Bajo el cielo blanco, el camión cisterna cruza el puente y
desaparece entre las calles, al otro lado del río. Las mañanas, ahora, se
inician con el olor a desinfectante, el motor de las cortadoras de césped, los
golpes rítmicos de la grúa excavadora, los gritos y las risas de y las
preguntas de los niños sobre qué pueden hacer, fuera. El mundo que conocíamos
vuelve lentamente mientras el nuevo donde Orfeo y Eurídice, donde las
campanadas y la luz moviendo e hinchando la ropa en los colgadores, donde el silencio
y el estupor y la quietud en el mediodía retrocede a un segundo plano. En estas
semanas de confinamiento emergió lo subterráneo y nos mostró otras formas de
vida.
Veo el paso indeciso de un niño en la acera, junto a su
madre. Una mano en su paraguas con dibujos de la patrulla canina, la otra en el
patín. Se impulsa con el pie derecho sobre la acera mojada de lluvia y
desinfectante. Mira extrañado hacia los columpios precintados e imagino se
preguntará cuándo. Sigue la estela de
su madre a través de la mañana como yo seguía a mi madre camino del colegio,
cuando nos abría paso, a mis hermanas y a mí, a través de la selva cerrada y
oscura en las que convertía las calles del pueblo en aquellas mañanas de
mochilas y cromos en los bolsillos.
Tengo la mañana ante mí. Podría leer. O escribir. O correr a
través de casa. Pero ese niño, su equilibrio precario entre el paraguas y el
patín, su mirada extrañada, que me lleva al recuerdo del camino al colegio,
cuando me sentía protegido y a salvo sin saber exactamente qué significaba todo
eso, un camino en el que jugar con mis hermanas a adivinanzas o a repetir el
gesto de quien fuera primero o escuchar a nuestra madre contarnos la película
que no pudimos ver de noche donde vampiros y sangre, ese niño fuera, ese
recuerdo, me hacen ver que necesito dejarme estar junto a la ventana y ver qué
llega.
Me pregunto por aquello que está junto a mí y no veo, por
qué sí la niebla a través del monte y la luz rojiza del atardecer sobre los
tejados y el movimiento oscilante de las estrellas y la furia de las tormentas,
por qué sí las tardes en un faro y el crujir de los mástiles del muelle y los
caminos de tierra y polvo y los campos amarillos y el negro sobre blanco de los
libros, por qué sí unos recuerdos sobre el olvido de otros y unas docenas de
palabras sobre miles de ellas para describir este mi mundo y esta mi vida.
Recuerdo una clase de filosofía donde discutimos si los
sentidos nos engañaban. Y otra donde nos cuestionamos la realidad misma. Y otra
sobre los mundos que hay en éste, mundos de virus, tardígrados y ondas que
llegaban del cosmos. Y otra sobre las sombras engañosas en la caverna platónica
y el ascenso del alma a la luz y la verdad. Recuerdo pensar, en aquel tiempo de
frontera entre la infancia y el mundo adulto, que, tal vez, no éramos más que
el sueño de un dios solitario, o que esta vida no era más que la proyección de
mi mente y la realidad, por sí misma, no existía —retomo aquella idea de la proyección en esta mañana
de finales de abril y siento que no hay mayor encierro y mayor cansancio que
habitarse en estos días de quietud del tiempo donde la mente se arrutina y
replica de antemano el mundo que esperamos ver—. Cada uno se
debe a su soledad. Anoté a lápiz esa frase de Broch en la primera página de
Los sonámbulos. Para no olvidarla.
Cada uno se debe a su mente, me digo hoy.
El niño y la madre regresan de su paseo. Caminan juntos bajo
el paraguas de la madre. Qué más puede haber, ahí fuera.
***
Son mujeres y hombres perdidos y a la deriva y que buscan un
refugio donde restañar las heridas, un puñado de personajes que se enfrenta a
la muerte, la culpa, las heridas, la relación con los otros. Son mujeres y
hombres que saben del peso y significado de un gesto, cómo la vida se altera en
cualquier momento. Son las voces de quienes indagan en sus emociones y no dan
la espalda a la tristeza o la rabia.
Papá parece responder con gestos. Levanta la mano derecha,
abre los dedos. ¿Nos está diciendo que paremos, que no avancemos?
Quiero acercarme a él y poner mis dedos cerca de los suyos,
como si estuviéramos separados por un cristal y lo único que pudiéramos hacer
fuera juntar las manos sin que se toquen. Vi a dos personas que hacían eso en
una serie de televisión americana. Él estaba en la cárcel, ella estaba
visitándole, y hablaban por unos teléfonos especiales. La visitante gritaba y
rompía a golpes el teléfono, y entonces sólo les quedaba el cristal.
Voy a levantar la mano, pero cambió de opinión.
Este momento contiene toda mi futura relación con papá. Está
todo aquí, en este instante. Es un microcosmos, eso es lo que es. Siempre se
interpondrá algo entre los dos, de hoy en adelante, no importa lo cerca que
estemos ni el tiempo que pasemos juntos. Y cuando él abra la mano, nunca estaré
segura de si me está diciendo ven aquí o no te me acerques.
Rachel Elliot. No dar
de comer al oso. Traducción de Santiago Tena. Alba editorial.
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