Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

sábado, 24 de diciembre de 2022

postales —deseando que al recibo de la presente vos encontréis bien


Hace años mi padre compraba una decena de postales y me pedía que escribiera por él a familia y amigos. Sus postales y cartas empezaban con un deseando que al recibo de la presente vos encontréis bien —ese vos era la linde entre el gallego y el español en mi padre—. Nos sentábamos en la mesa de la cocina, junto a la ventana que daba al parque de juegos y el ladrillo rojo de los edificios. Intentábamos no repetir el mensaje de las postales más allá de los buenos deseos por las fiestas y el año nuevo, que cada una de ellas dijera algo personal y único. Luego, firmábamos en el último espacio libre de las postales y las llevaba, mi padre, a la oficina de correos. Era una comunicación ancestral. 

En este oficio en extinción de cartero aún hay tiempo para la lentitud de las postales y las cartas. Cada día desde hace un par de semanas buzoneo una treintena de postales en mi sección. Las hay minúsculas, cromos que apenas ocupan la palma de mi mano, o hinchadas como un cuaderno de notas —dentro, intuyo un pequeño regalo—, las hay de sobre blanco y de colores —rojo y verde en su mayoría—, de dibujos y pegatinas de estrellas fugaces, planetas orbitales, unicornios y reyes magos escalando una montaña en forma de pirámide, las hay de letra diáfana o temblorosa o la letra primeriza de los niños, tan grande y redonda y donde cabe la aventura espacial y los dragones. Vienen de A Coruña, Bruselas, Miranda de Ebro, Palencia, Berlín. Acortan distancias. Hoy he visto algunas postales de ayer todavía en los buzones —se ha perdido el gesto de abrir el buzón, como se está perdiendo la escritura a mano, esa lentitud del tiempo delante de un espacio en blanco, esa calma de la espera en esta época de lo inmediato—. A veces entrego en mano esas postales y la mirada del otro centellea por un instante. Y a veces me sorprendo: hoy, una postal de la vecina del primero al jubilado del tercero. 


Recuerdo las filas de niños y niñas nerviosos ante el buzón amarillo de la oficina en el diciembre pasado. Cada uno con una postal en la mano. Se acercaban a la boca del buzón, alguno de puntillas, y echaban la postal con cuidado. Algunos esperaban escuchar algo parecido al eco de una piedra contra el fondo de un río antes de darse la vuelta. Su sonrisa titilaba. Una vez crucé con mi carro una de esas filas. Me preguntaron si iba a abrir el buzón. Les conté que sus postales las recogería más tarde un compañero en su furgoneta y que las llevaría a la oficina, que de ahí irían al pabellón para ser clasificadas y enviadas a destino, que al día siguiente, si se las habían escrito a sus amigos del pueblo, mirasen en el buzón de casa, y si era al olentzero que no se preocuparan porque había una zona especial habilitada para sus cartas en el pabellón y pasaba todos los días a recogerlas. Ese buzón amarillo, les dije antes de continuar el reparto, era un objeto asombroso, se comunicaba con cada punto del planeta. 

—los niños me miran con asombro, me saludan con la mano y me envían un musu desde el umbral de su casa, me vigilan mientras buzoneo y me enseñan el hueco entre sus dientes (y luego las monedas que le dejó el Ratoncito Pérez) o el dinosaurio en su mano —es un triceratops, me dice un niño de tres años—, me piden las gomas que llevo en la muñeca a modo de collar y me dicen bihar arte postari— 

He escrito una postal a mi sobrino. Quería que imaginase deseos por cumplir, que los anotase en una hoja y la guardase hasta la siguiente Nochevieja. No para que viese qué se había cumplido de su lista sino para que pensase en qué quiere para sí en los próximos meses. Que visualice sus sueños.
Olvidé encabezarla con deseando que al recibo de la presente vos encontréis bien.

