La televisión pública ha abierto una página donde despedirse
de aquellos enfermos de covid que han muerto solos durante esta pandemia. Son
pequeñas postales que hablan de amores de una vida, de un amigo tímido y
cercano, de compañeros honrados y divertidos, de madres y padres que
trasformaban el mundo alrededor con sus gestos cotidianos, despedidas donde
dejar constancia de unas vidas que acaban de extinguirse, de lo importantes que
fueron y de cuánto se les extrañará. Estas despedidas sirven para iniciar un
luto tan diferente a cualquier otro anterior, sin un lugar donde velar a
nuestro amor amigo padre madre, sin tiempo para reunirse y recordar —que es volver a pasar
por el corazón— y
poder sonreír entre los silencios y las lágrimas. Hay programas de radio que
también dedican unos minutos a las despedidas a través de mensajes de móvil. Y
periodistas que escriben biografías de algunos de los enfermos de coronavirus
que fallecieron. Para convertir los números en personas recuerdos caminos
historias. Necesitamos contarnos la vida de aquellos que queremos cuando
mueren, convertir esos recuerdos en migas de pan de cuento infantil para sentir
su presencia en un olor o una palabra o un gesto, para volver a pasarlos por
nuestro corazón y permitir que vivan un poco más en nosotros, como esa luz
estelar que hoy no existe pero que aún vemos en el cielo, tras su viaje de
millones de años a través de la oscuridad cósmica. Nos despedimos de su
presencia, no de la impronta que han dejado en nosotros. En esta epidemia, el
desgarro del silencio la distancia y la soledad.
Estas semanas pienso en mi tía g. Vivía en una pequeña casa
con una ventana, sólo una ventana a un patio interior, cerca de la Castellana.
Se acostó en su cama, la foto de sus hermanos en las cómodas de la habitación,
se puso los auriculares para escuchar su música favorita y murió. La autopsia
reveló un cáncer intestinal no diagnosticado. Durante aquel verano, mi tía nos
hablaba del calor de Madrid, de que nos visitaría pronto, como cada agosto, de
pasear por la costa y de poder dormir en las noches del norte. En mi última
conversación con ella hablamos de mis gatas y de e. y le pregunté cuándo
vendría —hay
conversaciones cotidianas que se convierten en inolvidables con el tiempo—.
Este recuerdo no me pertenece: cuando mi tía era un bebé, mi
abuela la acunaba en sus rodillas, a la puerta de casa. Mi tía fue un bebé
enfermizo, malnutrido, la tripa hinchada en aquella Galicia mísera del campo y
la posguerra. Si pasaba el médico, a caballo, don Ernesto o don Enrique, no
recuerdo bien, se quitaba el sombrero ante mi abuela y le preguntaba si aínda non morreu. Guardo esa imagen del
médico a caballo y mi tía con la barriga hinchada en las piernas de su madre
como si fuera propia. De niño, mi tía jugaba a fútbol conmigo en los
aparcamientos de mi barrio, cantaba ¡Ay, ba! de La corte del Faraón cuando barría, sabía imitar el movimiento de
nariz de un conejo, nos llevaba al río, a mis hermanas y a mí, y salía a la
orilla con alguna sanguijuela en sus piernas, hablaba alto y se reía aún más
alto y se despellejaba en los días calurosos de la recogida de la hierba seca,
se curaba un pecho supurante junto a la ventana de la cocina y nos hacía fotos
desencuadradas, a mis hermanas y a mí, con una antigua cámara hoy perdida. De
niño, la luz de mi tía g. De adulto, vi su amargor con los años y su encierro
en sí misma y su trabajo que era su vida entera —pero entre todo eso, a veces, el destello de quien
fue en mi niñez—.
La policía tuvo que entrar en su casa por la fuerza tras horas intentando dar
con ella, mi madre y mi tía p. preocupadas por su silencio, ella, que hablaba
cada día con sus dos hermanas. Dijeron que nunca habían visto una casa tan
ordenada en esas circunstancias, que parecía no había sufrido —luego, la ropa interior
y el lavabo negros—.
Me despertó mi hermana pequeña de madrugada. No podía entender qué me decía. No
sabía qué hacer, qué sentir. En esos días, decidí acompañar a mi padre para que
no estuviera solo en casa mientras mi madre y mi hermana acudían al entierro. Volví
a dormir en aquella cama después de años —desde la ventana, el aparcamiento donde paraba los
balones que me chutaba mi tía—.
