Estoy quieto, en mitad del pasillo, sin recordar qué quería
hacer, como el protagonista de Madre
noche, detenido entre los peatones, en la acera de una gran ciudad,
esperando que alguien le indique una dirección a seguir. Entra una suave luz
gris desde la ventana de la habitación y dibuja mi sombra en la pared y el
suelo —la huella de
mi cuerpo en el universo. Ha helado de noche y la parte baja del cristal de la
ventana está empañada. Apenas se escucha el trino de los pájaros, el rumor de
algún coche solitario, la voz desde los balcones o las campanadas. Como la luz,
el silencio es gris y suave. En las mañanas de invierno, cuando niño, dibujaba
sobre los cristales empañados de la cocina. Un corazón, una flecha —que imaginaba apache—, mi nombre, una
estrella de puntas infinitas. Bajaban pequeños regueros de gotas de las puntas
de las estrellas o las letras de mi nombre. Los dibujos desparecían poco a
poco. Hasta que aparecían de nuevo, al otro lado, la calle, las fachadas de
ladrillo rojo, el parque de juegos donde los bancos porterías de fútbol, el
rastro del monte en la esquina de la ventana. Por la tarde, cuando se
condensaba el calor en la cocina o exhalaba vaho de mi boca sobre el cristal,
reaparecían los dibujos, imperfectos. Un corazón goteante, una flecha deshecha,
las letras corridas de mi nombre, una estrella lluviosa. Sólo cuando mi madre
limpiaba la ventana se borraban todas las huellas —entonces, volvía a empezar. En eso pienso, quieto,
en mitad del pasillo, la mente en blanco y mi sombra de luz gris.
Son días, los últimos, donde cada gesto me trae un recuerdo.
Son días, los últimos, donde realizo una labor arqueológica cuando siento la
quietud del tiempo o me quedo ensimismado mientras, ahí fuera, tras la ventana,
la niebla en la mañana, el vuelo conjunto de Orfeo y Eurídice, la risa cansada
de un niño, las campanadas, seis, siete, antes de que regrese este silencio
extraño y hermoso y seductor, este silencio que es canto de sirenas, este
silencio en el que es tan fácil abismarse y buscar y captar el mito. Rescato
recuerdos, estos últimos días, les quito el polvo, entiendo que son reales pero
no exactos, que aquella luz, aquella frase, aquel gesto no fueron como ahora me
los encuentro, entre mis manos, después de desenterrarlos, que sólo me traen un
boceto incompleto de una vida en sus primeros años. Y en ese rescatar, en ese
escribir de estos días, donde la sombra de la parra sobre la cara de mi abuela
o las manos de mi padre haciendo marcas a lápiz sobre la madera o las
tormentas, homéricas, de verano, rasgo la barrera del tiempo y escribo la
leyenda.
Me acerco a la ventana y me agacho. Dibujo un asterisco. Por
aquel personaje de Vonnegut, detenido en mitad de la acera, sin saber cómo o
dónde o qué. Como yo, en este instante.
***
Si el hombre posee
alma, ésta debe residir en la piel.
Un poblado entre las dunas, un entomólogo aficionado que
recoge insectos y queda atrapado en la casa dentro de la arena de una mujer
araña, el fluir de los granos de arena y el aferrarse del ser humano, el tiempo
tumefacto, encerrado, el mundo móvil de la arena, la sensualidad de la piel, la
desnudez de una vida.
Esta imagen de la arena que fluye constituyó un
indescriptible y excitante impacto en el hombre. La aridez de la arena no se
debe, como generalmente se piensa, a la simple sequedad, sino que parece
producirse como consecuencia de un incesante movimiento que la convierte en
inhóspita para todo ser viviente. ¡Qué diferencia con la monótona y pesada
manera de vivir de los humanos, que exige estás constantemente aferrado a algo!
Es cierto que la arena no es apta para la vida. No obstante,
¿es acaso indispensable la condición inmóvil para la existencia? ¿No es porque
uno trata de aferrarse a una determinada condición por lo que surge esa
desagradable competencia entre los hombres? Si uno abandonara esa posición fija
para dejarse arrastrar por el movimiento de la arena, con seguridad la
competencia cesaría. En realidad, en los desiertos florecen flores y viven
insectos y otros animales. Estas criaturas fueron capaces de escapar de la
competencia mediante su gran habilidad para adaptarse, como por ejemplo la
familia de los escarabajos que encontró el hombre…
Mientras dibujaba en su mente el efecto del fluir de la
arena, le ocurría a veces tener alucinaciones y pensaba que él mismo comenzaba
a fluir.
Kobo Abe. La mujer de
la arena. Traducción Kazuka Sakai. Círculo de lectores.
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