22.12.2022




domingo, 14 de agosto de 2022

más tiempo que vida

Nos esperan días cercanos a cuarenta grados. Está siendo un verano raro en el norte, mucho calor, ninguna tormenta, nada de lluvia. Hay días que llego de trabajar y sólo me apetece tumbarme en el sofá la tarde entera —cuando intento leer me duermo y, a veces, en mis sueños están los mundos de Bradbury o Fante—. Reparto por un pueblo cerrado en agosto, por momentos un silencio y una quietud extraños en la calle, sólo el reflejo del sol en la chapa de los coches o el calor en las puertas de los portales. Hacia el mediodía me encuentro a uno grupo de niños en los soportales de las plazas. Hoy jugaban con una cucaracha descubierta en el suelo. La rodeaban, seguían su estela, se acuclillaban para observarla mejor, hacían que chutaban por encima de ella, le lanzaban un balón en la distancia —uno de los niños, el más pequeño, pedía que no la hiciesen daño—. Un niño, cansado, la pisó, mientras el pequeño gritaba que no debió matarla. En el tren de cercanías, de vuelta a casa, anoté esa escena en móvil, era parte de mi infancia, donde pisábamos hormigas o hundíamos las manos en el barro para encontrar gusanos como cebo. Tengo un puñado de notas sobre el reparto, las últimas un hay más tiempo que vida que me dijo una mujer mientras buscaba su pasaporte, una niña que me dice que sus padres se han separado y que su padre ha vuelto a vivir a su casa de niño, una figura de un elefante blanco abandonado en un jardín porque su dueña creía que atraía la mala suerte. Me digo que algún día pasaré a limpio todas esas notas. Pero las notas crecen. Y yo apenas escribo más allá de esas líneas.

Leo en el tren de cercanías. Y en las tardes de viernes junto a la ría, cuando he acabado la semana laboral y siento todo ese tiempo desplegado ante mí como una promesa. Hace poco terminé Hambre de Fante, los últimos relatos rescatados de su archivo. Ya no hay más que leer de él y me siento ante el final de algo. He descubierto la editorial muñeca infinita, que se dedica a rescatar a escritoras desconocidas. Los chicos de mi juventud o El caballo ciego, bien, muy bien. Me he dejado llevar por esas lecturas densas de Murdoch, Oé o Singer que me asombran tanto como me agotan. He vuelto al humanismo de Bradbury en estos tiempos extraños y he leído sobre Hiroshima y Chernóbil. A veces me acuerdo de lo que decía Bobin en una de sus historias, que apenas recuerda una lectura, porque me pasa lo mismo. Entonces, siento esas lecturas como lluvia. Porque también he perdido la costumbre de escribir sobre mis lecturas. Y su recuerdo, a veces, se emborrona.

Hace un rato encendí una vela ante la foto de mi padre y una de sus postales que empezaba con un Querido hijo. Cada tarde, desde septiembre, repito ese gesto, escucho el crujir del fuego en la cerilla, hablo con mi padre, le digo que le quiero o que le extraño o le hablo de mi día o le pregunto cómo lo hacía él, años atrás. Hay momentos donde veo todo lo que tengo de mi padre, las expresiones gallegas, los puños en las caderas, el tono de voz, la forma de apretar la mandíbula y entrecerrar los ojos. Mi madre me pregunta si recuerdo lo cansado que volvía aita de trabajar. Le digo que sí, que lo entiendo, hoy. En este año de luto siento algunas cosas fuera de su sitio. Y también que otras se aposentan. Recuerdos, objetos, emociones, los caminos gallegos y los caminos minerales de aquí. Pienso en mi padre con mi edad, o en mi yo de hace treinta años, veo todo ese mundo desaparecido tras su muerte, y encuentro respuestas a algunas preguntas, entiendo algunas escenas, consuelo al niño o al adolescente que fui — llevo días donde me acuerdo de la última vez que duché a mi padre, él de pie, tembloroso, apoyado en la barra de la pared, me hablaba de uno de sus días de pesca en la frontera entre Cantabria y esta tierra, su encuentro con dos guarda civiles, uno de ellos también lucense, de la zona de mi padre, su pregunta de si conocía a un carpintero llamado Jaime Fernández, su respuesta de sí, claro, es mi padre.

