Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

martes, 16 de junio de 2020

+20. Müller


La televisión pública ha abierto una página donde despedirse de aquellos enfermos de covid que han muerto solos durante esta pandemia. Son pequeñas postales que hablan de amores de una vida, de un amigo tímido y cercano, de compañeros honrados y divertidos, de madres y padres que trasformaban el mundo alrededor con sus gestos cotidianos, despedidas donde dejar constancia de unas vidas que acaban de extinguirse, de lo importantes que fueron y de cuánto se les extrañará. Estas despedidas sirven para iniciar un luto tan diferente a cualquier otro anterior, sin un lugar donde velar a nuestro amor amigo padre madre, sin tiempo para reunirse y recordar que es volver a pasar por el corazón y poder sonreír entre los silencios y las lágrimas. Hay programas de radio que también dedican unos minutos a las despedidas a través de mensajes de móvil. Y periodistas que escriben biografías de algunos de los enfermos de coronavirus que fallecieron. Para convertir los números en personas recuerdos caminos historias. Necesitamos contarnos la vida de aquellos que queremos cuando mueren, convertir esos recuerdos en migas de pan de cuento infantil para sentir su presencia en un olor o una palabra o un gesto, para volver a pasarlos por nuestro corazón y permitir que vivan un poco más en nosotros, como esa luz estelar que hoy no existe pero que aún vemos en el cielo, tras su viaje de millones de años a través de la oscuridad cósmica. Nos despedimos de su presencia, no de la impronta que han dejado en nosotros. En esta epidemia, el desgarro del silencio la distancia y la soledad.

Estas semanas pienso en mi tía g. Vivía en una pequeña casa con una ventana, sólo una ventana a un patio interior, cerca de la Castellana. Se acostó en su cama, la foto de sus hermanos en las cómodas de la habitación, se puso los auriculares para escuchar su música favorita y murió. La autopsia reveló un cáncer intestinal no diagnosticado. Durante aquel verano, mi tía nos hablaba del calor de Madrid, de que nos visitaría pronto, como cada agosto, de pasear por la costa y de poder dormir en las noches del norte. En mi última conversación con ella hablamos de mis gatas y de e. y le pregunté cuándo vendría hay conversaciones cotidianas que se convierten en inolvidables con el tiempo.
Este recuerdo no me pertenece: cuando mi tía era un bebé, mi abuela la acunaba en sus rodillas, a la puerta de casa. Mi tía fue un bebé enfermizo, malnutrido, la tripa hinchada en aquella Galicia mísera del campo y la posguerra. Si pasaba el médico, a caballo, don Ernesto o don Enrique, no recuerdo bien, se quitaba el sombrero ante mi abuela y le preguntaba si aínda non morreu. Guardo esa imagen del médico a caballo y mi tía con la barriga hinchada en las piernas de su madre como si fuera propia. De niño, mi tía jugaba a fútbol conmigo en los aparcamientos de mi barrio, cantaba ¡Ay, ba! de La corte del Faraón cuando barría, sabía imitar el movimiento de nariz de un conejo, nos llevaba al río, a mis hermanas y a mí, y salía a la orilla con alguna sanguijuela en sus piernas, hablaba alto y se reía aún más alto y se despellejaba en los días calurosos de la recogida de la hierba seca, se curaba un pecho supurante junto a la ventana de la cocina y nos hacía fotos desencuadradas, a mis hermanas y a mí, con una antigua cámara hoy perdida. De niño, la luz de mi tía g. De adulto, vi su amargor con los años y su encierro en sí misma y su trabajo que era su vida entera pero entre todo eso, a veces, el destello de quien fue en mi niñez. La policía tuvo que entrar en su casa por la fuerza tras horas intentando dar con ella, mi madre y mi tía p. preocupadas por su silencio, ella, que hablaba cada día con sus dos hermanas. Dijeron que nunca habían visto una casa tan ordenada en esas circunstancias, que parecía no había sufrido luego, la ropa interior y el lavabo negros. Me despertó mi hermana pequeña de madrugada. No podía entender qué me decía. No sabía qué hacer, qué sentir. En esos días, decidí acompañar a mi padre para que no estuviera solo en casa mientras mi madre y mi hermana acudían al entierro. Volví a dormir en aquella cama después de años desde la ventana, el aparcamiento donde paraba los balones que me chutaba mi tía. No pude despedirme, iniciar un duelo por ella, no pude llorar. Sólo las palabras con mi padre, si estaba de ánimo, y las fotos de los álbumes. Pero no estar en Madrid para dejarme contener, para llorar, para despedirme, me sigue pesando dentro. E imaginarla en su cama, sola, sin saber de su cáncer, me parte el corazón. La última vez que estuve en Madrid, me preguntó mi prima e.f. si me acordaba de nuestra tía. Le respondí que cada día, mientras le enseñaba una foto suya que llevo en la cartera.

