Improvisa una oficina junto a la ventana. Hace unos
minutos se apagaron las farolas de la calle en silencio. Ese instante preciso
donde la luz se extingue de súbito y se acrecienta la penumbra de la mañana por
un segundo entre la claridad primera tras los montes, esa oscuridad quieta tras la tristeza en el destello
último de una modesta bombilla, es el instante donde, en las últimas semanas,
nos habríamos despedido e. y yo en la puerta de casa, su/mi te quiero, un
último abrazo y garrote susurrado al
oído, sus pasos alejándose en el pasillo, mi cabeza cansada por las pocas horas
de sueño que me hacen detenerme en una habitación, sin saber dónde ir o qué
hacer hasta que recuerdo la vida cotidiana en una lavadora, una sartén o los
platos en la pila.
Acerca
la mesa a la ventana, e., la misma mesa donde escribo en mis madrugadas
insomnes de las últimas semanas, cuando no trabajo en el pabellón y me
despierto de madrugada rodeado de sombras negras sobre sombras negras, la misma
mesa donde e. dibuja mandalas o construye nidos con una piedra una rama una
concha unas hebras musgo o convierte cajas de galletas y tapones y telas rotas
en dragones para niños, la capacidad de e. para transformar la realidad en algo
nuevo, de crear nidos donde aovillarse y descansar y soñar y recordar y creer.
Es
su primer día de teletrabajo en estas seis semanas de estado de alarma. Ha
luchado por ello. Yo, somnoliento, friego o cocino mientras e. contesta al
teléfono, hace las planificaciones de las auxiliares, llama a los usuarios y
familiares del servicio de ayuda a domicilio del ayuntamiento de b. Descubro su
trabajo en persona, el miedo la incertidumbre el enfado el silencio la culpa el
valor en las conversaciones con las auxiliares —su trabajo ninguneado e
invisible en estos días, cuando, ahí fuera, las higienes a personas
dependientes y las compras y las limpiezas y la preparación de comidas,
centenares de mujeres (apenas hay un par de hombres) que, con su trabajo, hacen
compañía a aquellos que están solos—.
Hay un momento donde me doy cuenta de la suerte que tenemos,
e. y yo. Pasamos por este encierro juntos, hablamos de nuestras emociones, el
miedo (subterráneo) la extrañeza la rabia, leemos en el sofá y compartimos
nuestras impresiones, nos abrazamos —porque
necesitamos caricias donde anidar—,
nos preguntamos cómo hemos llegado aquí y qué nos espera en los próximos días,
ejercemos de expertos en pandemias durante unos segundos antes de volver a la
realidad y decir: no sé, hacemos
planes conjuntos para los días tras el estado de alarma: tocar tierra, volver
al monte tras la ventana, comprar pan artesano en nuestra panadería favorita de
la ciudad cercana —y,
cuando soñamos, volver al camino de Santiago, unos días junto al mar,
hospedarnos en nuestro refugio tótem—.
Hay un momento donde me doy cuenta de mi suerte. Entonces, me acerco y beso a
e.
(coda) Recuerdo su curiosidad cuando empecé a escribir en
marzo. Le respondí que un diario, para conjurar el tiempo y mis miedos. Y, ante
sus ganas de leerlo, le aseguré que lo haría una vez escribiese la última
palabra. Este diario, también, como nido.
***
Fue una lectura fronteriza, la de Jude el oscuro, en aquellos días de septiembre entre verano y
otoño del pasado año. Y frontera es la palabra que asocio para este libro de
Hardy, la que cruza Jude de la infancia al mundo adulto, de la inocencia e
ignorancia de los sueños de un niño, sentado en el tejado de una vieja casa
donde ver las luces de la ciudad, a la lucidez y el dolor de un amor y un sueño
fracasados, de la presencia del pasado en los libros en latín y griego y en las
fachadas de los edificios de la ciudad a la ferocidad de una sociedad que no
admite salirse de un camino recto, frío y material; la frontera entre el mundo
ideal y aquel donde se libra una lucha entre la carne y el espíritu, entre la
gente real y la religión, entre las normas y el corazón; la frontera donde
confluyen el yo con el otro. Y esa frontera es capaz de aniquilarnos, si no
sabemos movernos por ella como contrabandistas.
Es curioso leer hoy Jude
el oscuro, una historia donde un hombre y una mujer aspiran a vivir su amor
sin pasar por el matrimonio y su choque contra una sociedad oscura y ruda que
no acoge sino que expulsa. Por momentos, como en otros libros de la época, me
sentí tanto en una prospección antropológica como en un ambiente que me
recordaba a la ciencia ficción.
Este beso marcó un giro decisivo en la carrera de Jude. Una
vez en casa, y entregado a sus meditaciones, se dio cuenta de una cosa: que
aunque el beso que le había dado a ese ser etéreo le pareciera el momento más
puro de su malhadada vida, en tanto venía a alimentar un sentimiento ilícito le
hacía ver la contradicción que suponía el persistir en la idea de convertirse
en soldado y servidor de una religión en la que el amor sexual estaba considerado
en el mejor de los casos como una flaqueza y, en el peor, como una maldición.
Lo que había dicho Sue con tanto calor era efectivamente la fría realidad.
Puesto que en lo único que pensaba era en defender su amor con uñas y dientes y
en prodigar, por encima de todo, sus atenciones para con ella, estaba condenado
ipso facto como profesor de la moral
tradicionalmente aceptada. Su naturaleza le incapacitaba, evidentemente, como
le había incapacitado su posición social, para el desempeño de la función de
defensor de un dogma acreditado.
Era extraño que su primera aspiración —la de seguir unos
estudios con aprovechamiento— se hubiera visto truncada por una mujer, y que la
segunda —el apostolado— viniera a truncársela igualmente otra mujer. «¿Tendrán
la culpa las mujeres —se decía—, o la tendrá este artificial sistema de cosas
bajo el que los normales impulsos del sexo se convierten en cepos domésticos y
lazos que atrapan y sujetan a quienes aspiran a progresar?».
Su constante aspiración había sido llegar a ser un profeta,
por humilde que fuera, para sus hermanos atribulados, sin ánimo de alcanzar
ningún lucro personal. Sin embargo, con una esposa que vivía lejos de él con
otro marido, preso como estaba de un amor ilícito, y habiéndose rebelado su
amada contra su propio estado, probablemente por culpa suya, se había colocado
en una situación difícilmente respetable, según las normas usuales y
corrientes.
No tenía por qué pensarlo más; no cabía otra cosa sino hacer
frente a la evidencia: se había convertido en un perfecto impostor como hombre
consagrado a la orientación religiosa.
Esa tarde, al oscurecer, salió al huerto y cavó un hoyo,
llevó todos los libros de Teología y de Ética que poseía, y los metió en él.
Sabía que en este país de verdaderos creyentes no le darían por ellos más de lo
que valieran al peso, así que prefirió deshacerse de todos a su manera, aunque
perdiese dinero. Prendió fuego a unos cuantos folletos sueltos para empezar,
hizo trozos todos los volúmenes y los fue removiendo entre las llamas con una
horca de tres dientes. La hoguera iluminó y calentó la parte trasera de la
casa, el corral y su propia cara, hasta que se consumieron todos los libros más
o menos.
Thomas Hardy. Jude el
oscuro. Traducción Francisco Torres Oliver. Alba editorial.
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