p.s. Yo también tengo una tristeza de fondo, un cansancio en la superficie, ganas de leer libros de mil páginas —Wolfe, Henry Roth, Dos Passos—, de un poco de frío de invierno en este agosto y ojalá lluvia


09.08.2022

jueves, 17 de febrero de 2022

en el último silencio de la noche

Encendí una vela por mi padre la mañana de mi cumpleaños, sentía su ausencia con mayor fuerza. Luego, saqué uno de mis álbumes con fotos de mi niñez y adolescencia y postales que le escribía a mi padre en el día de su santo o que mi tía me enviaba por mi cumpleaños. Entonces, me di cuenta de que la mayor parte de ese mundo adulto de mi infancia, aquellas personas que me cobijaban y me dejaban entrever en las distintas cocinas gallegas cuando niño una vida diferente, había desaparecido. Fue un día donde tristeza y recuerdos, el gesto que repetía mi padre encada uno de mi cumpleaños, con ocho o treinta y ocho años, donde se acercaba con su sonrisa de niño en sus ojos bien abiertos y me tiraba de las orejas mientras contaba y cantaba felicidades, su manera de llamarme Fernandusco, cómo me partía las nueces que luego comíamos juntos con pan yo y vino él, recuerdos de los últimos meses de su

cuerpo desnudo, consumido y retorcido, mientras le duchaba o en los días de hospital, las últimas conversaciones, en el banco junto a su casa, que transitaban por los mismos caminos, como si mi padre quisiera fijar unos recuerdos sobre otros —los días de pesca, las ruadas nocturnas, los jornadas de cavar en el monte—, esa forma de relatarse en una voz que ya no era enteramente suya, que había perdido calidez por rigidez. Se juntaron la ternura el amor la congoja la extrañeza. No acabo de acostumbrarme a este mundo donde no veo a mi padre.

Me cuesta salir de este silencio de hace meses y mostrarme. A principios de enero sentí que estaba agotado y pedí vacaciones. El año pasado donde la muerte de mi padre, el ictus de mi madre y asumir tantas emociones extremas —amor rabia culpa vacío belleza— había colocado un gran peso dentro de
mí. Durante un par de semanas me despertaba temprano, antes del amanecer, desayunaba en el último silencio de la noche, y subía al monte cuando aún los prados blancos y el aliento en mi boca. Vi nidos entre las ramas desnudas y el vuelo de los petirrojos, recordé cómo mi padre hacía música con las hojas

de las flores en su boca, crucé robles y pinos y eucaliptos —y me han hablado de aquel eucalipto que plantó mi abuelo junto a su casa, de aquellas tardes de agosto con mi tía recogiendo piñas para el invierno, mi tía con dos sacos sobre la cabeza, en un equilibrio inaudito, yo con la carretilla—, metí los pies entre las hojas secas, como niño y respiré el aire frío —lo he sentido dentro, aquietándome. En esos paseos por el monte, donde cada día me adentraba un trecho más y sonreía porque, de niño, me daban miedo la soledad y el bosque, llegaba a otro tipo de silencio a través del cansancio, sentía cada día como una pequeña existencia donde se mezclaban los mundos existentes y los desaparecidos. Descendía hacia este pueblo con algo parecido al sosiego dentro de mí.

En unos minutos encenderé una vela a mi padre. Como en cada atardecer desde hace cinco meses.

09.02.22

miércoles, 12 de enero de 2022

2021 en lecturas


Leo al atardecer, junto a la ventana abierta —el calor suave y el silencio del primer domingo de enero tras las celebraciones—. A medida que paso las páginas crece la penumbra en la tarde y las palabras en sombra. Levanto la vista cada cierto tiempo hacia los arces deshojados y pienso en mi padre y su mano en la mía en el atardecer que inició este mundo nuevo, en aquello que me quiere decir Joan Didion, mi primera lectura, sobre el duelo y el dolor, en mi falta de propósitos lectores más allá de este gesto de leer hasta la penumbra, en mi falta de propósitos generales más allá del gozo, lentitud, amor del que habla Bobin en Geai —y de sosiego, serenidad y descanso.

Hace un año empecé un diario lector. Escribía cada tarde, a lápiz, y recordaba dónde leía, cuándo, qué sentía, qué pasado me traía un fragmento. Repetía el lamento de no leer bien sino a trompicones, de sentirme en la superficie de una lectura por mi cansancio acumulado. Pero escribía y dejaba constancia de una frase, un personaje, un gesto: una manera de aferrar e inmovilizar una lectura —porque, al contrario de Bobin, que olvida sus lecturas al poco de terminarlas y lo deja estar, yo aspiraba a ser Funes el memorioso—. Hasta mayo, completé un cuaderno y medio de notas. La mitad del segundo cuaderno quedó en blanco.

*

Este año que acaba de terminar está definido por la muerte de mi padre. Cuento el tiempo de otra manera: hasta mayo, la calma y lo esperado, de mayo a septiembre, el ictus de mi madre, las diferentes neumonías de mi padre, los cuidados diarios donde amor culpa rabia; a partir de septiembre, este mundo nuevo donde no está mi padre —y que me hace pensar en la vida como olas, como oleadas, cada uno de nosotros parte de una de ellas que se extiende con fuerza y se extingue con igual energía, cada uno de nosotros parte de un fundido encadenado. Todos los mundos que se pierden, que se han perdido—. Desde mayo mis lecturas fueron, más de una vez, algo brumoso distante oculto; también, más de una vez, abrigo silencio pausa.

*

Esto que hago ahora, escribir sin destino, no es un intento por completar tantos meses de silencio ni un ejercicio de memoria prodigioso donde reseñar cada lectura. Esto es el placer de sacar los libros de su lugar en las estanterías, volver a abrirlos en las páginas señaladas o en otras al azar, encontrar mi letra donde una fecha y una frase que definiera mi lectura escritas a lápiz en las primeras páginas, recordar dónde lo leí, si en casa, en el tren, antes del amanecer, si junto a mi padre en un banco al sol o en una habitación de hospital, si fue un regalo o en qué librería lo encontré. Esto que hago ahora es darles otro tiempo y otra mirada a los algo más de sesenta libros que leí el pasado año y reconstruir toda la vida que transcurrió entre el final de una lectura y el inicio de la siguiente.

*

Hay libros cuyo valor van más allá del literario. Un tronar de tambores y otras historias de la caballería americana fue mi primera lectura tras la muerte de mi padre, un western por aquellos días de hospital de estos últimos años —y han sido más de una docena de ingresos— donde mi padre y yo pasábamos las tardes con las serie b de Randolph Scott o el hombre sin nombre de Leone o el paisaje telúrico en las películas de Ford, unos relatos los de Warner Bellah cuyo valor está en los detalles —el sudor de caballos y hombres, su cercanía a los centauros, el cuero de las sillas de montar, las jornadas de marcha bajo el sol, las señales en la tierra, las acampadas nocturnas—, y en ser la base de la trilogía de la caballería de Ford más que en las historias en sí. No fue una buena lectura, no me pareció un buen libro, pero fue una forma de encontrarme con mi padre.

*

Querría hablar de la rabia y clarividencia de Ruth Klüger en Seguir viviendo, del hechizo de ciudades imposibles en Italo Calvino, del impacto y el temblor ante La ternera, querría hablar de la inteligencia abarcadora de Lem para reírse de nuestro antropocentrismo y decirnos que no todo en todas partes es para nosotros, del creo en lo que tiembla de Isabel Bono y del recuerdo constante del amigo suicida en Amarillo de Romeo, querría hablar de los mundos de Dick y sus intentos de entender una realidad inasible y de universos que se vierten en otros, del azar y el dolor en Homo Faber y la crueldad en Kristof y la ternura en Bobin y Marisa Madieri, querría hablar de las lecturas políticas, los kibutz de Oz, el colonialismo europeo contado a través de las víctimas africanas en Un grano de trigo, la Alemania nazi ante su caída en Todo en vano o La casa herida, de la intolerancia y el destierro en Weil y Hautzig, del pasado remoto que sobrevive en los viejos creyentes aislados en la taiga de Peskov, del lenguaje y la religión retorcidos hasta dar con algo nuevo en Eisejuaz, de Sara Gallardo, de este poema de Blandiana que me deja del revés

Ahora te rezo a ti,
Tú eres la estación intermedia
De la que solo sé que existe,
Tú eres la parada en la que mis palabras
Se transforman en alfabeto.
Te rezo a ti,
Sin saber qué pedirte
Excepto a ti mismo,
Y tú transcribes mis palabras sin entenderlas
Y despacio te las llevas lejos.

