Percibo una sombra negra y fugaz a mi espalda. Me giro en el
momento exacto donde un gato negro desaparece por una de las puertas abiertas
del muelle. Cuando niño me hicieron creer que los gatos negros, pasar bajo una
escalera, la sal derramada, los pelirrojos, el pie izquierdo o ciertos números,
el seis, el trece, atraían la mala suerte, eran oráculos de la fatalidad. Me
sorprende el gato en el pabellón. Hasta ahora, polillas y gorriones. Y los
excrementos de rata entre los palés de fuera. Llaman paisaje del miedo a los
asentamientos humanos —más
que ciudad o pueblo, escribo asentamiento humano porque me recuerda a un tiempo
primigenio donde la invención de la palabra y la agricultura, donde acadios,
hititas, sumerios, incas, donde hogueras resplandeciendo en la noche—. Los animales nos
evitan porque nos saben amenazadores. Pero en estos días de confinamiento,
donde nada nadie y el silencio, vemos, en las noticias, pavos reales, jabalíes
y corzos deambular por las calles desiertas, subir escaleras, olisquear árboles
y setos, clavar sus pezuñas en la tierra de los parques públicos. Toman posesión
de nuestro vacío. No hace tanto, alrededor de aquel camino blanco entre montes
y aldeas que me habita, vi a esos jabalíes y corzos que hoy pasean entre nosotros,
también ardillas, puercoespines, culebras, águilas y pequeños zorros. Y en el
río truchas, sanguijuelas y libélulas. Y saltamontes que huían a nuestro paso.
Y alguna noche, el aullido de los lobos a los que en otoño e invierno se les
daba caza. El límite del paisaje del miedo, allí, en aquel espacio, en aquel
tiempo, era difuso —cómo
será el confinamiento en esas aldeas, cada vez más solitarias, más abandonadas,
si todo seguirá igual hoy, la mañana para recoger hierba verde, para las
patatas y el maíz, la tarde para sacar a las vacas a pastar, la noche para las
luciérnagas bajo la vía láctea, o si las zarzas se han tragado otra aldea y una
parte del camino blanco y apenas habrá luces encendidas en la oscuridad de
agosto. En mí aún están en pie —existen— los tejados de pizarra
y las casas de piedra y los graneros con hierba seca. Cuando recuerdo me acerco
a un horizonte de sucesos.
Dentro del pabellón tenemos nuestro propio paisaje del miedo
alrededor de una de las máquinas de clasificación automática. La desinfectarán
mañana. Por una compañera con gripe —esperan— del turno de tarde que
mandaron a casa. Cierro la zona con carros y jaulas. Los primeros días, con los guantes rotos y los dedos al aire,
tenía miedo de tocar las cosas y llevarme luego las manos a la cara sin darme
cuenta. Adivinaba un mundo invisible en los carros y jaulas de metal esperando
en silencio. Ahora, con los días, las noches de trabajo son para respirar:
estoy solo durante una hora, ordeno el pabellón, descargo el primer camión del
turno, veo la ciudad de noche a través de las puertas de los muelles abiertas,
lanzo bocanadas de vaho a la oscuridad, cruzo tiempos y busco luciérnagas en
las estrellas frías del cielo. Esa soledad de primera hora, de único ser vivo
en el mundo. Dentro de la zona aislada el tiempo ha quedado suspendido. Hay carros
y palés de cartas sin abrir, elevadoras apagadas, cajas en el suelo. Por un
instante siento las sombras de los cuerpos volatilizándose en la nada. Como
niebla contra el sueño, como las réplicas del mundo contra el espectro del
tiempo.
Leo.
***
Es un vagabundo y un ser inquieto, Simon Tanner, librero,
oficinista, escribiente, trabajos temporales que ejerce con sobriedad y de los
que se deshace al poco tiempo, cansado del absurdo de la repetición que
destroza una vida. Es un solitario y un poeta que mira el mundo alrededor y se
detiene ante las variaciones de la luz y la naturaleza, ante el alma de otro
ser humano al que ama con calidez y fidelidad sin esperar ser amado de vuelta.
Es un hombre que se ofrece y dice: Creo
que la vida quiere otra cosa de mí, se propone algo distinto conmigo. Me hace
amar a todo cuanto se me pone delante. Desbordante y profusa, la escritura
de Walser me recuerda a uno de esos ríos caudalosos que rebosa las orillas.
