la arena.

*

Este año tiene como centro nuestra mudanza a una nueva casa —donde el ventanal triple de cinco metros, como aquel de Cărtărescu en Cegador, me permite seguir el cambio de luz sobre los tejados al

otro lado del río y el vuelo negro de los cormoranes al atardecer, la niebla y la escarcha desvaneciéndose tras la salida del sol, el cielo cambiante, mi mirada en silencio—. Aún quedan cuatro cajas por abrir. Libros, discos, figuritas —recuerdo el tiempo empaquetando mis libros y el tiempo aún mayor abriendo cada caja y rehaciendo mi biblioteca en esta casa, la sensación de caos y estar perdido inicial y este sentimiento presente de hogar—. Una mudanza también podría ser una buena metáfora de cambio de año. Nos llevamos parte de lo vivido e intentamos desechar lo molesto o agotador a un nuevo lugar del que desconocemos todo.

*


Esta mañana, mientras amanecía y llovía ahí fuera, terminé el libro de relatos El país del humo, de Sara Gallardo. Mi lectura número sesenta y siete. Durante un par de días anduve en paisajes con una mitología diferente, una especie de reverso del paraíso en el que tierra y animales tenían una voz propia, ajena a la humana, y los seres humanos se desvanecían como el humo de una hoguera —y en el que me reencontré, en un par de páginas, con mis días argentinos de lapachos, morochos y sulkys—. En uno de sus últimos relatos escribe Gallardo: Desde hoy todo es ayer. Podría ser una sentencia importante en este último día del año que nos recordase la fugacidad del tiempo y la locura y el vértigo de nuestras ansias, promesas y deseos —y todos los yoes dentro de nosotros desde el primer ayer—.

*

Ahora hace sol, ahí fuera, las aceras están secas de la lluvia matinal, las sombras se alargan y las nubes pasan —como nubes—, tengo unos seiscientos libros por empezar y más de mil por releer, la ausencia de mi padre seguirá siendo una presencia clara —sobre todo cuando me descubro replicando sus gestos y sus palabras y su humor— y el encogimiento gradual de mi madre seguirá abrigando en mí el deseo de cobijarla entre mis brazos. Quedan cajas por abrir, en nuestro nuevo hogar, en el nuevo año, hoy, mañana, ayer. 



miércoles, 1 de julio de 2020

+35. Vonnegut

Está detrás de mí, la galerna. Antes de salir hacia el trabajo, con la luna blanca y apagada entre las nubes eléctricas en el cielo de la tarde, escucho el timbre de una bicicleta, un sonido perdido años atrás y que ahora recupero gracias a los niños ahí fuera con sus mochilas de plástico llenas de juguetes y sus gritos de ayyyelviento mientras se ponen de cara a él para formar extrañas figuras geométricas con su cuerpo. Debería ser un momento de inspiración, esta escena, que me descubra algo que ha estado oculto e invisible hasta este instante, pero no. Sólo el sencillo sonido de un timbrazo, en la tarde, bajo una luna aún sin brillo y el viento alborotando alrededor, niños y árboles, ramas y melenas moviéndose a un mismo ritmo.

Es con ese espíritu que respondo la nueva pregunta de nuestra amiga escritora. Ya no es aquella de qué echamos de menos, sino ¿algún cambio significativo/que creas que pueda perdurar? Respondo: Apenas  nada. No he tenido epifanías, sólo constataciones de aquello que me gusta y que no: me gusta el silencio y la lectura, mirar por una ventana o sentarme en un banco a ver los cambios en la luz sobre los árboles y los edificios y el horizonte, coger un tren hasta un faro, cerca del muelle, y escuchar el crujir del viento en los mástiles de los barcos, me gusta pisar monte y caminos de tierra, no me gustan las multitudes ni los ruidos.

Me cruzo con las parejas de paseantes, camino al trabajo. Aparecemos y desaparecemos de la calle a oleadas, primero los mayores de catorce años, luego los de setenta dejan paso a los niños para acabar, de nuevo, con los adultos. La simetría de una desescalada asimétrica hacia una nueva normalidad. Las rachas de viento nos hacen parecer niños en sus juegos, inclinados para poder avanzar o con los brazos abiertos para emular superhéroes de ciudad. Hace dos años que repito este camino al trabajo, en soledad, salvo los caracoles en las noches de lluvia, y es ahora, en estos primeros días del fin del confinamiento, cuando me cruzo con paseantes, corredores y ciclistas que dan vueltas por el polígono y que desvían mi atención de las ventanas iluminadas y la silueta en penumbra de la ciudad de las últimas semanas. Un pequeño cambio. Hay una luz naranja y violenta sobre los edificios, nubes blancas y grises y púrpuras en el cielo, la luz de luciérnaga de las primeras estrellas antes de la noche. Y el viento, constante, feroz —escribo feroz y siento que le otorgo al viento una cualidad animal, unas fauces, una intención, cuando el viento sólo pasa como viento.

