Me habla de una noche de invierno de cuando muchacho, mi
padre. Escucho por teléfono su lenguaje tembloroso donde las palabras se
encuentran a medio camino entre el gallego y español, la duda sempiterna en su
habla, su silencio cuando intenta dar con la palabra exacta. No es un recuerdo
significativo, no como aquellos de su infancia en el taller, junto a su padre
—y dice papá—, o cuando habla de su madre —y dice mamá—, o los años de mili en
Madrid o en sus primeros años en esta tierra, solo. Me pregunta, mi padre, si
conocí a Torre. Le respondo que sí —y en mi mente, la figura alta, negra y
difusa de Torre con traje y boina negra, un cesto de mimbre en la mano derecha,
su mujer Basilisa junto a él, pequeña y encogida, una de tantas mujeres de
aquella tierra de rostro blanco hundido en la negrura de un luto perpetuo—. Mi
padre habla de sus recuerdos a trompicones: empieza uno de ellos, abre varios
paréntesis que lo llevan a otros lugares y otros tiempos y otras caras, luego,
recupera el recuerdo primero y lo termina o se pierde y olvida aquello que
quería contarme —y me emociona esta forma desordenada de recordar y hablar y
entrecruzar tiempos, de acercarse a la propia vida como quien se acerca a
dimensiones trenzadas—. El recuerdo de mi padre, hoy, empieza en la taberna
junto a la iglesia de la aldea. Es invierno. De noche. Alguien les dice que hay
una ruada en Martín. Y se dirigen por un camino de tierra a aquella aldea entre
montes, a hora y media de distancia. Llevan linternas. Imagino la escena, la
luz amarilla y borrosa de la taberna, los hombres en las mesas, bebiendo y
jugando a las cartas, la algarabía de los muchachos, el frío brutal del cielo
estrellado, los haces de las linternas contra el camino, el horizonte negro de
los montes, la ruada donde bailes y bebida y cantos y la comida que les
ofrecían desde las casas de tejado de pizarra. Me ha hablado de otras ruadas,
mi padre. Desenreda sus recuerdos por teléfono, mi padre, y un silencio
significa que mira al techo en busca de una palabra o un gesto olvidados.
Vuelven a la taberna, después de la ruada. Es de madrugada y aún hay hombres
jugando. Entre ellos, Torre. Me dice, mi padre, que echaban la ceniza de sus
cigarros en la bebida de Torre. Querían emborracharlo con la mezcla, dejarlo
solo en el camino a casa, en aquella madrugada invernal, y hacerse pasar por
espectros ante Torre. Recuerdo, en uno de los silencios de mi padre, el
centenar de fotos que guarda de aquellos tiempos, cuando romerías y bailes y
feiras, mi padre un muchacho con cuerpo de adulto, traje y cigarrillo,
sonriente y burlón, bailando con sus hermanas o con las muchachas de las
ruadas, y, por un instante, siento que esas fotos no son pasado sino futuro,
que nuestro tiempo se dirige hacia aquellos días —no los deja atrás: los
encara—. Entonces, el vértigo ante la realidad de este ir hacia aquel mundo en
blanco y negro. La risa infantil de mi padre al teléfono me trae de vuelta, el
miedo de Torre ante la oscuridad y los espectros —nosotros—,
la mano de Torre en la pistola de su pantalón.
***
En las primeras páginas de El río del tiempo, la vastedad del río Mekong, la forma de vida
pausada de los habitantes de Nom Pen, el aroma y la luz de la ciudad y los
restos de la influencia francesa en edificios y personas. Luego, la guerra como
un ser en movimiento donde la destrucción y el dolor de los poblados junto al
río, la culpa de quien es extranjero y el amor derramado, la derrota estadounidense,
la llegada de los jemeres rojos a Nom Pen y el horror. Es un libro de memorias,
el de Swain, donde los recuerdos de aquel tiempo, aquel río y aquellas tierras tienen
toda la crueldad y y toda la belleza.
Las visiones de Camboya siempre vuelven: en colores, en
personas agonizantes, en la dignidad de las mujeres trabajando en los
arrozales, en el resplandor del atardecer en el Mekong, en los niños descalzos
que juegan al escondite por las calles. A inicios de 1970, Nom Pen era
arrebatador: monjes budistas con la cabeza rapada y túnicas de color azafrán
andaban por avenidas llenas de árboles de flores perfumadas; colegialas con
blusas blancas y faldas azules pasaban pedaleando con sonrisas deslumbrantes, y
nos ofrecían guirnaldas de jazmín para que les sacáramos una foto; los amantes
paseaban al anochecer por la plácida orilla del río, junto al Palacio Real; se
podía cruzar el parque en elefante y oír el tintineo procedente del templo en
lo alto de la colina que da nombre a la ciudad.
Tras el ajetreo de Europa, yo experimentaba la curiosa
sensación de que el tiempo se había detenido. Con la llegada de la guerra, esta
vida amable y tolerante no se esfumó de la noche a la mañana, sino que fue
desenredándose gradualmente, como una madeja de bramante. Apenas se veían
indicios de pobreza. La vida giraba alrededor de la familia, los festivales
budistas y el ritmo de las estaciones, tal como llevaba haciendo desde los
tiempos de Angkor, la cumbre de la civilización jemer. Estos camboyanos no eran
taimados como sus impredecibles vecinos tailandeses y vietnamitas, sino
hedonistas, despreocupados, con una fe infantil en la capacidad de los
occidentales para solucionar sus problemas. Vivían de una forma sencilla y
natural. No presentían el desastre que se avecinaba. Su ingenuidad era
conmovedora y, para mí, formaba parte integral de su encanto.
Jon Swain. El río del
tiempo. Traducción Magdalena Palmer. Gatopardo ediciones.
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