—Yo soy un extraño en mi propio país —respondió Simon—; en
realidad soy amanuense, y ya podrá imaginarse qué papel desempeño en mi patria,
donde un amanuense ocupa poco menos que el último lugar en la jerarquía de
clases. Otros jóvenes que se dedican al comercio viajan lejos, al extranjero,
para estudiar, y vuelven luego con todo un bagaje de conocimientos a su lugar
de origen, donde les tienen reservados puestos de gran prestigio. Pues sepa
usted que yo, en cambio, me he quedado siempre en mi país, un poco como si
temiera que en otros países no brillase el sol, o que sólo hubiese uno menos
brillante. Estoy muy atado y veo siempre nuevas cosas en las viejas, quizá por
eso viajar me haga tan poca gracia. Me estoy echando a perder aquí, soy muy
consciente, y, sin embargo, es como si tuviera que respirar bajo el cielo de mi
patria para poder vivir. Soy poco respetado, claro está, la gente me considera
un botarate, pero a mí eso me tiene sin cuidado, totalmente sin cuidado. Aquí
estoy y me seguiré quedando. ¡Es tan dulce quedarse! ¿Acaso la naturaleza se va
al extranjero? ¿Emigran acaso los árboles para procurarse hojas verdes en otro
lugar y volver luego a casa a pavonearse con ellas? Los ríos y las nubes se
van, pero es un irse diferente, más profundo, que ya no vuelve nunca. Aunque
tampoco es un irse, sino sólo un reposar volando y fluyendo. Un irse así es
bonito, a mi modo de ver. Yo siempre miro los árboles y me digo: si ellos
tampoco se van, ¿por qué no habría yo de quedarme? Si estoy en una ciudad en invierno,
también me apetece verla en primavera; si veo un árbol en invierno, también
querría verlo ufanarse y abrir sus primeras y espléndidas hojitas al llegar la
primavera. Tras la primavera viene siempre el verano, inexplicablemente hermoso
y sereno, que emerge de los abismos del mundo como una gran ola verde,
incandescente, y el verano quiero disfrutarlo aquí, ¿me entiende?, aquí donde
he visto florecer la primavera. Vea, por ejemplo, esta angosta cenefa de
hierba. ¡Qué maravilloso es verla cuando llega la primavera y la nieve que la
cubría acaba de deshacerse bajo el sol! Pero se trata de este árbol, de esta
cenefa y de este mundo: creo que en otros lugares ni notaría el verano. El
hecho es que tengo unas ganas endemoniadas de no moverme de aquí y una larga
serie de enojosas razones que me impiden viajar al extranjero. Por ejemplo:
¿tendría dinero para el viaje? Pues, como usted sabe, se necesita dinero para
viajar en tren o en barco. Aún tengo dinero para unas veinte comidas, pero ni
un solo céntimo para viajar. Y estoy contento de no tenerlo. Que otros viajen y
vuelvan más inteligentes a su país de origen. Yo tengo la suficiente
inteligencia como para morirme dignamente aquí, en este país, algún día —tras
una breve pausa en la que el enfermero se lo quedó mirando fijamente,
prosiguió—: Además, no tengo el menor deseo de hacer carrera. Lo que para otros
es lo máximo, para mí es lo mínimo. Hacer carrera es algo que, Dios es testigo,
no puedo respetar. Me gusta vivir, pero no afanarme en pos de una carrera, cosa
que se considera extraordinaria. ¿Qué hay de extraordinario en ello? Espaldas
prematuramente encorvadas a fuerza de estar de pie ante escritorios demasiado
bajos, manos llenas de arrugas, rostros pálidos, pantalones de trabajo raídos,
piernas temblorosas, vientres prominentes, estómagos estropeados, cráneos
pelados, ojos cargados de encono, torvos, insípidos, descoloridos, sin brillo,
frentes extenuadas y la conciencia de haber sido un perfecto idiota cumplidor
de sus deberes. ¡Gracias! Prefiero seguir siendo pobre pero sano, renuncio a
una casa lujosa a cambio de una habitación barata, aunque dé a la más oscura de
las callejuelas, prefiero los apuros económicos al compromiso de tener que
elegir adónde debo ir en verano a recomponer mi arruinada salud; cierto es que
sólo soy respetado por una persona: yo mismo, pero es alguien cuyo respeto es
el que más me importa; soy libre y puedo, cada vez que la necesidad lo exige,
vender mi libertad por un tiempo para luego ser nuevamente libre. Vale la pena
ser pobre a cambio de la libertad. Tengo qué comer, porque poseo el talento de
saciarme con muy poco. Me indigno cuando alguien me viene con la palabra
«trabajo fijo» y los compromisos que ella supone. Quiero seguir siendo un ser
humano. En una palabra: ¡me gusta lo peligroso, lo abisal, lo flotante y no
controlable!
Robert Walser. Los
hermanos Tanner. Traducción Juan José del Solar. Debolsillo.
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