Es una lluvia, rápida, de primavera, ahí fuera. Llueve con
fuerza y violencia, y el silencio tras las últimas gotas es igual de fuerte y
violento. En unos minutos el suelo estará seco y saldrá vaho de entre la
hierba, alta y salvaje desde su última siega, días atrás, cuando aún trabajaban
los jardineros, hierba que se lanza sobre las aceras y esconde bancos y los
parques de juego precintados y se estira hacia el cielo y acoge el baile de
Orfeo y Eurídice, juntos en la tarde. Sorprende el ruido de la lluvia contra la
calle, como sorprende el posterior silencio, ruido y silencio amplificados y
desmesurados en esta nueva rutina donde nuestro mundo un pasillo estrecho,
porque nuestro mundo, mi mundo, se ha reducido al camino en escalones al
supermercado y el camino al trabajo en la noche, cinco minutos donde los
dibujos infantiles en las ventanas, la soledad en las calles, la hierba
crecida, el puente de las ocas, la silueta de la ciudad al otro lado de los
pabellones son una constante —fuera
de ella, la incertidumbre ante una realidad desvanecida, el espectro de un
mundo, funesto y arrollador, que se extiende sobre nuestras espaldas.
El tiempo se ha trastocado en este confinamiento donde días
idénticos. Observo el silencio tras la lluvia y estoy de nuevo en aquella
cocina gallega, bajo un crucifijo de madera, esperando que pase la tormenta. El
mundo se detenía delante de la entrada bajo la parra. Había un camino de tierra
y raíces que se convertía en senda entre campos y terminaba en aquel río cuyo
murmullo era la compañía en nuestras noches. Aprendí una palabra, de niño, que aún
hoy conserva un aliento mítico. Buhonero. Aquellos buhoneros de piel soleada
viajaban en pequeñas furgonetas, se detenían en la carretera, a la altura del
tejado de la casa de mis abuelos, y bajaban andando con muestras de zapatos y
camisas por aquel camino donde mi abuela, bajo la luz y la sombra de la parra,
recogía las manos y el silencio en su regazo. Mi tía los recibía, hablaba con
ellos, les invitaba a café, regateaba cuando una camisa o calcetines o
alpargatas, los acompañaba por el camino y los despedía, su visita el atisbo de
otros pueblos tras el camino blanco que hoy imagino entre hierba salvaje.
También se detenían, en la mañana, el panadero y el pescadero, panes y peces
bíblicos para una tierra donde caldo y carne y el café sempiterno. Pero ahora,
en este instante, donde la lluvia fuera de la ventana, estoy de nuevo en
aquella tormentosa tarde de agosto que se ha quedado aprehendida en mi memoria,
escucho cómo se acercan los retumbos de los truenos mientras un falso sol de
verano ensombrece el camino, ahí fuera, y mi tía reza para que conjurar el
miedo, avemariapurísima, apenas un susurro en su cuerpo tembloroso, las manos
juntas, los ojos cerrados, y mi abuela y mi madre esperan a mi padre, de pesca
en el río, y un trueno desata el granizo sobre la parra y choca contra los
maderos del hórreo y rebota en el camino de buhoneros y se dibuja la negrura de los barrotes de la ventana contra
la pared blanca, contra los rostros blancos y yo siento que no puede haber nada
más hermoso, el salvajismo de una tormenta, de la luz a la sombra a la
oscuridad para regresar a la sombra antes de la luz, y las palabras bíblicas de
mi tía y la mudez negra de mi abuela, un mundo de antaño, y es en los primeros
rayos de luz, esta vez reales y no falsos, cuando los truenos lejos, a nuestra
espalda, donde aparece mi padre, la cara mojada, el cuerpo mojado, su caña de
pescar en la mano derecha, la cesta de mimbre en el costado izquierdo y que abrirá
en la cocina para mostrarnos un puñado de truchas sobre una cama de laurel,
aquel olor a pescado y laurel y mimbre que es el olor de final de la tormenta,
mi padre erguido, antes de los temblores de hoy, hablando en su idioma
inventado entre gallego y castellano, un idioma que le hace trastabillar porque
mezcla y une palabras, porque nunca acaba de elegir uno, porque sus palabras
son las manos y el cuerpo.
