Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

lunes, 1 de junio de 2020

+05. Walser

Percibo una sombra negra y fugaz a mi espalda. Me giro en el momento exacto donde un gato negro desaparece por una de las puertas abiertas del muelle. Cuando niño me hicieron creer que los gatos negros, pasar bajo una escalera, la sal derramada, los pelirrojos, el pie izquierdo o ciertos números, el seis, el trece, atraían la mala suerte, eran oráculos de la fatalidad. Me sorprende el gato en el pabellón. Hasta ahora, polillas y gorriones. Y los excrementos de rata entre los palés de fuera. Llaman paisaje del miedo a los asentamientos humanos más que ciudad o pueblo, escribo asentamiento humano porque me recuerda a un tiempo primigenio donde la invención de la palabra y la agricultura, donde acadios, hititas, sumerios, incas, donde hogueras resplandeciendo en la noche. Los animales nos evitan porque nos saben amenazadores. Pero en estos días de confinamiento, donde nada nadie y el silencio, vemos, en las noticias, pavos reales, jabalíes y corzos deambular por las calles desiertas, subir escaleras, olisquear árboles y setos, clavar sus pezuñas en la tierra de los parques públicos. Toman posesión de nuestro vacío. No hace tanto, alrededor de aquel camino blanco entre montes y aldeas que me habita, vi a esos jabalíes y corzos que hoy pasean entre nosotros, también ardillas, puercoespines, culebras, águilas y pequeños zorros. Y en el río truchas, sanguijuelas y libélulas. Y saltamontes que huían a nuestro paso. Y alguna noche, el aullido de los lobos a los que en otoño e invierno se les daba caza. El límite del paisaje del miedo, allí, en aquel espacio, en aquel tiempo, era difuso cómo será el confinamiento en esas aldeas, cada vez más solitarias, más abandonadas, si todo seguirá igual hoy, la mañana para recoger hierba verde, para las patatas y el maíz, la tarde para sacar a las vacas a pastar, la noche para las luciérnagas bajo la vía láctea, o si las zarzas se han tragado otra aldea y una parte del camino blanco y apenas habrá luces encendidas en la oscuridad de agosto. En mí aún están en pie existen los tejados de pizarra y las casas de piedra y los graneros con hierba seca. Cuando recuerdo me acerco a un horizonte de sucesos.
Dentro del pabellón tenemos nuestro propio paisaje del miedo alrededor de una de las máquinas de clasificación automática. La desinfectarán mañana. Por una compañera con gripe esperan del turno de tarde que mandaron a casa. Cierro la zona con carros y jaulas. Los primeros días, con los guantes rotos y los dedos al aire, tenía miedo de tocar las cosas y llevarme luego las manos a la cara sin darme cuenta. Adivinaba un mundo invisible en los carros y jaulas de metal esperando en silencio. Ahora, con los días, las noches de trabajo son para respirar: estoy solo durante una hora, ordeno el pabellón, descargo el primer camión del turno, veo la ciudad de noche a través de las puertas de los muelles abiertas, lanzo bocanadas de vaho a la oscuridad, cruzo tiempos y busco luciérnagas en las estrellas frías del cielo. Esa soledad de primera hora, de único ser vivo en el mundo. Dentro de la zona aislada el tiempo ha quedado suspendido. Hay carros y palés de cartas sin abrir, elevadoras apagadas, cajas en el suelo. Por un instante siento las sombras de los cuerpos volatilizándose en la nada. Como niebla contra el sueño, como las réplicas del mundo contra el espectro del tiempo.

Leo.


***

Es un vagabundo y un ser inquieto, Simon Tanner, librero, oficinista, escribiente, trabajos temporales que ejerce con sobriedad y de los que se deshace al poco tiempo, cansado del absurdo de la repetición que destroza una vida. Es un solitario y un poeta que mira el mundo alrededor y se detiene ante las variaciones de la luz y la naturaleza, ante el alma de otro ser humano al que ama con calidez y fidelidad sin esperar ser amado de vuelta. Es un hombre que se ofrece y dice: Creo que la vida quiere otra cosa de mí, se propone algo distinto conmigo. Me hace amar a todo cuanto se me pone delante. Desbordante y profusa, la escritura de Walser me recuerda a uno de esos ríos caudalosos que rebosa las orillas.