                                           —estos días nos han repetido que estábamos ante un momento único en la historia. Pienso en aquellos que he vivido y que mi sobrino conocerá por los libros o nuestros recuerdos inexactos, la nube tóxica de Chernóbil sobre Europa, el colapso mudo de las torres gemelas, los eclipses tras los negativos fotográficos, el paso del cometa Halley, un golpe de estado fallido, la guerra en los Balcanes, el atentado de Atocha, el cambio de siglo y milenio y el regreso de viejas profecías sobre el fin de mundo, todo aquello que olvido, Ruanda, las sondas espaciales, Mandela fuera de la cárcel. Si pudiera ir más atrás, si consiguiera alcanzar otros tiempos bíblicos, sé que vería patrones y secuencias, pero qué significados daría a todo ello, qué sentido a este confinamiento más que vivimos entre aleteos de mariposas, que nos movemos casi a ciegas, bordeando lo esencial, que todo cambia y sigue igual al mismo tiempo, como decía Lampedusa. Sentimos que nunca antes, que todo se produce por primera vez, el pasado un relato difuso. Nunca antes hasta que yo —entonces, la duda, de nuevo, sobre si aquello que veo es una proyección de mi mente

Dejamos de aplaudir pasados un par de minutos de las ocho de la tarde. El aplauso empezó en las ventanas, lento y templado. Desde la calle llegó una respuesta de quienes habían iniciado su paseo y sus carreras. Me quedo en la ventana, a la espera de una tormenta que no termina de estallar, distingo las primeras conversaciones de mis vecinos al salir de casa, las parejas de las manos y los amigos distanciados un par de metros, cada uno en un borde de la acera. Salen poco a poco y se mueven como en aquellas películas antiguas de ladrones de cuerpos e invasores marcianos. Hay algo mecánico y antinatural en sus primeros pasos, en su mirada hacia las ventanas y el cielo eléctrico y el vuelo de las golondrinas, recién llegadas. Apenas había gente, antes de, a estas horas de un lunes, los que volvían de trabajo, los corredores de última hora, algún grupo de adolescentes que buscaba la intimidad de la escalera cerrada junto a nuestra ventana, no este desorden de siluetas en las aceras y abajo, en la carretera, no este espacio vacío entre parejas, visible y corpóreo, no este separarse de la estela de los otros, no tanta gente, ahí fuera, en un tiempo anclado a las ocho y siete minutos.

                                           se habla de un nuevo gráfico, en las tertulias políticas. Primero, las diferentes curvas del virus, nuevos contagiados, número de muertos, pacientes dados de alta. Luego, el porcentaje  de destrucción de empleo, de ertes y nuevos parados y la bajada en el pib. El pico de las curvas la cumbre de una montaña o una sima a ninguna parte. Hay una cuarta parte de muertos que semanas atrás, pero no una cuarta parte de dolor. Cada día es vivir un atentado de Atocha, pienso. Los enfermos mueren, en el hospital, en las residencias, en casa, solos, los familiares no pueden despedirse ni iniciar el luto, se encuentran, imagino, ante una gran cuenca vacía, el estupor y la falta de palabras y recuerdos primeros. No estamos en guerra, creo, como nos dicen en su lenguaje bélico políticos y periodistas, ahí están los agujeros de bala en el puente de Novi Sad, el árbol en la ventana de un edificio bombardeado de Belgrado, ahí están la masa de refugiados y el estruendo de las explosiones tan diferente a este nuestro silencio inicial que dio paso al trino de los pájaros y las campanas de la iglesia y los aplausos de las ocho de la tarde, ahí están la oscuridad y la incomunicación y el hambre y la sed y el resplandor cegador de los fuegos, el silbido de las bombas sobre los mercados al aire libre, las violaciones en masa, los alambradas electrificadas de los campos de concentración, las coordenadas de nuestras guerras. No somos soldados —unas palabras dentro de un relato dentro de una realidad. No la palabra—. Sí somos aturdimiento y confusión e incertidumbre y miedo. Echo en falta detenernos por un instante y pensar en aquello por lo que hemos pasado, por lo que estamos pasando, la enfermedad, la soledad, el desgarro en quienes reciben por teléfono la muerte de un ser querido, si nos ha cambiado en algo, personal y colectivamente, estas semanas donde quietud y vulnerabilidad, qué marcas nos ha dejado en nuestro cuerpo, en nuestro pecho. Echo en falta un instante donde recordar que es volver a pasar por el corazón al otro


Llueve una lluvia seca de polvo y tierra unos metros antes del pabellón. Me giro y veo la cortina oscura y sucia sobre los montes tras de mí, acercándose, rápida. Cuando salga del trabajo, en la oscuridad de la madrugada, veré ramas caídas y contenedores volcados y papeles entre las calles del polígono. El ruido, ahí fuera, aquí dentro.


***

Termino con Vonnegut la rutina que inicié a mediados de marzo de buscar entre mis libros, hacer una foto y compartirla con un pequeño mensaje entre mis amigos. Un gesto sencillo que ocupaba una pequeña parte de mi tiempo y que me traía de vuelta lecturas pasadas, hojas dobladas, frases subrayadas, señales de sus primeros lectores en dedicatorias e iniciales y fechas de lectura, y mis propias señales en billetes de tren, direcciones de calles madrileñas, marcapáginas, hojas secas. Ese gesto sencillo me hacía recordar los puntos de intersección entre la literatura y yo.
Vonnegut es uno de mis refugios lectores. Uno de mis rituales es entrar en librerías de segunda mano o curiosear en los puestos de la plaza nueva por si Dios le bendiga, señor Rosewater. He encontrado un par de libros suyos en Aleph, una librería cercana al templo egipcio de Debod, y en un rastrillo solidario donde Birlibirloque o Madre noche en una feria de ocasión. Acudo a él cuando ningún libro me satisface, o quiero darle una nueva lectura a Matadero cinco, o busco su humanismo y socarronería en los textos de Un hombre sin patria. Hablar de Vonnegut es hablar de un superviviente de Dresde, de un humanista que mostraba la estupidez humana con una clarividencia descacharrante, de alguien que te invitaba a escribir un poema, cantar en la ducha, bailar sin importar lo mal que lo hagas porque habrías creado algo, habrías hecho crecer tu alma.


Billy pensó en el efecto que el cuarteto había ejercido sobre él y lo asoció con una experiencia que había vivido hacía ya mucho tiempo. No necesitó viajar por el tiempo hasta la experiencia pues la recordaba claramente. Sucedió de la siguiente forma:
Se encontraba en el almacén de carne, la noche en que Dresde fue destruida. Procedentes del exterior se oían unos ruidos parecidos a los pasos de un gigante. Era el estruendo que producían las bombas al estallar. Los gigantes caminaban y caminaban pero como el almacén de carne era un refugio muy seguro todo lo que lograban allí era provocar, de vez en cuando, una lluvia de cal. Con Billy sólo estaban los demás americanos, cuatro de los guardas se habían marchado en busca del calor de sus hogares, antes de que empezara el bombardeo. Todos morirían con sus familias.
Así fue.
Las muchachas que Billy había visto desnudas también morirían todas, dentro de un refugio mucho menos seguro situado en la otra parte de los establos.
Así fue.

De vez en cuando un guarda subía hasta el principio de las escaleras para observar lo que sucedía en el exterior. Después volvía a bajar y murmuraba algo a los demás guardas. Fuera caía una tormenta de fuego. Dresde se había convertido en una gran llama, una llama única que consumía todo lo combustible.
No pudieron salir del refugio hasta media mañana del día siguiente. Cuando los americanos y sus guardas aparecieron, el cielo estaba negro de humo. El sol era un pequeño punto malhumorado. Dresde parecía un paraje lunar. No quedaba nada, excepto lo mineral. Las piedras estaban calientes. Todos habían muerto.
Así fue.

Los guardas se apretujaron entre sí instintivamente, recorriendo el terreno con sus ojos. Iban mudando continuamente de expresión sin decir palabra, a pesar de que de vez en cuando abrían la boca. Parecían un cuarteto vocal en una película muda.
—Hasta siempre —podrían haber cantado—, mis viejos camaradas y compañeros; hasta siempre viejos amigos míos… Dios os bendiga…

—Cuéntame una historia —le pidió en cierta ocasión Montana Wildhack a Billy Pilgrim, en el zoo de Tralfamadore.
Estaban en la cama uno junto al otro y disfrutaban de intimidad, pues la lona cubría la cúpula. Montana llevaba seis meses embarazada y estaba gorda y rolliza. De vez en cuando exigía perezosamente algunos pequeños favores a Billy. No podía pedirle helados o fresas, claro, ya que la atmósfera exterior de la cúpula era cianhídrica y además los helados o fresas más cercanos estaban a millones de años luz. Pero si podía mandarle a la nevera, que estaba decorada con una pareja montada en una bicicleta, o bien, como ahora, le podía rogar:
—Cuéntame una historia, Billy, muchacho.
—Dresde fue destruida la noche del 13 de febrero de 1945 —empezó Billy Pilgrim—. Salimos de nuestro refugio al día siguiente…
Le habló a Montana de los cuatro guardas que, en su aturdimiento y dolor, se habían parecido tanto al cuarteto de cantantes. Le contó cómo habían quedado los establos, totalmente destrozados, sin tejados ni ventanas. Y también le explicó cómo encontraron por doquier una especie de troncos abrasados que eran los restos de las personas calcinadas bajo la tormenta de fuego. Y así sucesivamente.
Luego Billy le habló de lo que había sucedido con los edificios que se reflejaban en el horizonte como peñascos. Se habían derrumbado, la madera se había consumido y las piedras, al chocar unas contra otras, se habían partido hasta quedar convertidas en montones de ruinas.
—Parecía la Luna —dijo Billy Pilgrim.

Los guardas ordenaron a los americanos que formaran en fila de a cuatro y ellos obedecieron. Después les hicieron regresar a lo que había sido su hogar. El edificio estaba todavía en pie, pero no tenía ni ventanas ni tejado y en su interior no había otra cosa que cenizas y pequeños charcos de cristal fundido. Fue entonces cuando tuvieron conciencia de que no había ni agua ni comida, y de que los supervivientes, si querían continuar siéndolo, deberían recorrer una tras otra todas las colinas de aquella superficie lunar.
Y así lo hicieron.
Vistas a cierta distancia, las colinas eran bajas. Pero las personas que tuvieron que subirlas no tardaron en darse cuenta del error. El suelo se movía, estaba caliente, era poco estable. Debieron remover muchas ruinas para formar con ellas otras colinas más sólidas, pequeñas, sobre las que poder andar.
Durante el transcurso de la expedición que cruzó aquella luna, nadie dijo ni una palabra. No había nada que decir. Una cosa estaba bien clara: aparentemente todos, absolutamente todos los habitantes de la ciudad, habían muerto, y cualquier objeto que se moviera no representaba otra cosa que un defecto en el paisaje. En la Luna no había hombres.

Algunos aviones americanos atravesaron el espeso velo de humo para comprobar si algo se movía. Vieron a Billy y al resto del pelotón y les dispararon unas cuantas ráfagas. Pero no acertaron. Luego vieron a otras personas, en la orilla del río, y también les dispararon. Alguna bala dio en el blanco. Así fue.
Su idea era anticipar el fin de la guerra.
La narración de Billy terminaba a las afueras de Dresde, lejos del fuego y las explosiones. Al atardecer, los americanos y los guardas llegaron a una posada lista para recibir clientes. En la planta baja había una vela encendida, tres hogares que calentaban la estancia y mesas y sillas que esperaban a que alguien llegara. En el piso de arriba había camas, arregladas con su correspondiente cubrecama.
En el albergue sólo vivían un hombre ciego, su esposa, que era la cocinera, y sus dos jóvenes hijas, que trabajaban de camareras y doncellas. Toda la familia sabía que Dresde había desaparecido. Lo habían visto con sus propios ojos, todo fuego y más fuego, y comprendían que ahora se hallaban al borde de un desierto. Aun así habían abierto el albergue, lavado los pisos, dado cuerda a los relojes, encendido los hogares y esperado a que alguien llegara.
Pasaban muy pocos refugiados procedentes de Dresde. Pero los relojes cantaban su tic-tac, el fuego chisporroteaba y las velas goteaban cera indiferentes. De pronto alguien llamó a la puerta, y entraron cuatro guardas y un centenar de americanos prisioneros de guerra.
El hombre del albergue preguntó a los soldados si venían de la ciudad.
—Sí.
—¿Viene alguien más?
Entonces los soldados contestaron que por la difícil ruta que habían seguido no habían visto ni un alma viviente.

El posadero ciego dijo que los americanos podían pasar la noche en el establo, y que además les daría sopa, un poco de café y cerveza. Después les acompañó al lugar para oír cómo se acostaban en la paja.
—Buenas noches, americanos —les dijo en alemán—. Que duerman bien.
Kurt Vonnegut. Matadero cinco. Traducción Margarita García de Miró. Anagrama.

lunes, 31 de diciembre de 2018

2018 en lecturas

Tecman repararía primero en el número de lecturas antes que en los libros en sí. Vería ese 81 de la última línea y pensaría que es el único número donde su raíz cuadrada es igual a la suma de sus dos dígitos. Escribía en sus diarios que los números eran lo único que le daban a la vida estabilidad. No sólo le atraían el significado de los números, también su forma, el dibujo en el papel: de niño escribió varios cuadernos de series de números, del uno hasta el quince mil ochocientos setenta y siete, cada número separado del siguiente por un pequeño guión. Tecman miraba página a página y veía en esos números dibujos de dioses y seres mitológicos. Si fuese como Tecman, detallaría el género tanto de los libros como de los escritores, así como sus diferentes nacionalidades, años de edición, editoriales, la nota de cada uno de ellos. Me pregunto qué resultado saldría de sumar cada número de esa lista inexistente, qué dibujo saldría de ella.

Para mí, 81 es un número más, no habla de la calidad y la calidez de mis lecturas de 2018, ni de cómo este año se divide en dos partes: los primeros seis meses de lecturas voraces y los últimos donde trabajar en el turno de noche paró mi ritmo lector y sólo los domingos, antes del amanecer, conseguía dos o tres horas de descanso real dedicadas a leer.

El año empezó con La contravida de Philip Roth (palabras mayores), y en una especie de cierre de círculo a la saga Zuckerman, con La mancha humana y Sale es espectro. Operación Shylock fue un divertimento brutal, una novela esquizofrénica y divertida donde se habla del enfrentamiento entre realidad y ficción. Roth es un autor al que regreso cada año. Como hago con Vonnegut, esta vez con su clarividente Barbazul, donde vuelve a hablarnos de la estupidez humana y de que es el momento de las mujeres para tomar las riendas de nuestro presente y futuro, y la relectura de Matadero cinco que no sólo no me decepcionó, sino que sentí mejor que en mi primera incursión en ella. También regresé a Onetti, su novela El astillero, densa y magnífica, donde los personajes deambulaban camino de ninguna parte e inventaban una mentira que les diese un motivo para vivir. Cărtărescu fue otro de mis regresos tras aquel Nostalgia de años atrás. Sentí vasos comunicantes entre Solenoide y El ala izquierda, cómo esta última parecía un bosquejo de lo que luego sería la primera. Me reencontré con Cheever  en Falconer, extraña y fascinante descripción del aislamiento y el infierno.

El descubrimiento del año fue Dovlátov. Tanto La extranjera como El compromiso y La maleta me descubrieron a un autor con un humor socarrón que mostraba tanto las penas y las reglas absurdas del régimen comunista como la vida en el exilio. Un escritor contundente. El entenado, de Saer, y su cuestionamiento sobre la realidad y los otros me hizo salir a la librería a por más libros suyos. Cynthia Ozick me sorprendió con La galaxia caníbal y Halfon con sus novelas cortas a medio camino entre realidad y ficción. Memorias de una superviviente, mi primer acercamiento a Lessing, me trajo una voz inteligente. Zorba el griego fue un chute de vitalidad y sabiduría antigua.

En cuanto a la poesía, lo mejor no es un libro, sino el recital de Antonio Gamoneda en la biblioteca. Sus gestos lentos y su voz ágil, los acoples del audífono con el micrófono, los poemas que hablaban de la luz en la oscuridad y el frío, de la vejez, el amor, la ausencia y el redescubrimiento de la infancia, propia y ajena. Los poemarios de Sharon Olds, leídos durante tres días febriles, ocupan un lugar destacado en el recuerdo lector de este año, como La miel, del guionista Tonino Guerra, donde habla de su regreso al pueblo de su infancia en el que apenas quedan nueve personas vivas entre las casas abandonadas. Las antologías de mujeres poetas de Bartleby son tan irregulares como apasionantes y Ganarás la luz, de León Felipe, un poemario arrebatado. Y no quiero olvidar la faceta poética de Jim Dodge y la libertad con la que escribe.

Terminé el año con los cuentos de Alice Munro, Grace Paley y Lucia Berlin (mi lectura actual, mi lectura entre años). Hay algo enigmático en ellas, algo que queda en suspenso, una palabra, una verdad entrevista.

¿Decepciones? No conecté con los poemas de Philip Levine, los cuentos fantásticos de Robert W. Chambers y la historia antártica de Lovecraft de En las montañas de la locura. También, no tener tiempo ni cuerpo para escribir sobre mis lecturas, una manera de fijarlas en mi recuerdo y continuar el diálogo abierto en sus páginas. Extraño eso, escribir sobre libros. Cualquier cosa. Y no tengo propósito lector para este nuevo año más allá de reducir la altura de las columnas de libros pendientes sobre la estantería.

Para terminar, antes de dejar la lista de libros de este 2018, me gustaría dejar mis siete lecturas favoritas de 2018:

La contravida - Philip Roth
Barbazul - Kurt Vonnegut
Solenoide - Mircea Cartarescu
El entenado - Juan José Saer
El astillero - Juan Carlos Onetti
El compromiso - Serguey Dovlátov
Los muertos y los vivos - Sharon Olds