***
Son setenta páginas. Con los nombres de los judíos italianos
deportados o asesinados. Setenta páginas con nombres a tres columnas. Donde se
repiten apellidos. Donde tantos hombres y mujeres compartieron nombres. Y
destino. Setenta páginas que se leen primero y luego se hojean, que sorprenden
y confunden y sonrojan. Una lista de nombres —en una esquina, Primo Levi— de desconocidos que designan el horror. Que llevan
en sí vagones de tren, vías férreas en la entrada de un campo de concentración,
la desnudez, la selección, las chimeneas, los barracones y alambradas, el
horror absoluto. Setenta páginas que se cierran sin aliento.
Es la memoria. Trieste.
De una época aciaga donde cambian nombres de ciudades y fronteras, donde está
la vida que se expande, como toda vida, como toda época, y la crueldad que
irrumpe en ella. Está la espera de una mujer ya anciana de un hijo, y está el
tiempo como un hilo del que tirar para mostrar el primer amor y el fascismo,
para mostrar la supervivencia y la vida resquebrajada, para mostrar la dulzura
y la abyección en el ser humano, para alertar del peligro de la obediencia, del
no involucrarse. Trieste es una
novela abarcadora, ficción y realidad, memoria e invención e introspección. Es
sacudir las ramas de la memoria.
Sé que las casualidades son escasas, las casualidades no
existen. Las casualidades son el resultado de nuestra estúpida necesidad de
escondernos ante la vida carnavalesca que nos ignora. Nuestras casualidades son
nuestro pasado, enterradas entre las raíces de nuestros árboles genealógicos y
no nos debería sorprender que den frutos llenos de un dulce veneno. No es
ninguna casualidad que mi amigo Wolfgang trabaje hoy en el centro de
documentación para la reparación de víctimas de guerra de Austria. Recuerda que
los colegas y los amigos de armas de su abuelo nazi se juntaban en una columna
de coches negros para ir a la Ópera de Berlín a descansar de sus recuerdos.
Wolfgang se dedica a investigar el pasado de unos asesinos ahora seniles,
condenados a una muerte silenciosa. Busca las obras de arte robadas en las
cajas fuertes de sus descendientes. Sé que no es ninguna casualidad que la
madre de Wolfgang, hija de un nazi militante, después de la guerra se sentara
con toda tranquilidad en su palco en propiedad de la Ópera de Berlín y se
dedicara a cultivar una amnesia gloriosa escuchando música, que es el alimento del
alma. No es casualidad que la madre de Wolfgang se casara con un anarquista
desobediente que acabó, a causa de una orden secreta de Stalin, en algún remoto lugar de Siberia. No hay ninguna
casualidad en el hecho de que Serge Klarsfeld, nacido en 1935 en Bucarest, cuyo
padre murió en Auschwitz, y Beate Künzel, nacida en 1939 en Berlín, hija de un
miembro de la Wehrmacht, que
descubrió lo que significaban los horrores del Holocausto en París en 1963, no
es una casualidad que Beate y Serge se convirtieran en cazadores de nazi y que
encontraran en Bolivia al «carnicero
de Lyon», a Klaus Barbie, y lo trajeran a París para que lo pudieran
juzgar. No es una casualidad que haya tan pocas casualidades y que haya tanto
resentimiento reprimido. La gente lava lo que se puede lavar, cura lo que se
puede curar, la gente busca los senderos secundarios y camina sigilosamente, de
puntillas, para evitar encontrarse a sí misma. Quién pudiera atar todos los
cabos sueltos… Nadie. Los cabos son tantos y se multiplican sin parar porque
las familias crecen, se amplían. Las familias tienen nombres «y detrás de cada nombre hay una
historia». Los cabos sueltos familiares se entrelazan como aquel gusano que se
enrolló con todo su cuerpo alrededor de aquella infeliz mujer en un país europeo
civilizado. Los cabos sueltos se anudan entre sí y así, fijados, no pueden
entrar en el centro de furúnculo donde se esconde el eje de un pasado
silenciado. Si el pasado no llega a las raíces de su tronco, al centro donde
está el estiércol viejo, lleno de gusanos, no hay ninguna salvación para los
que quedan, para los que todavía están por venir. El relato permanece para
siempre, se queda aquí, igual que el pasado. Oh, y eso duele, sé bien que
duele.
Daša
Drndić. Trieste. Traducción de Simona Škrabec.
Automática editorial.
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