—Yo soy un extraño en mi propio país —respondió Simon—; en realidad soy amanuense, y ya podrá imaginarse qué papel desempeño en mi patria, donde un amanuense ocupa poco menos que el último lugar en la jerarquía de clases. Otros jóvenes que se dedican al comercio viajan lejos, al extranjero, para estudiar, y vuelven luego con todo un bagaje de conocimientos a su lugar de origen, donde les tienen reservados puestos de gran prestigio. Pues sepa usted que yo, en cambio, me he quedado siempre en mi país, un poco como si temiera que en otros países no brillase el sol, o que sólo hubiese uno menos brillante. Estoy muy atado y veo siempre nuevas cosas en las viejas, quizá por eso viajar me haga tan poca gracia. Me estoy echando a perder aquí, soy muy consciente, y, sin embargo, es como si tuviera que respirar bajo el cielo de mi patria para poder vivir. Soy poco respetado, claro está, la gente me considera un botarate, pero a mí eso me tiene sin cuidado, totalmente sin cuidado. Aquí estoy y me seguiré quedando. ¡Es tan dulce quedarse! ¿Acaso la naturaleza se va al extranjero? ¿Emigran acaso los árboles para procurarse hojas verdes en otro lugar y volver luego a casa a pavonearse con ellas? Los ríos y las nubes se van, pero es un irse diferente, más profundo, que ya no vuelve nunca. Aunque tampoco es un irse, sino sólo un reposar volando y fluyendo. Un irse así es bonito, a mi modo de ver. Yo siempre miro los árboles y me digo: si ellos tampoco se van, ¿por qué no habría yo de quedarme? Si estoy en una ciudad en invierno, también me apetece verla en primavera; si veo un árbol en invierno, también querría verlo ufanarse y abrir sus primeras y espléndidas hojitas al llegar la primavera. Tras la primavera viene siempre el verano, inexplicablemente hermoso y sereno, que emerge de los abismos del mundo como una gran ola verde, incandescente, y el verano quiero disfrutarlo aquí, ¿me entiende?, aquí donde he visto florecer la primavera. Vea, por ejemplo, esta angosta cenefa de hierba. ¡Qué maravilloso es verla cuando llega la primavera y la nieve que la cubría acaba de deshacerse bajo el sol! Pero se trata de este árbol, de esta cenefa y de este mundo: creo que en otros lugares ni notaría el verano. El hecho es que tengo unas ganas endemoniadas de no moverme de aquí y una larga serie de enojosas razones que me impiden viajar al extranjero. Por ejemplo: ¿tendría dinero para el viaje? Pues, como usted sabe, se necesita dinero para viajar en tren o en barco. Aún tengo dinero para unas veinte comidas, pero ni un solo céntimo para viajar. Y estoy contento de no tenerlo. Que otros viajen y vuelvan más inteligentes a su país de origen. Yo tengo la suficiente inteligencia como para morirme dignamente aquí, en este país, algún día —tras una breve pausa en la que el enfermero se lo quedó mirando fijamente, prosiguió—: Además, no tengo el menor deseo de hacer carrera. Lo que para otros es lo máximo, para mí es lo mínimo. Hacer carrera es algo que, Dios es testigo, no puedo respetar. Me gusta vivir, pero no afanarme en pos de una carrera, cosa que se considera extraordinaria. ¿Qué hay de extraordinario en ello? Espaldas prematuramente encorvadas a fuerza de estar de pie ante escritorios demasiado bajos, manos llenas de arrugas, rostros pálidos, pantalones de trabajo raídos, piernas temblorosas, vientres prominentes, estómagos estropeados, cráneos pelados, ojos cargados de encono, torvos, insípidos, descoloridos, sin brillo, frentes extenuadas y la conciencia de haber sido un perfecto idiota cumplidor de sus deberes. ¡Gracias! Prefiero seguir siendo pobre pero sano, renuncio a una casa lujosa a cambio de una habitación barata, aunque dé a la más oscura de las callejuelas, prefiero los apuros económicos al compromiso de tener que elegir adónde debo ir en verano a recomponer mi arruinada salud; cierto es que sólo soy respetado por una persona: yo mismo, pero es alguien cuyo respeto es el que más me importa; soy libre y puedo, cada vez que la necesidad lo exige, vender mi libertad por un tiempo para luego ser nuevamente libre. Vale la pena ser pobre a cambio de la libertad. Tengo qué comer, porque poseo el talento de saciarme con muy poco. Me indigno cuando alguien me viene con la palabra «trabajo fijo» y los compromisos que ella supone. Quiero seguir siendo un ser humano. En una palabra: ¡me gusta lo peligroso, lo abisal, lo flotante y no controlable!
Robert Walser. Los hermanos Tanner. Traducción Juan José del Solar. Debolsillo.

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