Qué dolor no poder despedirse, qué dolor ver el entierro de alguien querido a través del móvil, qué dolor la soledad. Mi amor a todos los que estén pasando por.

(coda) En casa, algunos objetos de mi tía que he querido quedarme. Un ejemplar de Rebeca, de Du Murier, una de sus historias favoritas, en libro o película, alguna fotografía, una cafetera, ella, que tomaba un café tras otro a lo largo del día, café aguado y gallego, y uno de sus relojes, parado a las doce y dieciocho de la noche de un domingo doce, la luna creciente y las estrellas en una semiesfera junto a la parte inferior del reloj. Todos los tiempos detenidos en los relojes.


***

De Müller, su estilo seco, desnudo, despojado de cualquier adorno y que es intenso y con imágenes imborrables. De Müller, su acercamiento a los oprimidos, a los exiliados, a aquellos que han fracasado, a los deportados, a los supervivientes, a aquellos que esperan, a quienes sufren los cambios políticos que ahogan un pueblo como una riada de barro. De Müller, la palabra exacta.


En torno al monumento a los caídos han crecido rosas. Forman un matorral tan espeso que asfixian la hierba. Son flores blancas y menudas, enrolladas como papel. Y crujen. Está amaneciendo. Pronto será de día.
Cada mañana, cuando recorre en solitario la carretera que lleva al molino, Windisch cuenta qué día es. Frente al monumento a los caídos cuenta los años. Detrás de él, junto al primer álamo donde su bicicleta cae siempre en el mismo bache, cuenta los días. Por la tarde, cuando cierra el molino, Windisch vuelve a contar los días y los años.
Ve de lejos las pequeñas rosas blancas, el monumento a los caídos y el álamo. Y los días de niebla tiene el blanco de las rosas y el blanco de la piedra muy pegados a él cuando pasa pedaleando por en medio. La cara se le humedece y él pedalea hasta llegar. Dos veces se quedó en pura espina el matorral de rosas, y la mala hierba, debajo, parecía aherrumbrada. Dos veces se quedó el álamo tan pelado que su madera estuvo a punto de resquebrajarse. Dos veces hubo nieve en los caminos.
Windisch cuenta dos años frente al monumento a los caídos, y doscientos veintiún días en el bache, junto al álamo.

Cada día, al ser remecido por el bache, Windisch piensa: «El final está aquí». Desde que se propuso emigrar ve el final en todos los rincones del pueblo. Y el tiempo detenido para los que quieren quedarse. Y Windisch ve que el guardián nocturno se quedará ahí hasta más allá del final.
Y tras haber contado doscientos veintiún días y ser remecido por el bache, Windisch se apea por primera vez. Apoya la bicicleta contra el álamo. Sus pasos resuenan. Del jardín de la iglesia alzan el vuelo unas palomas silvestres. Son grises como la luz. Sólo el ruido permite diferenciarlas.
Windisch se santigua. El picaporte está húmedo. Se le pega en la mano. La puerta de la iglesia está cerrada con llave. San Antonio está al otro lado de la pared. Tiene un lirio blanco y un libro marrón en la mano. Lo han encerrado.
Windisch siente frío. Mira a lo lejos. Donde acaba la carretera, las olas de hierba se quiebran sobre el pueblo. Allí al final camina un hombre. El hombre es un hilo negro que se interna entre las plantas. Las olas de hierba lo levantan por encima del suelo.
Herta Müller. El hombre es un gran faisán en el mundo. Traducción Juan José Solar. Debolsillo

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