Decía Tecman, parafraseando a Vonnegut, que estar en el
centro equivalía a perderse lo más interesante, que había que acercarse hasta
el borde mismo del abismo para encontrar formas, ideas e imágenes inesperadas y
turbadoras. Joseph Brill, el protagonista de La galaxia caníbal, renuncia a acercarse al borde y se instala en
un centro cómodo y anodino que le ciega de por vida, convertido en un hombre
que se rinde demasiado pronto, que deja escapar conocimientos enriquecedores. Todo
es centro para Brill, el mediocre colegio de primaria que dirige en mitad de
Estados Unidos, los días y los años que se repiten en una suerte de infierno,
las pérdidas desde la infancia, primero su familia en aquellos trenes que
cruzaron Europa hacia las chimeneas de los campos de exterminio, luego la
amistad y el coraje y la imaginación y la astronomía donde Brill veía un ancho
mundo donde lo creado y lo no creado podrían coexistir, todo aquello, familia,
sueños, imaginación, echados pacientemente abajo durante años y años de hastío
y repetición, la desgracia de Brill de verse engullido por el tedio y la
medianía. He aquí la primera grieta: en el paso de la infancia a la vida
adulta Brill vive el ascenso del
nazismo, se esconde primero en un convento y luego en un granero para
sobrevivir, lee y lee durante su encierro, abandona la astronomía por la
educación en una tierra que desconoce. De su vida en París sólo quedan la idea
de una educación dual donde se integren laicismo, judaísmo y ciencia y la
búsqueda de una inteligencia luminosa y original entre sus alumnos —de descubrir estrellas
en el cielo a hacerlo en las aulas—.
La grieta se agranda y Brill se conforma. Y es este conformismo y una idea
preconcebida de la enseñanza lo que le impide encontrar esa estrella que tanto
anhela entre sus alumnos—.
Más preocupado en ver el reflejo de las madres en las hijas, Brill tendrá una
nueva oportunidad de abandonar su centro, de mirar más allá de lo preconcebido,
al conocer a la lingüista Hester Lilt. Brill, deslumbrado por la filosofía
lógico-imaginista de Lilt, buscará en la hija el genio puro de la madre y en la
madre un amor intelectual. Pero Brill será incapaz de cambiar su mirada y verá —proyectará— en una niña callada,
tímida y que se distrae en clase una mediocridad que no es tal. El centro es un
lugar cómodo.
En La galaxia
caníbal, Ozick crea una historia implacable y un personaje que llega
demasiado tarde a una suerte de epifanía que le hace darse cuenta de su fracaso
vital, además de criticar la estrechez de miras de un sistema educativo que
marca el futuro de una persona desde su infancia, incapaz de ver más allá de
sus narices. Ozick no muestra un despertar a la conciencia o un renacimiento
tras duras pruebas —la
segunda guerra mundial, la pérdida familiar, el miedo y el cautiverio—, sino el drama de Brill
por sus ideas graníticas, su ausencia de riesgo, su ceguera con todo y todos.
Brill vive adormecido, ve pasar los cursos escolares como uno solo, cree
anticipar el adulto en los niños, se mueve entre la religión y la ciencia,
entre lo que existe y podría existir en su lugar. Su vida es un dejar pasar.
Sólo la lingüista Hester Lilt le hace reaccionar, en un principio. Porque Ozick
no da un respiro, no llega a una revelación crucial, sino que describe la
parquedad en la vida y las certezas de Brill. Todo aquello que fue Brill, el
niño fascinado por una estatua, el muchacho escondido en un convento y un
granero que lee poesía y teología, el estudiante de astronomía que decide
marcharse a una nueva tierra, todo eso, derruido poco a poco por la mediocridad
y la tranquilidad de una vida cómoda, no cambia con su relación con Lilt, sino
que se agudiza, Brill preocupado por no abandonar su centro y acercarse al
borde para ver qué puede encontrar allí. Brill lee los estudios de Lilt, aspira
a descubrir en su hija una estrella, la llama por teléfono para llenar su
vacío, incapaz de asomarse a la imagen de sí mismo que le muestra Lilt, de
asumir una vida perdida. La escritura de Ozick es certera y precisa, muestra la
mediocridad en todo su dolor, y la extrañeza última con la propia vida y una manera
estática de ver el mundo.
En la playa junto al lago se comprendía mejor a sí mismo.
Fragmentos de conchillas y de rocas resbalosas agredían las plantas de sus
pies: eran los huesos y las sobras de la naturaleza. El sendero que conducía al
agua era un basural; la playa, un reguero de desperdicios. Allí todo encontraba
un equilibrio para él: el lugar de donde venía, el lugar donde había llegado. Una
caparazón extraviada. Pensó que hasta las estrellas son meros ejemplos y
artefactos de una cartografía topológica de dimensiones imaginarias:
reflexionaba acerca de esa región matemática donde puede inventarse todo y en
la que todas-las-cosas-que-existen- eligen sus formas de ser en la plenitud
ilimitada de las-cosas-que-podrían-existir.
Se decía a sí mismo: Lo
Creado y lo –No-Creado-Todavía son igualmente elocuentes cuando se expresan en
su lenguaje original, la divina fórmula de la ecuación; ¿quién puede entonces
afirmar cuál es más atractivo, cuál es más superior? Lo que consideramos Realidad
es sólo Posibilidad Parcial burdamente transformada en Materia inerte, un
modelo inventado por un físico enmarcado en el tosco armazón de la gravedad y
de las sustancias químicas.
¡Gravedad y sustancias químicas! ¡Fuerzas y átomos! La
tosquedad de los sistemas. Las galaxias bien podrían ser la alternativa posible
de algún Principio no demostrado aún en la Materia. Y el Director mismo, ¿no
era también la alternativa de otro hombre que podría haber estado allí, de pie
sobre la arena fría?
Cynthia Ozick. La
galaxia caníbal. Traducción de Ernesto Montequin. Editorial Mardulce.
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