Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

jueves, 11 de junio de 2020

+15. Abe

Estoy quieto, en mitad del pasillo, sin recordar qué quería hacer, como el protagonista de Madre noche, detenido entre los peatones, en la acera de una gran ciudad, esperando que alguien le indique una dirección a seguir. Entra una suave luz gris desde la ventana de la habitación y dibuja mi sombra en la pared y el suelo la huella de mi cuerpo en el universo. Ha helado de noche y la parte baja del cristal de la ventana está empañada. Apenas se escucha el trino de los pájaros, el rumor de algún coche solitario, la voz desde los balcones o las campanadas. Como la luz, el silencio es gris y suave. En las mañanas de invierno, cuando niño, dibujaba sobre los cristales empañados de la cocina. Un corazón, una flecha que imaginaba apache, mi nombre, una estrella de puntas infinitas. Bajaban pequeños regueros de gotas de las puntas de las estrellas o las letras de mi nombre. Los dibujos desparecían poco a poco. Hasta que aparecían de nuevo, al otro lado, la calle, las fachadas de ladrillo rojo, el parque de juegos donde los bancos porterías de fútbol, el rastro del monte en la esquina de la ventana. Por la tarde, cuando se condensaba el calor en la cocina o exhalaba vaho de mi boca sobre el cristal, reaparecían los dibujos, imperfectos. Un corazón goteante, una flecha deshecha, las letras corridas de mi nombre, una estrella lluviosa. Sólo cuando mi madre limpiaba la ventana se borraban todas las huellas entonces, volvía a empezar. En eso pienso, quieto, en mitad del pasillo, la mente en blanco y mi sombra de luz gris.
Son días, los últimos, donde cada gesto me trae un recuerdo. Son días, los últimos, donde realizo una labor arqueológica cuando siento la quietud del tiempo o me quedo ensimismado mientras, ahí fuera, tras la ventana, la niebla en la mañana, el vuelo conjunto de Orfeo y Eurídice, la risa cansada de un niño, las campanadas, seis, siete, antes de que regrese este silencio extraño y hermoso y seductor, este silencio que es canto de sirenas, este silencio en el que es tan fácil abismarse y buscar y captar el mito. Rescato recuerdos, estos últimos días, les quito el polvo, entiendo que son reales pero no exactos, que aquella luz, aquella frase, aquel gesto no fueron como ahora me los encuentro, entre mis manos, después de desenterrarlos, que sólo me traen un boceto incompleto de una vida en sus primeros años. Y en ese rescatar, en ese escribir de estos días, donde la sombra de la parra sobre la cara de mi abuela o las manos de mi padre haciendo marcas a lápiz sobre la madera o las tormentas, homéricas, de verano, rasgo la barrera del tiempo y escribo la leyenda.
Me acerco a la ventana y me agacho. Dibujo un asterisco. Por aquel personaje de Vonnegut, detenido en mitad de la acera, sin saber cómo o dónde o qué. Como yo, en este instante.


***

Si el hombre posee alma, ésta debe residir en la piel.
Un poblado entre las dunas, un entomólogo aficionado que recoge insectos y queda atrapado en la casa dentro de la arena de una mujer araña, el fluir de los granos de arena y el aferrarse del ser humano, el tiempo tumefacto, encerrado, el mundo móvil de la arena, la sensualidad de la piel, la desnudez de una vida.


Esta imagen de la arena que fluye constituyó un indescriptible y excitante impacto en el hombre. La aridez de la arena no se debe, como generalmente se piensa, a la simple sequedad, sino que parece producirse como consecuencia de un incesante movimiento que la convierte en inhóspita para todo ser viviente. ¡Qué diferencia con la monótona y pesada manera de vivir de los humanos, que exige estás constantemente aferrado a algo!
Es cierto que la arena no es apta para la vida. No obstante, ¿es acaso indispensable la condición inmóvil para la existencia? ¿No es porque uno trata de aferrarse a una determinada condición por lo que surge esa desagradable competencia entre los hombres? Si uno abandonara esa posición fija para dejarse arrastrar por el movimiento de la arena, con seguridad la competencia cesaría. En realidad, en los desiertos florecen flores y viven insectos y otros animales. Estas criaturas fueron capaces de escapar de la competencia mediante su gran habilidad para adaptarse, como por ejemplo la familia de los escarabajos que encontró el hombre…
Mientras dibujaba en su mente el efecto del fluir de la arena, le ocurría a veces tener alucinaciones y pensaba que él mismo comenzaba a fluir.
Kobo Abe. La mujer de la arena. Traducción Kazuka Sakai. Círculo de lectores.

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