Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

martes, 30 de junio de 2020

+34. Sillitoe

Estoy en el parque de mi pueblo. Ahí fuera. Son las siete y media de la mañana. La luz se afianza en las vías del tren, mientras paseo. Aún no ha remontado los montes el sol. Somos pocos los que hacemos ejercicio, una mujer que corre en círculos, un par de ciclistas, yo, que, como la luz, en cada paso me afianzo en la mañana. Están precintados las fuentes, el circuito de bici y skate, no el campo de voleibol ni de baloncesto. Hay un par de estelas de avión en el cielo claro y azul, las primeras en semanas, largas líneas blancas que se desgajan en pequeños círculos antes de desaparecer. Llego junto a la biblioteca, una casa de dos pisos en el parque, junto a las vías del tren, cuando pasa el tren y me doy cuenta de que llevaba semanas sin ver ni escuchar su paso. Siento el retumbo en mi pecho, el asombro por lo insólito de una imagen que era habitual antes de, cuento lo pasajeros, apenas cinco hombres y mujeres junto a las ventanillas, alguno adormecido, espero a que se silencie la mañana para reanudar mi paseo. Somos la última reverberación en un eco.
Los primeros rayos crean una aureola en la copa de los árboles, santificándolos. Hace calor y un viento sur extraño. Intento capturar el calor del sol en mi piel. Hace tanto, pienso. Sé que sonrío, una sonrisa tranquila y tímida. Algo aflora al exterior mientras la luz del sol una pequeña hoguera en mi pecho. Empiezo a correr, alrededor del parque primero y luego fuera de él. Las aceras blancas de polen —una nevada de primavera—, las luces azules de los coches patrulla, el sol, unos metros sobre el horizonte, en mi cara, los ramilletes de flores silvestres de algunos paseantes para las madres en su día. Primero corro a pasos cortos, los músculos agarrotados por las carreras en U en casa, de la ventana de la habitación a la del salón, veinticinco metros sobre parqué, entre paredes blancas, en los compartimentos estanco de mi mente que acallé, en los últimos días, con las canciones sobre la fama, el miedo, la locura y dormir como un fantasma en la cama de otro, el cambio en las estaciones, las islas que son cumbres de montañas, la extraña maquinaria del corazón de mi grupo favorito y que ahora, aquí fuera, también me acompañan. Luego, la zancada mayor, la sonrisa por el ejercicio, por el esfuerzo, por la calidez del sol, por ver que puedo, que tengo aire en mis pulmones, sangre en mi corazón, fuerza en mis músculos. Ralentizo el ritmo en las cuestas, me dejo llevar por la inercia cuando hacia abajo, rodeo el pabellón postal, ahora cerrado, como los demás pabellones del polígono, tomado por nosotros, sombras que se alargan a medida que sube el sol en el horizonte y toma el cielo y mirarlo es cegarse en su blancura.

Hoy, en esta mañana donde piso sombras, en este sol que no para de crecer en el cielo, su luz sobre todos nosotros, siento que, poco a poco, vuelvo a acostumbrarme a estar entre otros, como antes de, a ver gestos cotidianos sin extrañarme, una pareja andando de la mano, unos amigos que se encuentran y que hablan a distancia, los sonidos de nuestras pisadas y conversaciones estridentes —tantos tiempos en los gestos más pequeños—, la corriente que formamos, todos nosotros, afluentes desembalsados en parques y polígonos y calles, cada uno de nosotros, de todos nosotros, separados del confinamiento por una pequeña eternidad, la mente y el corazón y los recuerdos abiertos, como los espacios abiertos y fronterizos del enamorado de la Osa Mayor, como el desierto que atravesaban los protagonistas de Cielo amarillo porque un desierto es un espacio y los espacios se cruzan. Respiro al ritmo de la luz.


***

Llego de correr y busco, entre las estanterías, alguna historia sobre deporte o carreras para compartir por penúltima vez entre mis amigos. Encuentro el libro de relatos de Sillitoe, una lectura de dos o tres años atrás, donde el mundo de los obreros, las fábricas, los reformatorios ingleses, donde las elecciones entre un camino dócil y otro en los márgenes, donde la soledad y la lucha y la rabia y la decepción.


Mientras tanto seguía trotando por el borde de un prado que lindaba con un sendero profundo, inhalando el olor de la hierba tierna y las madreselvas, y me sentía descendiente de una larga estirpe de galgos entrenados para correr a dos piernas, solo que no podía ver el conejo de juguete delante y tampoco tenía detrás la cachiporra de un minero para obligarme a mantener el ritmo. Adelanté al corredor de Gunthorpe, cuya camiseta ya estaba ennegrecida por el sudor, y ya lograba ver más adelante la esquina del soto vallado, por donde corría a toda máquina el único hombre al que tenía que adelantar para ganar el signo que establecía la mitad del trayecto. Entonces se adentró en una lengua de árboles y arbustos donde ya no pude verlo ni a él ni a nadie, y ahí sí que conocí la sensación de soledad que invade al corredor de fondo cuando surca los campos, y me di cuenta de que, en lo que a mí se refería, esa sensación era lo único honrado y genuino que existía en el mundo, y yo sabía que jamás sería diferente en mi caso, sin importar cómo me sintiese en los momentos extraños, independientemente de lo que cualquier otro tratase de contarme. El corredor que venía detrás de mí debía de estar muy lejos ya, porque todo estaba en silencio y se escuchaba menos ruido y movimiento incluso que el que se nota a las cinco de cualquier madrugada gélida de invierno. Era algo difícil de comprender, y todo lo que yo sabía era que tenías que correr, correr, correr, sin saber por qué estabas corriendo en realidad, pero ahí seguías, atravesando prados que no comprendías, adentrándote en bosques que te llenaban de miedo, subiendo y bajando colinas sin reparar en tus propias piernas, y entonces te lanzabas a través de un arroyo que te habría cortado la respiración si te hubieses caído dentro. Y la línea de meta no suponía el fin, por más que la multitud te aclamase, porque tenías que continuar antes de haber recobrado el aliento, y lo único que te detendría sería que te tropezaras con un tronco de árbol y te rompieses el cuello o te cayeras en algún pozo abandonado y te matases en la oscuridad. Así es que pensé: no van a pillarme en esta broma de competición, este correr no porque sí, sino para tratar de ganar, este trote por un miserable pedacito de banda azul, porque desde luego, no es este el modo de seguir adelante en la vida, por más que ellos juren y perjuren que sí lo es. No has de hacer caso de nadie, debes seguir tu propio camino, no una carrera designada para ti por gente que sujeta jarritas de agua y botellas de yodo por si te caes y te cortas, y así poder ponerte en pie de nuevo —aunque quieras permanecer donde estás— y lograr que sigas moviéndote.
Alan Sillitoe. La soledad del corredor de fondo. Traducción Mercedes Cebrián. Impedimenta.

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