La luz se afianza cada día y alarga los atardeceres y las
sombras. Abro las puertas de los muelles para dejar entrar el aire templado del
anochecer en el pabellón. Sobre los tejados de la ciudad, tonos anaranjados y
púrpuras entre el azul oscuro en el inicio de la noche. Muevo carros y jaulas,
mis manos sobre los objetos sin aquel miedo abisal de los primeros días,
mientras, ahí fuera, tras las puertas abiertas de los muelles, se enciende,
poco a poco, una ventana tras otra —y el temblor del metro
al entrar en el túnel cercano y el temblor de las primeras estrellas y el
temblor de mis recuerdos en este silencio, en esta soledad del pabellón vacío.
Había una luz solitaria entre los montes, allá lejos, en el
tiempo de las luciérnagas en el camino, el cielo estrellado, limpio y gélido y
el reflejo de nuestro sinuoso camino blanco entre las estrellas. Si te detenías
un instante en la noche, podías sentir el movimiento del universo, el paso de
alguna estrella fugaz en agosto, el crepitar de aquellas luces de miles de
años. Las farolas, en las entradas de las casas, dibujaban telarañas, pequeñas
galaxias y figuras geométricas hasta la última oscuridad en el horizonte —una docena de bombillas
y kilómetros de negrura hasta las siguientes luces en el valle y en la ladera
de los montes—.
Aquella luz solitaria en el monte resplandecía por su soledad y misterio.
Empezaba a extenderse el abandono a lo largo del camino blanco, aldeas de
cuatro o cinco casas de piedra dejadas al paso del tiempo y las zarzas.
Imaginaba un ermitaño en aquella luz del monte, un hombre doliente que
exorcizaba sus pecados. Tenía, ya, el influjo de las novelas y el cine.
Instalaron un teléfono público en casa de mi tía i.,
encerrado en una pequeña cabina en la pared y con un contador de pasos al lado.
El único teléfono de la zona. Sonaba el ruido metálico de la cancela de
entrada, los nudillos contra la puerta y una voz educada preguntaba si podía
llamar. O escuchábamos los timbrazos del teléfono, alguien preguntaba por la
costurera o el nieto del carpintero y salíamos a su encuentro. Nos gustaba ser
los recaderos, correr por el camino polvoriento, entrar en otras cocinas donde
otras historias y otros crucifijos de madera, y llevar la razón, una expresión
que sólo escuché en aquellas aldeas de mis padres, llevar la razón como
Strogoff llevaba mensajes.
Recuerdo a la mujer. Tendría unos sesenta años. Venía por el
camino blanco, a pie. Un vestido largo, unas medias de color crema, unos
zapatos negros, un sombrero grande y un paraguas también negro en una tarde de
agosto. Habló con mi tía antes de llamar por teléfono, aquel gallego cerrado de
los mayores del que se me escapaban algunas palabras y expresiones, aquella
dureza en los gestos, su mirada acostumbrada a la soledad. Era la primera vez
que la veía, su cara sombreada con profundas arrugas de tierra. Mi tía le
preguntó si no tenía miedo de los lobos, ella sola, allá arriba, en el monte,
sin nadie a kilómetros a la redonda. Volvió a pie a su casa, en la cumbre del
monte, el paraguas negro enfundado en la mano, el gesto aprehendido de sus ojos
oscuros y sus labios apretados y el cansancio al hablar con mi tía y la
sensación de que, dentro de su pecho, zarzas y maleza. Aquella noche, la luz
solitaria fue una afirmación.
(coda) Leo.
***
Tiene, estos tres relatos que forman Pálido caballo, pálido jinete, un aliento de tragedia griega. Están
el destino implacable y el pasado que anega el presente y ahoga las vidas que
empiezan e intentan decidir sus pasos, un pasado que tiene sus propios titanes
y dioses, sus leyendas y mitos, sus plegarias e invocaciones contra las que
luchar, está la otredad que nos muestra una realidad externa y abre caminos,
está la tensión y la densidad por algo que está por ocurrir y que trastocará la
vida de cada personaje por siempre, están los gestos que llevamos escondidos y
desconocemos y cambian una vida, están las caras subterráneas del amor, la
entrega, el odio, está la sombra de la muerte, siempre alrededor, con su
respiración degradada.
