Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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martes, 23 de junio de 2020

+27. Lovecraft


Son dos hermanos. De unos cinco y tres años. La mayor salta nerviosa junto a su patín mientras el pequeño se sube a una moto de juguete. Es la primera mañana en más de cuarenta días que pueden salir a la calle. Hablan entre ellos con su voz de dibujos animados. Entonces, de improviso, se quedan quietos, los dos, pequeñas estatuas de piedra en la acera vacía, tan sólo los pájaros sobre su cabeza en el fin de su reinado en las mañanas. Apenas son unos segundos de quietud extrema, el tiempo fijado en sus pequeños cuerpos. Imagino su estupor por estar fuera de, el suelo rojizo de la acera, el parque de juegos precintado, la hierba, crecida, sin cortar, y el aire rodeándolos, las miradas desde los balcones de quienes llevamos horas despiertos y acudimos a la ventana por el nuevo sonido en la mañana, el recuerdo de un gesto antes de, la sensación de que esos dos niños, los primeros entre todos, habrán pasado una noche de reyes en abril y ahora, el regalo es estar al otro lado de la ventana, es saltar y correr sin barreras de muebles y alfombras y objetos quebradizos. Hay algo de nostalgia y pérdida en sus figuras en la acera: no su nostalgia o su pérdida, sino las mías, de cuando el mundo antes de sus férreos significados. Miran a su madre, su centro, y echan a correr, primero poco a poco, luego en una carrera donde suman risas, ánimos, pisadas, saltos. Llegan a la curva del puente, dan la vuelta y, ante sí, trescientos metros de acera roja, pioneros en esta nueva normalidad, en este reajuste de nuestros gestos. Los dejo, ahí fuera, y corro por casa mientras su algarabía.

Salgo a comprar el pan entre padres y sus hijos. Cuando vuelvo a casa le hablo a e. de mi angustia durante unos minutos, ahí fuera, como en aquellos días de estanterías vacías en el supermercado antes del confinamiento y cómo aquel gesto, aquel vacío, aquella realidad de otros se imponía a la mía. Le hablo para deshacer miedos, para ver aquello que se me escapó en una primera mirada, las palabras, estas palabras, contra una realidad desvirtuada e incompleta. Confieso mi angustia a e. y desaparece poco a poco: soy yo quien estaba incómodo entre tantas presencias en unas calles vacías hasta ayer, soy yo quien tiene que hacer el trabajo de reacomodar el mundo de ahí fuera y unir el antes y el después del confinamiento en un punto, soy yo quien veía no los comportamientos cívicos de la mayoría de familias sino aquellos gestos de dos padres despreocupados de sus hijos. Hablo con e., reconstruyo los cinco minutos fuera, y descubro en la cocina de casa, mientras se escuchan los gritos de dibujos animados al otro lado de la ventana, aquello que pasé por alto, la madre y sus dos hijas con mascarillas, la conversación entre dos amiguitas a distancia, las carreras en triciclos, patines y bicicletas, los pasos dubitativos de los más pequeños, las sonrisas y el asombro, sus gestos entre la energía y la precaución, como si no se creyeran fuera de casa.

(coda) Busco las reacciones a este primer día de niños en la calle en las redes sociales. Hay, sobre todo, alarma y miedo y quejas profundas por la irresponsabilidad de padres y gobierno, muestran fotos y vídeos para confirmar sus palabras, fotos y vídeos que pueden estar manipulados, palabras que pueden ser de un bot, pero también hay felicitaciones, alegría y el placer por volver a escuchar juegos de niños en la calle. El ruido bronco de las redes sociales, esa realidad no real, esas sombras en la pared de la caverna.


***

Es la amenaza de una presencia invisible en las tierras blancas y gélidas de La Antártida, una presencia cósmica y maligna, dormida en el tiempo. Es el contorno de ciudades fantasmas y extraños cuerpos fosilizados y los aullidos en una tierra en apariencia solitaria. Es el enfrentamiento con el misterio y el horror, con algo entrevisto por el rabillo del ojo, nuestra pequeñez ante todo lo desconocido que nos rodea desde tiempos inmemoriales. Es la aventura y el horror y el peso del universo.


El primero en avistar la línea dentada de conos y picos de aspecto maléfico, delante de nosotros, fue el marinero Larsen; y sus gritos atrajeron a todos a las ventanillas del gran aeroplano. A pesar de la velocidad, fueron adquiriendo nitidez muy lentamente, lo que nos hizo comprender que estaban lejísimos y que únicamente eran visibles solamente por su altura excepcional. Poco a poco, no obstante, se fueron elevando severos en el cielo de poniente, permitiéndonos distinguir varias cimas peladas, desoladas, negruzcas y experimentar la curiosa sensación de fantasía que inspiraban al verlas a la luz rojiza del Antártico sobre un enigmático fondo de nubes iridiscentes de polvo de hielo irisdiscente. Había en el espectáculo un atisbo penetrante y persistente de prodigioso misterio y potencial revelación, como si estas cimas desnudas fuesen los pilones de una entrada espantosa a prohibidas esferas de ensueño, a abismos complejos de remoto tiempo y espacio, a la ultradimensionalidad. Tuve la impresión de que eran algo maligno: montañas de locura cuyos flancos tramontanos asomaban a algún abominable abismo final. Aquel fondo hirviente de nubes semiluminosas poseía atisbos de una etérea y vaga ultraidad mucho más remota que la terrenalmente espacial, y transmitía impresionantes recordatorios de la absoluta lejanía, desolación y muerte de este mundo austral jamás hollado ni sondado.
H.P. Lovecraft. En las montañas de la locura. Traducción Francisco Torres Oliver. Valdemar.

domingo, 21 de junio de 2020

+25. Hardy


Improvisa una oficina junto a la ventana. Hace unos minutos se apagaron las farolas de la calle en silencio. Ese instante preciso donde la luz se extingue de súbito y se acrecienta la penumbra de la mañana por un segundo entre la claridad primera tras los montes, esa oscuridad quieta tras la tristeza en el destello último de una modesta bombilla, es el instante donde, en las últimas semanas, nos habríamos despedido e. y yo en la puerta de casa, su/mi te quiero, un último abrazo y garrote susurrado al oído, sus pasos alejándose en el pasillo, mi cabeza cansada por las pocas horas de sueño que me hacen detenerme en una habitación, sin saber dónde ir o qué hacer hasta que recuerdo la vida cotidiana en una lavadora, una sartén o los platos en la pila.
Acerca la mesa a la ventana, e., la misma mesa donde escribo en mis madrugadas insomnes de las últimas semanas, cuando no trabajo en el pabellón y me despierto de madrugada rodeado de sombras negras sobre sombras negras, la misma mesa donde e. dibuja mandalas o construye nidos con una piedra una rama una concha unas hebras musgo o convierte cajas de galletas y tapones y telas rotas en dragones para niños, la capacidad de e. para transformar la realidad en algo nuevo, de crear nidos donde aovillarse y descansar y soñar y recordar y creer.
Es su primer día de teletrabajo en estas seis semanas de estado de alarma. Ha luchado por ello. Yo, somnoliento, friego o cocino mientras e. contesta al teléfono, hace las planificaciones de las auxiliares, llama a los usuarios y familiares del servicio de ayuda a domicilio del ayuntamiento de b. Descubro su trabajo en persona, el miedo la incertidumbre el enfado el silencio la culpa el valor en las conversaciones con las auxiliares —su trabajo ninguneado e invisible en estos días, cuando, ahí fuera, las higienes a personas dependientes y las compras y las limpiezas y la preparación de comidas, centenares de mujeres (apenas hay un par de hombres) que, con su trabajo, hacen compañía a aquellos que están solos—.
Hay un momento donde me doy cuenta de la suerte que tenemos, e. y yo. Pasamos por este encierro juntos, hablamos de nuestras emociones, el miedo (subterráneo) la extrañeza la rabia, leemos en el sofá y compartimos nuestras impresiones, nos abrazamos porque necesitamos caricias donde anidar, nos preguntamos cómo hemos llegado aquí y qué nos espera en los próximos días, ejercemos de expertos en pandemias durante unos segundos antes de volver a la realidad y decir: no sé, hacemos planes conjuntos para los días tras el estado de alarma: tocar tierra, volver al monte tras la ventana, comprar pan artesano en nuestra panadería favorita de la ciudad cercana y, cuando soñamos, volver al camino de Santiago, unos días junto al mar, hospedarnos en nuestro refugio tótem. Hay un momento donde me doy cuenta de mi suerte. Entonces, me acerco y beso a e.