No pude despedirme, iniciar un duelo por ella, no pude llorar. Sólo las
palabras con mi padre, si estaba de ánimo, y las fotos de los álbumes. Pero no
estar en Madrid para dejarme contener, para llorar, para despedirme, me sigue
pesando dentro. E imaginarla en su cama, sola, sin saber de su cáncer, me parte
el corazón. La última vez que estuve en Madrid, me preguntó mi prima e.f. si me
acordaba de nuestra tía. Le respondí que cada día, mientras le enseñaba una
foto suya que llevo en la cartera.
Qué dolor no poder despedirse, qué dolor ver el entierro de
alguien querido a través del móvil, qué dolor la soledad. Mi amor a todos los
que estén pasando por.
(coda) En casa, algunos objetos de mi tía que he querido
quedarme. Un ejemplar de Rebeca, de
Du Murier, una de sus historias favoritas, en libro o película, alguna
fotografía, una cafetera, ella, que tomaba un café tras otro a lo largo del
día, café aguado y gallego, y uno de sus relojes, parado a las doce y dieciocho
de la noche de un domingo doce, la luna creciente y las estrellas en una
semiesfera junto a la parte inferior del reloj. Todos los tiempos detenidos en
los relojes.
***
De Müller, su estilo seco, desnudo, despojado de cualquier
adorno y que es intenso y con imágenes imborrables. De Müller, su acercamiento
a los oprimidos, a los exiliados, a aquellos que han fracasado, a los
deportados, a los supervivientes, a aquellos que esperan, a quienes sufren los
cambios políticos que ahogan un pueblo como una riada de barro. De Müller, la
palabra exacta.
En torno al monumento a los caídos han crecido rosas. Forman
un matorral tan espeso que asfixian la hierba. Son flores blancas y menudas,
enrolladas como papel. Y crujen. Está amaneciendo. Pronto será de día.
Cada mañana, cuando recorre en solitario la carretera que
lleva al molino, Windisch cuenta qué día es. Frente al monumento a los caídos
cuenta los años. Detrás de él, junto al primer álamo donde su bicicleta cae
siempre en el mismo bache, cuenta los días. Por la tarde, cuando cierra el
molino, Windisch vuelve a contar los días y los años.
Ve de lejos las pequeñas rosas blancas, el monumento a los
caídos y el álamo. Y los días de niebla tiene el blanco de las rosas y el
blanco de la piedra muy pegados a él cuando pasa pedaleando por en medio. La cara
se le humedece y él pedalea hasta llegar. Dos veces se quedó en pura espina el
matorral de rosas, y la mala hierba, debajo, parecía aherrumbrada. Dos veces se
quedó el álamo tan pelado que su madera estuvo a punto de resquebrajarse. Dos
veces hubo nieve en los caminos.
Windisch cuenta dos años frente al monumento a los caídos, y
doscientos veintiún días en el bache, junto al álamo.
Cada día, al ser remecido por el bache, Windisch piensa: «El
final está aquí». Desde que se propuso emigrar ve el final en todos los
rincones del pueblo. Y el tiempo detenido para los que quieren quedarse. Y
Windisch ve que el guardián nocturno se quedará ahí hasta más allá del final.
Y tras haber contado doscientos veintiún días y ser remecido
por el bache, Windisch se apea por primera vez. Apoya la bicicleta contra el
álamo. Sus pasos resuenan. Del jardín de la iglesia alzan el vuelo unas palomas
silvestres. Son grises como la luz. Sólo el ruido permite diferenciarlas.
Windisch se santigua. El picaporte está húmedo. Se le pega
en la mano. La puerta de la iglesia está cerrada con llave. San Antonio está al
otro lado de la pared. Tiene un lirio blanco y un libro marrón en la mano. Lo
han encerrado.
Windisch siente frío. Mira a lo lejos. Donde acaba la
carretera, las olas de hierba se quiebran sobre el pueblo. Allí al final camina
un hombre. El hombre es un hilo negro que se interna entre las plantas. Las
olas de hierba lo levantan por encima del suelo.
Herta Müller. El
hombre es un gran faisán en el mundo. Traducción Juan José Solar. Debolsillo
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