… de los poemas de Chivite que leí en una habitación de hospital —un proclamar, sin más, que se está vivo—, de la aventura por la aventura en el Peregrino encantado de Leskov y de la aventura como tragedia griega en Diario de los años del plomo de Matheson, querría hablar de la voz inteligente de Iris Murdoch en Bajo la red y de la forma de escribir de Hemingway, esa punta del iceberg que son sus relatos donde se calla más que se muestra, de las decepciones de La parábola del sembrador de Butler y Un pez gordo de Wallace, del reencuentro con los relatos de Carver y los mundos reconocibles de Halfon y Dovlátov, autores que convierten su persona y su vida en personajes y realidad ficcionada, de los amaneceres vistos a través de una ventana de tren con los relatos de Amy Hempel donde concisión para escribir sobre las dudas y el dolor, de la Armenia que descubrió Grossman, el África de Kapuściński o el Kentucky desolador de Offutt. Querría escribir tanto. Pero no puedo. No hay palabras.

*

Mis tres libros de 2021 serían La ternera, de Aurora Freijo Corbeira, por su sobriedad e intimismo para acercarse a la soledad e incomunicación en una niña de cinco años, la ruptura del lenguaje que propone Sara Gallardo en Eisejuaz, y Las ciudades invisibles de Italo Calvino, donde el misterio de quien cuenta sus viajes y de quien imagina las palabras del otro

*


(coda) Una de las muchas frases subrayadas en este último año: Todos vivimos en el intersticio de la vida de los demás (Iris Murdoch)