Me dejó tanto en el tintero, Fante, Łem, Ford, Daša Drndić. …
















01) La contravida - Philip Roth. Trad. Ramón Buenaventura. Debolsillo.
02) Alfa, Bravo, Charlie, Delta - Stephanie Vaughn. Trad. Ana Crespo. Sajalín editores.
04) El hombre es un gran faisán en el mundo - Herta Müller. Trad. Juan José Solar. Debolsillo.
05) La mujer del bombero - Richard Bausch. Trad.  M. Rosario Martín Ruano y M. Carmen África Vidal. Tropismos.
08) Barbazul - Kurt Vonnegut. Trad. Gemma Rovira. Hermida editores.
09) Solenoide - Mircea Cărtărescu. Trad. Marian Ochoa de Eribe. Impedimenta
10) The simple truth - Philip Levine. Trad. Juan José Vélez Otero. Valparaíso ediciones.
11) Últimos testigos. Los niños en la Segunda Guerra Mundial - Svetlana Alexiévich. Trad. Yulia Dobrovolskaia y Zahara García González. Debolsillo.
12) La extranjera - Sergey Dovlátov. Trad. Ricardo San Vicente. Ikusager ediciones
15) Mal dadas - James Ross. Trad. Carlos Mayor. Sajalín editores.
16) Casa de misericordia - Joan Margarit. Visor.
18) Arden las pérdidas - Antonio Gamoneda. Tusquets editores.
23) La mujer temblorosa o la historia de mis nervios. Siri Hustdvedt. Trad. Cecilia Ceriani. Editorial Anagrama.
24) Ahora - Isabel Bono. Editorial Prensas universitarias de Zaragoza.
25) Tocar el agua, tocar el viento - Amos Oz. Trad. Raquel García Lozano. Debolsillo.
26) Yo por dentro - Sam Shepard. Trad. Jaime Zulaika. Anagrama.
27) Luz de noviembre, por la tarde - Eduardo Laporte. Editorial Demipage.
28) Cara o cruz - Itziar Mínguez Arnáiz. Huacanamo.
31) La soledad del corredor de fondo - Alan Sillitoe. Trad. Mercedes Cebrián. Impedimenta
34) La policía celeste - Ben Clark. Visor
37) Lo seco - Isabel Bono. Bartleby editores (Relectura)
38) La balada de Iza - Magda Szabó. Trad. José Miguel González Trevejo y Mária Szijj. Debolsillo
40) La mancha humana - Philip Roth. Trad. Jordi Fibla. Debolsillo
43) El código de la piel - Miren Agur Meabe. Trad. Miren Agur Meabe y Kepa Murua. Bassarai ediciones
44) La canción de Mercurio - Isabel Bono. Editorial Baile del sol (Relectura)
45) El libro de la risa y el olvido - Milan Kundera. Trad. Fernando de Valenzuela. Tusquets editores
46) Sale el espectro - Philip Roth. Trad. Jordi Fibla. Debolsillo.
47) (Tras)lúcidas. Poesía escrita por mujeres (1980-2016). VV. AA. Bartleby editores
48) Matadero cinco - Kurt Vonnegut. Trad. Margarita García de Miró. Anagrama (Relectura)
49) La manera de recogerse el pelo. Generación Blogger. VV. AA. Bartleby editores
52) Un día más con vida - Ryszard Kapuściński. Trad. Agata Orzeszek. Anagrama
53) Antología poética - Joaquín O. Gianuzzi. Visor
54) La investigación - Stanisław Łem. Trad. Joanna Orzechowska. Impedimenta
55) Trieste - Daša Drndić. Trad. Simona Skrabec. Automática editorial
56) Al oeste de Roma - John Fante. Trad. Antonio-Prometeo Moya. Anagrama
57) Nieve - Orhan Pamuk. Trad. Rafael Carpintero. Debolsillo
60) En las montañas de la locura - H.P. Lovecraft. Trad. Francisco Torres Oliver. Valdemar
61) Un vagabundo toca con sordina - Knut Hamsun. Trad. Pedro Camacho. Debolsillo
62) De otra vida - Federico del Barrio/Isabel Bono. Luces de: Gálibo (Relectura)
63) El compromiso - Serguey Dovlátov. Trad. Ana Alcorta y Moisés Ramírez. Ikusager ediciones
64) El rey de Amarillo - Robert W. Chambers. Trad. Marta Lila Murillo. Valdemar
65) Momentos de la vida de un fauno - Arno Schmidt. Trad. Luis Alberto Bixio. Debolsillo
66) Los muertos y los vivos - Sharon Olds. Trad. J. J. Almagro Iglesias y Carlos Jiménez Arribas. Bartleby editores
67) Satán dice - Sharon Olds. Trad Rosa Lentini y Ricardo Cano Gaviria. Ediciones Igitur
68) El padre - Sharon Olds. Trad. Mori Ponsowy. Bartleby ediciones
69) El ala izquierda. Cegador I - Mircea Cartarescu. Trad. Marian Ochoa de Eribe. Impedimenta
70) La última alegría - Knut Hamsun. Trad. Luis Molins. Debolsillo
71) Monasterio - Eduardo Halfon. Libros del Asteroide
72) Operación Shylock - Philip Roth. Trad. Ramón Buenaventura
73) La maleta - Serguéi Dovlátov. Trad. Justo E. Vasco. Revisión y adaptación Tania Mikhelson y Alfonso Martínez Galilea. Editorial Fulgencio Pimentel
75) El espejo discreto - Ana Pérez Cañamares. Pre-textos editorial
76) Yo estoy vivo y vosotros muertos. Un viaje en la mente de Philip K. Dick. Emmanuel Carrère. Trad. Marcelo Tombetta. Editorial Anagrama
77) Falconer - John Cheever. Trad. Alberto Coscarelli. Debolsillo
78) La miel - Tonino Guerra. Trad. José Vicente Piqueras. Editorial Pepitas de Calabaza
79) Las lunas de Júpiter - Alice Munro. Trad. Esperanza Pérez Moreno. Debolsillo
80) Enormes cambios en el último minuto - Grace Paley. Trad. José Manuel Álvarez y Ángela Pérez. Anagrama
81) Más tarde, el mismo día - Grace Paley. Trad. César Palma. Anagrama

jueves, 9 de marzo de 2017

La pianola. Kurt Vonnegut

Decía Vonnegut que había copiado la idea de La pianola de Un mundo feliz y que, a su vez, Huxley había hecho lo mismo con Nosotros de Zamiátin. En las tres novelas existen un mundo mecanizado, una sociedad dormida, un pequeño grupo de descontentos que buscan un regreso a la naturaleza para acabar con el dominio de la elite y las máquinas que los gobiernan. La diferencia de La pianola es el humor de Vonnegut para mostrar la estupidez humana. La pianola fue su primera novela y anticipa su mirada socarrona y su desconfianza ante los deseos del ser humano. Todavía le quedaban a Vonnegut unos años para conseguir la maestría de Cuna de gato, Madre noche o Matadero cinco, o los desarrollos de Birlibirloque, El desayuno de los campeones, Galápagos o Cronomoto donde todo es un centro, la acción y los personajes que fluyen en espacios y tiempos caóticos y un humor más afilado, impetuoso y alocado.

La pianola se disfruta desde el inicio, el descubrimiento del mundo tras la última guerra y cómo los ingenieros han construido tal cantidad de máquinas diferentes que han hecho inservible al ser humano. Un puñado de ingenieros y directivos forman una élite a un lado del puente de Ilium, los hombres y mujeres que perdieron su trabajo, y su dignidad, y viven en una cómoda desidia al otro lado del puente, mantenidos por el gobierno y las máquinas, el ejército y las cuadrillas de mantenimiento y reparaciones como únicas maneras de conservar un trabajo. Por momentos, Vonnegut parece describir el mundo de hoy, despidos en fábricas para cambiar seres humanos por robots, el trabajo de las máquinas que cubre los gastos de la sociedad (ya se habla de máquinas que tributarían a la seguridad social), la mirada aborregada y bobalicona de muchos de quienes perdieron su trabajo ante los nuevos aparatos que hacen la vida más confortable en apariencia, la élite que necesita esclavos para seguir en el poder, que no deja ser humano al ser humano.

Paul Proteo es hijo de uno de los grandes hombres de la historia reciente de Estados Unidos. Ingeniero, director de una fábrica, y aspirante a ocupar el puesto que dejó su padre, siente que algo no acaba de cuadrar. A veces cruza el puente en su viejo coche y con su vieja ropa, entra en una taberna donde observar qué fue de aquellos hombres que llenaban las fábricas en los tiempos pasados, observa una pianola que toca sola, sin ayuda de nadie, una máquina antigua que mostraba el futuro que esperaba a la sociedad. Hay algo que se resquebraja en Paul poco a poco. La visita de su amigo Finnerty, ingeniero con el que hizo sus primeros trabajos y que ha dejado su puesto, algo inconcebible para un ingeniero. Finnerty le muestra la corriente subterránea que existe bajo la previsibilidad en la que se mueve la sociedad en la que vive. En esos encuentros al otro lado del puente, Paul descubre la tristeza de hombres y mujeres por sentirse inútiles, por haberles arrebatado la dignidad que les daba un trabajo y un jornal, por estar cerca de la nada.



―¿Por qué decía usted que la gente del otro lado del río es la oposición? ―preguntó Paul―. Cree que están haciendo la obra del diablo, ¿no?
―Eso es un poco fuerte. Digamos que ustedes han puesto al descubierto lo endeble que era el artículo que los eclesiásticos estaban vendiendo, la mayoría de ellos. Antes de la guerra, cuando aún tenía feligreses, yo solía explicarles que su vida espiritual en relación con Dios era la cosa más importante de su vida, y que su papel en la economía no era nada en comparación. Ahora ustedes les han privado de su papel en la economía, en el mercado, y están descubriendo, la mayoría de ellos, que lo que queda es aproximadamente igual a cero. Prácticamente nada, en realidad. Tengo el vaso vacío.
Lanzó un suspiro y luego continuó:
―¿Qué esperaban ustedes? Durante generaciones se les educó para que adoraran la competencia y el mercado, la productividad y la utilidad económica, y para que envidiaran a sus semejantes…, y de pronto… ¡zas!, se les priva de todo eso. No pueden participar, ya no pueden ser útiles. Toda su cultura se ha ido al diablo.


