Queríamos ser astronautas, de niños. Subíamos al muro que
separaba, en mi barrio, el caserío de enrique de nuestros edificios de ladrillo
rojo, nos sentábamos en un hueco en las rocas grises, que convertíamos en la
cabina de una nave espacial, y soñábamos con pilotarla entre cinturones de
asteroides, viajar a la velocidad de la luz, atravesar ríos de galaxias para
encontrarnos con réplicas de nuestro mundo o el espectro y las ruinas de
civilizaciones extinguidas, acercarnos a un agujero negro, la luz en el horizonte
de sucesos antes de ser engullida. Imitábamos el rugido de los motores,
sentados en aquellas rocas grises, el estallido de estrellas y naves, el
aterrizaje en mundos donde seríamos dioses creadores —y descendíamos de nuestra nave/muro a cámara lenta,
como en las viejas imágenes lunares en blanco y negro, nuestros primeros pasos
en busca de vida, y clavábamos una pequeña rama como bandera en la tierra
descubierta—. Eran
los días de H.G. Wells y Arthur C. Clarke, antes de Bradbury y sus crónicas de
otros mundos, antes de Dick y sus mentes y universos colapsados, antes del sol
y la luna sobre un monolito negro y un feto de ojos azules ante la Tierra, eran
los días del cometa Halley y los eclipses tras los negativos fotográficos,
cuando el sueño de la exploración y el peligro eran aventura sin raíces
filosóficas, sólo el sueño de un viaje entre estrellas para unos niños que no
sabían que cada instante, cada respiración, cada gesto y cada cruce de caminos
eran el estruendo y el eco del bigbang en nuestro pecho, que éramos la
culminación de todo el espacio y todo el tiempo y el inicio de ondas cuyo
temblor futuro nunca veremos.
Hace unos días aterrizó en Kazajstán una nave procedente de
la Estación Espacial Internacional. Llevaban, los tres astronautas a bordo, más
de doscientos días en órbita sobre la Tierra, encerrados en el reducido espacio
de una cápsula espacial, un confinamiento real. Es una de las pocas noticias
fuera de la pandemia que descubro —y
con retraso—, lo
que me lleva a preguntarme sobre la vida que sigue su curso y no sabemos.
***
Estas palabras no me pertenecen: Destacable la forma de describir las pequeñas emociones, sensaciones.
Especial la historia del amor adolescente y la del profe Fedi. Hay un par
de párrafos en euskera y descubro que su anterior dueña, a, compró el libro en
Madrid en las navidades de 2012 y lo leyó en noviembre de 2016. Dice, en
euskera, que es un gran libro, una pequeña historia sobre el fascismo en
Italia, que la protagonista es una joven estudiante de un liceo en la época
anterior al estallido de la guerra, cómo se muestra el giro autoritario de
aquellos días en los profesores, en la educación, en la calle.
Es un buen libro, los recuerdos de aquellos días antes del
desastre y cómo se vislumbraba la negrura que estaba por llegar junto a la
iniciación de una joven en el mundo adulto.
¿Habéis hojeado alguna vez un álbum familiar de hace muchos
años, con todas sus fotografías descoloridas, teñidas de amarillo y con unas
palabras en uno de los bordes, escritas de través con tinta marrón y llenas de
signos de exclamación? Aparecen ante vuestros ojos fisonomías queridas y
lugares queridos, cosas desaparecidas pero no olvidadas. Y se apodera de
vosotros una sensación de ternura y se os nublan los ojos al contemplar esas
figuras y esos lugares tan estrechamente ligados a vuestra vidas pasada que ya
creíais haber olvidado pero que, súbitamente, se os revelan como una parte tan
vida de vosotros mismos que os parece recrear aquellos tiempos con la misma
frescura de sensaciones y la misma intensidad de entonces. Los ojos se apartan
de las fotografías amarillas y se pierden en el pasado, En el recuerdo, os
reencontráis con un color, un perfume, un gesto, un pensamiento, y el pasado
revive, nuevo, en el presente.
Esta sensación vuelvo a experimentarla yo cada vez que
rememoro mi primer amor de entonces, nacido entre pupitres y destinado a una
vida breve, pero límpido y verdadero como es todo amor a esa edad; repentino e
impetuoso como un estallido de juventud floreciente que recorre la sangre y
hacer latir ardoroso el corazón.
Ésa es también la razón —lo mismo que sucede a veces con las
fotografías amarillentas— por la que un recuerdo tiene su origen en un simple
detalle, en un color: el azul celeste de una bufanda (ahora también
descolorida, si es que aún existe).
Marcella Olschki. Una
postal de 1939. Traducción de Julio Carrobles. Periférica.
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