•    Seguir viviendo - Ruth Klüger. Trad. Carmen Gauger. Contraseña editorial
•    Quizás en otro lugar - Amos Oz. Trad. Raquel García Lozano. Debolsillo
•    Brazos, piernas, cielo - Isabel Bono. Baile del sol ediciones (Relectura)
•    El valor desconocido - Hermann Broch. Trad. Isabel García Adánez. Sexto piso
•    En nuestro tiempo - Ernest Hemingway. Trad. Rolando Costa Picazo. Debolsillo
•    La ternera - Aurora Freijo Corbeira. Anagrama
•    Mendelsshon en el tejado - Jiří Weil. Trad. Diana Bass. Impedimenta
•    Ébano - Ryszard Kapuściński. Trad. Agata Orzeszek. Anagrama
•    Me muero - Isabel Bono. Bartleby editores
•    Canción - Eduardo Halfon. Libros del Asteroide
•    Los viejos creyentes - Vasili Peskov. Trad. Marta Sánchez-Nieves. Impedimenta
•    La estepa infinita - Esther Hautzig. Trad. Santiago del Rey. Salamandra
•    Que el bien os acompañe - Vasili Grossman. Trad. Marta Rebón. Galaxia Gutenberg
•    Dibujos animados - Félix Romeo. Plot
•    Los ojos vendados - Siri Hustvedt. Trad. Claudio López de Lamadrid. Circe
•    Discothèque - Félix Romeo. Plot
•    Subir a respirar - George Orwell. Trad. Esther Donato. Debolsillo
•    Amarillo - Félix Romeo. Plot
•    Provocación. Biblioteca del Siglo XXI - Stanisław Lem. Trad. Abel Murcia y Katarzyna Moloniewicz. Impedimenta
•    Noche de los enamorados - Félix Romeo. Plot
•    La invasión divina - Philip K. Dick. Trad. Albert Solé. Minotauro
•    Un grano de trigo - Ngugi wa Thiong´o. Trad. Marta Sofía López. Debolsillo
•    La parábola del sembrador - Octavia E. Butler. Trad. Silvia Moreno Parrado. Capitán Swing
•    Homo Faber - Max Frisch. Trad. Margarita Fontseré. Seix Barral
•    Dime una adivinanza - Tillie Olsen. Trad. Blanca Gago. Editorial las afueras
•    Cárcel - Emmy Hennings. Trad. Fernando González Viñas. el paseo
•    El invencible - Stanisław Lem. Trad. Abel Murcia y Katarzyna Moloniewicz. Impedimenta
•    El futuro recordado - Irene Vallejo. Contraseña editorial
•    Lo pasado no es un sueño - Theodor Kallifatides. Trad. Selma Ancira. Galaxia Gutenberg
•    El asedio de Troya - Theodor Kallifatides. Trad. Neila García. Galaxia Gutenberg
•    Un pez gordo - Daniel Wallace. Trad. María Corniero. Círculo de lectores
•    Formas de volver a casa - Alejandro Zambra. Anagrama
•    Diario de los años del plomo - Richard Matheson. Trad. José Luis Piquero. Hermida editores
•    El peregrino encantado - Nikolái S. Leskov. Trad. Fernando Otero Macías. Alba
•    El claro del bosque - Marisa Madieri. Trad. Valeria Bergalli. Minúscula
•    Todo en vano - Walter Kempowski. Trad. Carlos Fortea. Libros del Asteroide
•    Lejos del bosque - Chris Offutt. Trad. Javier Lucini. Sajalín
•    Catedral - Raymond Carver. Trad. Benito Gómez Ibáñez. Anagrama (relectura)
•    Una cuestión de equilibrio. Poesía completa - F. L. Chivite. Luces de Gálibo
•    Morir en primavera - Ralf Rothmann. Trad. Carlos Andreu. Libros del Asteroide
•    Hombres en mi situación - Per Petterson. Trad. Lotte K. Tollefsen. Libros del Asteroide
•    Kentucky seco - Chris Offutt. Trad. Javier Lucini. Sajalín
•    La casa herida - Horst Krüger. Trad. Virginia Maza. Siruela
•    Todos marcharon a la guerra - David Vogel. Trad. Rhoda Henelde y Jacob Abecaís. Xordica
•    Un tronar de tambores y otras historias de la caballería americana - James Warner Bellah. Trad. Lorenzo Días. Valdemar
•    Ayer - Agota Kristof. Trad Ana Herrera. Libros del Asteroide
•    Variaciones sobre un tema dado - Ana Blandiana. Trad. Viorica Patea y Natalia Carbajosa. Visor libros
•    Leica Format - Dasa Drndić. Trad. Juan Cristóbal Díaz. Automática editorial
•    Las ciudades invisibles - Italo Calvino. Trad. Aurora Bernárdez. Siruela
•    Cuantos completos - Amy Hempel. Trad. Silvia Barbero. Austral
•    El consuelo de los espacios abiertos - Gretel Ehrlich. Trad. Elisa Lobato. Volcano
•    El enebro - Barbara Comyns. Trad. Miguel Ros González. Alba editorial
•    Geai (las aventuras de una sonrisa) - Christian Bobin. Trad. Alicia Martínez. Pre-Textos
•    Eisejuaz - Sara Gallardo. Malas tierras
•    La promesa de Kamil Modrácek - Jiří Kratochvil. Trad. Elena Buixaderas. Impedimenta
•    Caballos que cantan - Isabel Bono. La isla de Siltolá
•    El escenario - Karmelo C. Iribarren. Visor
•    El valle del Issa - Czeslaw Milosz. Trad. Ana Rodón Klemensiewich. Tusquets
•    Cuanto más deprisa voy, más pequeña soy - Kjersti Annesdatter Skomsvold. Trad. Cristina Gómez Baggethun. Lengua de trapo
•    Bajo la red - Iris Murdoch. Trad. Javier Alfaya y Barbara McShane. Impedimenta
•    El mago de Lublin - Isaac Bashevis Singer. Trad. Luis Buelta. Debolsillo
•    Oficio - Serguéi Dovlátov. Trad. Tania Mikhelson y Alfonso Martínez Galilea. Editorial Fulgencio Pimentel.