(coda) Recuerdo su curiosidad cuando empecé a escribir en marzo. Le respondí que un diario, para conjurar el tiempo y mis miedos. Y, ante sus ganas de leerlo, le aseguré que lo haría una vez escribiese la última palabra. Este diario, también, como nido.


***

Fue una lectura fronteriza, la de Jude el oscuro, en aquellos días de septiembre entre verano y otoño del pasado año. Y frontera es la palabra que asocio para este libro de Hardy, la que cruza Jude de la infancia al mundo adulto, de la inocencia e ignorancia de los sueños de un niño, sentado en el tejado de una vieja casa donde ver las luces de la ciudad, a la lucidez y el dolor de un amor y un sueño fracasados, de la presencia del pasado en los libros en latín y griego y en las fachadas de los edificios de la ciudad a la ferocidad de una sociedad que no admite salirse de un camino recto, frío y material; la frontera entre el mundo ideal y aquel donde se libra una lucha entre la carne y el espíritu, entre la gente real y la religión, entre las normas y el corazón; la frontera donde confluyen el yo con el otro. Y esa frontera es capaz de aniquilarnos, si no sabemos movernos por ella como contrabandistas.
Es curioso leer hoy Jude el oscuro, una historia donde un hombre y una mujer aspiran a vivir su amor sin pasar por el matrimonio y su choque contra una sociedad oscura y ruda que no acoge sino que expulsa. Por momentos, como en otros libros de la época, me sentí tanto en una prospección antropológica como en un ambiente que me recordaba a la ciencia ficción.


Este beso marcó un giro decisivo en la carrera de Jude. Una vez en casa, y entregado a sus meditaciones, se dio cuenta de una cosa: que aunque el beso que le había dado a ese ser etéreo le pareciera el momento más puro de su malhadada vida, en tanto venía a alimentar un sentimiento ilícito le hacía ver la contradicción que suponía el persistir en la idea de convertirse en soldado y servidor de una religión en la que el amor sexual estaba considerado en el mejor de los casos como una flaqueza y, en el peor, como una maldición. Lo que había dicho Sue con tanto calor era efectivamente la fría realidad. Puesto que en lo único que pensaba era en defender su amor con uñas y dientes y en prodigar, por encima de todo, sus atenciones para con ella, estaba condenado ipso facto como profesor de la moral tradicionalmente aceptada. Su naturaleza le incapacitaba, evidentemente, como le había incapacitado su posición social, para el desempeño de la función de defensor de un dogma acreditado.
Era extraño que su primera aspiración —la de seguir unos estudios con aprovechamiento— se hubiera visto truncada por una mujer, y que la segunda —el apostolado— viniera a truncársela igualmente otra mujer. «¿Tendrán la culpa las mujeres —se decía—, o la tendrá este artificial sistema de cosas bajo el que los normales impulsos del sexo se convierten en cepos domésticos y lazos que atrapan y sujetan a quienes aspiran a progresar?».
Su constante aspiración había sido llegar a ser un profeta, por humilde que fuera, para sus hermanos atribulados, sin ánimo de alcanzar ningún lucro personal. Sin embargo, con una esposa que vivía lejos de él con otro marido, preso como estaba de un amor ilícito, y habiéndose rebelado su amada contra su propio estado, probablemente por culpa suya, se había colocado en una situación difícilmente respetable, según las normas usuales y corrientes.
No tenía por qué pensarlo más; no cabía otra cosa sino hacer frente a la evidencia: se había convertido en un perfecto impostor como hombre consagrado a la orientación religiosa.
Esa tarde, al oscurecer, salió al huerto y cavó un hoyo, llevó todos los libros de Teología y de Ética que poseía, y los metió en él. Sabía que en este país de verdaderos creyentes no le darían por ellos más de lo que valieran al peso, así que prefirió deshacerse de todos a su manera, aunque perdiese dinero. Prendió fuego a unos cuantos folletos sueltos para empezar, hizo trozos todos los volúmenes y los fue removiendo entre las llamas con una horca de tres dientes. La hoguera iluminó y calentó la parte trasera de la casa, el corral y su propia cara, hasta que se consumieron todos los libros más o menos.
Thomas Hardy. Jude el oscuro. Traducción Francisco Torres Oliver. Alba editorial.