Estoy en el parque de mi pueblo. Ahí fuera. Son las siete y
media de la mañana. La luz se afianza en las vías del tren, mientras paseo. Aún
no ha remontado los montes el sol. Somos pocos los que hacemos ejercicio, una
mujer que corre en círculos, un par de ciclistas, yo, que, como la luz, en cada
paso me afianzo en la mañana. Están precintados las fuentes, el circuito de
bici y skate, no el campo de voleibol
ni de baloncesto. Hay un par de estelas de avión en el cielo claro y azul, las
primeras en semanas, largas líneas blancas que se desgajan en pequeños círculos
antes de desaparecer. Llego junto a la biblioteca, una casa de dos pisos en el
parque, junto a las vías del tren, cuando pasa el tren y me doy cuenta de que
llevaba semanas sin ver ni escuchar su paso. Siento el retumbo en mi pecho, el
asombro por lo insólito de una imagen que era habitual antes de, cuento lo
pasajeros, apenas cinco hombres y mujeres junto a las ventanillas, alguno
adormecido, espero a que se silencie la mañana para reanudar mi paseo. Somos la
última reverberación en un eco.
Los primeros rayos crean una aureola en la copa de los
árboles, santificándolos. Hace calor y un viento sur extraño. Intento capturar
el calor del sol en mi piel. Hace tanto, pienso. Sé que sonrío, una sonrisa
tranquila y tímida. Algo aflora al exterior mientras la luz del sol una pequeña
hoguera en mi pecho. Empiezo a correr, alrededor del parque primero y luego
fuera de él. Las aceras blancas de polen —una nevada de primavera—, las luces
azules de los coches patrulla, el sol, unos metros sobre el horizonte, en mi
cara, los ramilletes de flores silvestres de algunos paseantes para las madres
en su día. Primero corro a pasos cortos, los músculos agarrotados por las
carreras en U en casa, de la ventana de la habitación a la del salón,
veinticinco metros sobre parqué, entre paredes blancas, en los compartimentos
estanco de mi mente que acallé, en los últimos días, con las canciones sobre la
fama, el miedo, la locura y dormir como un fantasma en la cama de otro, el
cambio en las estaciones, las islas que son cumbres de montañas, la extraña
maquinaria del corazón de mi grupo favorito y que ahora, aquí fuera, también me
acompañan. Luego, la zancada mayor, la sonrisa por el ejercicio, por el
esfuerzo, por la calidez del sol, por ver que puedo, que tengo aire en mis
pulmones, sangre en mi corazón, fuerza en mis músculos. Ralentizo el ritmo en
las cuestas, me dejo llevar por la inercia cuando hacia abajo, rodeo el
pabellón postal, ahora cerrado, como los demás pabellones del polígono, tomado
por nosotros, sombras que se alargan a medida que sube el sol en el horizonte y
toma el cielo y mirarlo es cegarse en su blancura.
Hoy, en esta mañana donde piso sombras, en este sol que no
para de crecer en el cielo, su luz sobre todos nosotros, siento que, poco a
poco, vuelvo a acostumbrarme a estar entre otros, como antes de, a ver gestos
cotidianos sin extrañarme, una pareja andando de la mano, unos amigos que se
encuentran y que hablan a distancia, los sonidos de nuestras pisadas y
conversaciones estridentes —tantos tiempos en los gestos más pequeños—, la
corriente que formamos, todos nosotros, afluentes desembalsados en parques y
polígonos y calles, cada uno de nosotros, de todos nosotros, separados del
confinamiento por una pequeña eternidad, la mente y el corazón y los recuerdos
abiertos, como los espacios abiertos y fronterizos del enamorado de la Osa
Mayor, como el desierto que atravesaban los protagonistas de Cielo amarillo porque un desierto es un
espacio y los espacios se cruzan. Respiro al ritmo de la luz.
***
Llego de correr y busco, entre las estanterías, alguna
historia sobre deporte o carreras para compartir por penúltima vez entre mis
amigos. Encuentro el libro de relatos de Sillitoe, una lectura de dos o tres
años atrás, donde el mundo de los obreros, las fábricas, los reformatorios
ingleses, donde las elecciones entre un camino dócil y otro en los márgenes, donde
la soledad y la lucha y la rabia y la decepción.
Mientras tanto seguía trotando por el borde de un prado que
lindaba con un sendero profundo, inhalando el olor de la hierba tierna y las
madreselvas, y me sentía descendiente de una larga estirpe de galgos entrenados
para correr a dos piernas, solo que no podía ver el conejo de juguete delante y
tampoco tenía detrás la cachiporra de un minero para obligarme a mantener el
ritmo. Adelanté al corredor de Gunthorpe, cuya camiseta ya estaba ennegrecida
por el sudor, y ya lograba ver más adelante la esquina del soto vallado, por
donde corría a toda máquina el único hombre al que tenía que adelantar para
ganar el signo que establecía la mitad del trayecto. Entonces se adentró en una
lengua de árboles y arbustos donde ya no pude verlo ni a él ni a nadie, y ahí
sí que conocí la sensación de soledad que invade al corredor de fondo cuando
surca los campos, y me di cuenta de que, en lo que a mí se refería, esa
sensación era lo único honrado y genuino que existía en el mundo, y yo sabía que
jamás sería diferente en mi caso, sin importar cómo me sintiese en los momentos
extraños, independientemente de lo que cualquier otro tratase de contarme. El
corredor que venía detrás de mí debía de estar muy lejos ya, porque todo estaba
en silencio y se escuchaba menos ruido y movimiento incluso que el que se nota
a las cinco de cualquier madrugada gélida de invierno. Era algo difícil de
comprender, y todo lo que yo sabía era que tenías que correr, correr, correr,
sin saber por qué estabas corriendo en realidad, pero ahí seguías, atravesando
prados que no comprendías, adentrándote en bosques que te llenaban de miedo,
subiendo y bajando colinas sin reparar en tus propias piernas, y entonces te
lanzabas a través de un arroyo que te habría cortado la respiración si te
hubieses caído dentro. Y la línea de meta no suponía el fin, por más que la
multitud te aclamase, porque tenías que continuar antes de haber recobrado el
aliento, y lo único que te detendría sería que te tropezaras con un tronco de
árbol y te rompieses el cuello o te cayeras en algún pozo abandonado y te
matases en la oscuridad. Así es que pensé: no van a pillarme en esta broma de competición,
este correr no porque sí, sino para tratar de ganar, este trote por un
miserable pedacito de banda azul, porque desde luego, no es este el modo de
seguir adelante en la vida, por más que ellos juren y perjuren que sí lo es. No
has de hacer caso de nadie, debes seguir tu propio camino, no una carrera
designada para ti por gente que sujeta jarritas de agua y botellas de yodo por
si te caes y te cortas, y así poder ponerte en pie de nuevo —aunque quieras
permanecer donde estás— y lograr que sigas moviéndote.
Alan Sillitoe. La
soledad del corredor de fondo. Traducción Mercedes Cebrián. Impedimenta.
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