Como en toda sociedad que aspira a la perfección, en La pianola están los descontentos, hombres y mujeres que pretenden imitar a los indios en su lucha contra el hombre blanco y el avance que todo lo destruyó. Tienen sus necesidades cubiertas, pero Vonnegut muestra la tristeza y la amargura por la pérdida de su humanidad, aquello que los definía poco tiempo atrás, por no ser creativos o útiles, por formar una masa casi inerte. Hay un personaje especialmente divertido, el sha de Bratpuhr, dirigente espiritual de una secta de visita a Estados Unidos. En cada hombre y mujer que ve, en cada gesto cotidiano, en cada encuentro fuera de la red de su guía que quiere mostrarle el avance y la libertad de la nueva sociedad, ve esclavos. La élite de ingenieros y directivos viven alejados de aquellos a quienes dicen servir, van de campamento para fortalecer sus ideas y mensajes, se entretienen en pensar nuevos máquinas, trampas para ratones, barberos, que sustituyan al ser humano, parecen un grupo de locos y niños.

El inevitable enfrentamiento entre la élite y la sociedad es caótico, por momentos la revolución parece detener la maquinaria de la sociedad, las fábricas paradas, la élite sorprendida. La destrucción quiere ser total, deshacerse de todo aquello que recuerde a una máquina, y con ello el peligro de volver a la oscuridad de siglos atrás. Pero Vonnegut da un paso más, cuando los “nuevos indios” se ven derrotados, como lo fueron ante el hombre blanco tras la victoria en Little Bighorn, se arremolinan ante las pequeñas máquinas supervivientes y vitorean cada gesto mecánico. Vonnegut muestra el peligro de un poder deshumanizado, hasta dónde llegar en la relación con las máquinas y robots y qué define al ser humano.








Colgó y volvió la cara hacia el mundo a través del cristal empañado de la cabina telefónica. Junto con la sensación de mareo experimentaba una sensación nueva, de identidad fuerte y renovada, que crecía en su interior. Era un amor generalizado, sobre todo hacia la gente pequeña, las personas corrientes. Dios las bendiga. Habían estado ocultas a él durante toda su vida: las paredes de su torre de marfil le habían impedido verlas. Ahora, aquella noche, había ido hasta ellas, había compartido sus esperanzas y sus decepciones, había comprendido sus anhelos, había descubierto la belleza de sus simplezas y sus valores mundanos. Aquello era real, aquel lado del río, y Paul amaba a aquellas personas corrientes y quería ayudarlas y dejar que supieran que las quería y las comprendía, y quería que también ellas le amaran a él.


Antes había un montón de cosas tontas que podía hacer un pobre desgraciado para ser grande, pero las máquinas acabaron con eso. Mire, antes podías irte a navegar en un Clipper grande o en un barco pesquero y ser un gran héroe en una tormenta, o si no, podías ser pionero e irte al Oeste y guiar a la gente a abrir rutas y expulsar a los indios y tal. O podías ser un vaquero, o muchas cosas peligrosas que había, y podías seguir siendo aún un podre desgraciado.
Ahora todas las tareas peligrosas las hacen las máquinas, y a los pobres cabrones les amontonan por ahí en grandes montones de casas prefabricadas que parecen el final de un juego de monopoly, o en barracones, y lo único que pueden hacer es estarse allí y esperar que haya un gran incendio y que puedan entrar corriendo en un edificio en llamas delante de todo el mundo y salir con un niño en brazos. O tal vez pueden tener la esperanza (aunque no lo dicen en voz alta por lo terrible que fue la última vez) de que haya otra guerra. Que no la va a haber, claro.
Y, bueno, supongo que las máquinas han mejorado muchísimo las cosas, claro. Sería un tonto si dijese que no lo han hecho, aunque hay muchos que dicen que no, y yo puedo entender perfectamente qué quieren decir. Parece que las máquinas han acaparado todos los trabajos buenos, en los que un hombre podía ser fiel a sí mismo y no ser falso con nadie, y han dejado todos los trabajos tontos. Y creo que yo soy más o menos el final de una raza, aquí plantado sobre mis dos pies.
Kurt Vonnegut. La pianola. Traducción de José Manuel Álvarez Flórez. Hermida editores.