Miranda no podía oír las historias a causa del ruido del
motor, pero le parecía que las conocía bien, ésas u otras similares. Conocía
demasiadas historias como ésas, quería algo nuevo y suyo. El lenguaje les era
familiar, pero a ella no, ya no. Su padre había dicho que la casa estaba llena,
estaría llena de primos y tíos, muchos de ellos desconocidos. ¿Habría algún
primo joven, alguien con quien pudiese hablar de cosas que ambos conociesen? Sintió
un vago disgusto ante la idea de ver a sus primos. Había demasiados y su sangre
se revelaba contra los lazos de la sangre. Estaba harta de primos. No quería
más vínculos con esta casa, iba a abandonarla, y tampoco regresaría con la
familia de su marido. No tendría más lazos que la asfixiaran de amor y odio. Ahora
sabía por qué había huido al matrimonio y ya sabía que iba a huir del
matrimonio, y no iba a quedarse en ningún sitio ni con nadie que amenazase con
prohibirle hacer sus propios descubrimientos, que le dijese «No». Esperaba que
nadie hubiese ocupado su antigua habitación, le gustaría dormir allí una vez
más, se despediría del lugar donde en otro tiempo le había encantado dormir,
dormir y despertar y esperar a ser mayor, a empezar a vivir. Oh, ¿qué es la
vida?, se preguntó con desesperada seriedad, con esas infantiles palabras sin
respuesta, ¿y qué haré con ella? Es mío, pensó en una furia de celosa
posesividad, ¿qué haré con ella? No sabía que se preguntaba esto porque toda su
primera formación había sostenido que la vida era una sustancia, un material
que utilizar, que tomaba forma, dirección y sentido sólo cuando el poseedor lo
guiaba y lo trabajaba; vivir era un progreso de continuos y variados actos de
la voluntad dirigidos hacia un fin determinado. Le habían asegurado que había
fines buenos y malos, uno tenía que elegir. Pero ¿qué era bueno y qué era malo?
Odio el amor, pensó, como si ésta fuese la respuesta, odio amar y ser amada, lo
odio. Y su turbada y agitada mente recibió un fuerte alivio gracias a este
súbito derrumbamiento de una vieja y dolorosa estructura de imágenes
distorsionadas y conceptos erróneos. «No sabes nada acerca de eso», se dijo
Miranda a sí misma, con extraordinaria claridad, como si fuese una persona
mayor amonestando a otra más joven y descaminada. «Tienes que averiguarlo.»
Pero nada en ella le impulsaba a decidir: «Ahora haré esto, seré aquello, iré
allí, tomaré cierto camino para llegar a cierto objetivo». Primero hay que
hacer preguntas, pensó, pero ¿quién las contestará? Nadie, o habrá demasiadas
respuestas, ninguna de ellas correcta. ¿Cuál es la verdad?, se preguntó con
tanta gravedad como si la pregunta no se hubiese hecho nunca. ¿La verdad,
incluso acerca de la cosa más pequeña, menos importante que tengo que
averiguar? ¿Y dónde empezaré a buscarla? Su mente se negaba tercamente a
recordar, no el pasado sino la leyenda del pasado, el recuerdo del pasado que
tenían otras personas, el que se había pasado la vida contemplando asombrada
como un niño el espectáculo de la linterna mágica. Ah, pero queda mi propia
vida por venir, pensó, mi propia vida ahora y luego. No quiero promesas, no
tendré falsas esperanzas, no seré romántica respecto a mí misma, no puedo vivir
en su mundo por más tiempo, se dijo, escuchando las voces detrás de ella. Que
se cuenten sus historias entre ellos. Que continúen explicándose cómo
sucedieron las cosas. No me importa. Por lo menos puedo saber la verdad acerca
de lo que me ocurra a mí, se aseguró silenciosamente, haciéndose una promesa,
en su esperanza, en su ignorancia.
Katherine Anne
Porter. Pálido caballo, pálido jinete. Traducción Maribel de Juan. Círculo de
lectores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario